—Y usted fue Jake el Disoluto.
Me eché a reír.
—Sí, supongo que lo fui. Montones de fiestas, montones de chicas. Pero…
—¿Qué?
—Bueno, es muy difícil saber si una chica siente de verdad atracción por ti cuando eres rico.
—Y a mí me lo cuenta. Mi tercer marido era así.
—¿Dé veras?
—Absolutamente. Gracias a Dios que existen los contratos prenupciales. —Su tono era ligero. Si se había sentido amargada en el pasado, al parecer había pasado tiempo suficiente para que ya pudiera bromear al respecto—. Sólo tendrá que salir con mujeres que sean ricas por propio derecho.
—Supongo. Pero, ya sabe, incluso…
Maldición, no pretendía decirlo en voz alta.
—¿Qué?
—Bueno, nunca se sabe con la gente… nunca se sabe lo que está pensando. Incluso antes de que supiera que era rico, yo… Había una chica llamada Trista, y yo pensaba que ella… pensaba que nosotros…
Karen alzó sus cejas artificiales, pero no dijo nada. Quedó claro que yo podía continuar, o no, según deseara.
Y, para mi gran sorpresa, lo deseé.
—Parecía que yo le gustaba de verdad. Y estaba completamente enamorado de ella. Fue cuando tenía, no sé, dieciséis años. Pero cuando le pedí que saliera conmigo se echó a reír. Se me rió en la cara.
La mano de Karen tocó un instante mi antebrazo.
—Pobrecillo —dijo—. ¿Está casado?
—No.
—¿Lo ha estado alguna vez?
—No.
—¿Nunca encontró a la persona adecuada?
—Yo, humm, no es exactamente así.
—¿No?
Una vez más, para mi sorpresa, continué.
—Quiero decir, hubo… hay, una mujer. Rebecca Chong. Pero, ya sabe, con mi estado, yo…
Karen asintió, comprensiva. Pero entonces supongo que decidió aligerar el tono.
—De todas formas —dijo—, no hay que esperar necesariamente a la persona adecuada para tirar adelante. Si yo lo hubiera hecho, me habría perdido a mis primeros tres maridos.
No estoy seguro de que mis cejas artificiales no se alzaran involuntariamente por la sorpresa; desde luego, si hubiera estado en mi antiguo cuerpo, las naturales lo habrían hecho.
—¿Cuántas veces se ha casado?
—Cuatro. Mi difunto esposo, Ryan, falleció hace dos años.
—Lo siento.
Su voz se tiñó de tristeza.
—Yo también.
—¿Tiene hijos?
—Humm… —Hizo una pausa—. Sólo uno. —Otra pausa—. Sólo uno vivo.
—Lo siento muchísimo.
Ella asintió, aceptando mis condolencias.
—Supongo que no tiene usted hijos.
Negué con la cabeza e indiqué mi cuerpo artificial.
—No, y supongo que nunca los tendré.
Karen sonrió.
—Estoy segura de que habría sido un buen padre.
—Nosotros nunca…
¡Malditos cuerpos nuevos! Había tenido el obvio pensamiento autocompasivo, pero no pretendía expresarlo en voz alta. Como antes, no conseguí abortarlo hasta que ya había pronunciado un par de palabras.
—Gracias —dije—. Gracias.
Un par de empleados de Inmortex entraron en el vestíbulo: una mujer blanca y un hombre asiático. Parecieron sorprenderse de encontrarnos allí.
—No les molestamos —dijo Karen mientras se levantaba—. Ya nos marchábamos.
Tendió una mano para ayudarme a levantarme. La acepté sin pensar y me puse de pie en cuestión de segundos. Karen me aupó sin esfuerzo.
—Ha sido un día muy largo —me dijo—. Estoy segura de que querrá volver a su habitación. —Hizo una pausa, como si de pronto se hubiera dado cuenta de que, naturalmente, yo no podía cansarme, y entonces añadió—: Ya sabe, para cambiarse ese batín y todo eso.
Ahí estaba: la ruta de escape que yo había estado buscando antes, la forma amable de huir que me negaban la falta de necesidad de sueño o alimento. Pero ya no la quería.
—Lo cierto es que me gustaría seguir practicando —dije, mirándola—. Si, ah, está usted dispuesta a ayudarme.
Karen sonrió de oreja a oreja, con una sonrisa tan ancha que sin duda se habría lastimado si su cara hubiera sido de carne.
—Me encantaría —dijo.
—Magnífico —respondí, mientras salíamos del vestíbulo—. Así tendremos ocasión de charlar un poco más.
9
El avión espacial seguía ascendiendo. Yo había creído que la aceleración constante sería incómoda, pero no lo era. Por la ventanilla podía ver la luz del sol reflejándose en el océano Atlántico, muy por debajo. Volví la cabeza para mirar el interior y el hombre presumiblemente pelirrojo sentado a mi lado aprovechó la oportunidad.
—Bueno, ¿cuál es su trabajo? —preguntó.
Lo miré. En realidad no tenía trabajo ninguno, pero sí una respuesta que parecía veraz.
—Me dedico a las inversiones.
Pero eso hizo que su frente moteada se arrugara.
—¿Inmortex planea inversiones en la Luna?
Entonces me di cuenta de la fuente de su confusión.
—No soy empleado de Inmortex —dije—. Soy un cliente.
Sus ojos claros se abrieron de par en par.
—Oh, disculpe.
—No hay de qué.
—Es que es usted el cliente más joven que he visto jamás. Le dirigí una sonrisa con la esperanza de que no fuera una invitación a más preguntas.
—Siempre he sido muy precoz.
—Ah —dijo el hombre. Me tendió una mano tan pecosa como su cara—. Quentin Ashburn.
Se la estreché.
—Jake Sullivan.
En realidad no quería seguir hablando sobre mí, así que pregunté:
—¿A qué se dedica, Quentin?
—Al mantenimiento del lunabús.
—¿Lunabús?
—Es un vehículo de superficie para largas distancias —dijo Quentin—. Bueno, en realidad, vuela sobre la superficie. Es la mejor manera de cubrir rápidamente un montón de territorio lunar. Subirá a uno cuando lleguemos a la Luna: el viaje desde la Tierra sólo nos lleva hasta la cara visible.
—Cierto. Lo he leído.
—Oh, los lunabuses son fascinantes —dijo Quentin.
—Estoy seguro de que sí.
—No se pueden usar aviones en la Luna, porque…
—Porque no hay aire —dije.
Quentin pareció un poco chasqueado porque le había robado la sorpresa, pero continuó de todas formas.
—Así que hace falta un tipo diferente de vehículo para pasar del punto A al punto B.
—Eso imaginaba.
—Eso es. Ahora bien, el lunabús… está impulsado por cohetes, ¿sabe? Es curioso, porque en vez de contaminar la atmósfera, le estamos dando a la Luna una… una atmósfera infinitésima, ciertamente, y toda por los gases de expulsión de los cohetes. Para el lunabús, usamos monohidrazina…
Me di cuenta de que iba a ser un viaje muy largo.
Estaba pillándole poco a poco el tranquillo a caminar con mis piernas nuevas gracias a la ayuda de Karen Bessarian. Siempre había sido impaciente: supongo que pensar que no tienes mucho tiempo por delante era parte de la causa. Naturalmente, Karen, a sus ochenta y tantos años, debía de haber sentido igualmente que sus días estaban contados. Pero al parecer se había adaptado de inmediato a la idea de ser más o menos inmortal, mientras que yo seguía atascado en el esquema mental de que el tiempo se me agotaba.
Ah, bien. Seguro que haría la transición. Después de todo, se supone que son los ancianos los que están apegados a sus modos y costumbres, no tipos como yo. Pero no… eso era injusto. Dicen que eres tan joven como te sientes, y Karen desde luego no parecía vieja, tal vez no lo hubiese sido nunca.
Otras cuatro personas además de nosotros habían recibido ese día cuerpos nuevos. Estoy seguro de que todos habían asistido al mismo acto de presentación que yo, pero no me había fijado en nadie más que en Karen, y aquellas personas tenían ahora rostros mucho más jóvenes que aquellos que presumiblemente había visto entonces, así que no reconocí a ninguno. Todos íbamos a pasar allí los siguientes tres días, sometidos a pruebas físicas y psicológicas («diagnosis de hardware y software», había oído que le decía uno de los empleados de Inmortex al doctor Porter, quien dirigió al joven una mirada muy severa).