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Me alegró ver que no era el único que tenía problemas para caminar. Una chica (sí, maldición, parecía una chica de unos dieciséis años), iba en silla de ruedas. Los clientes de Inmortex podían elegir la edad que quisieran, por supuesto. Esa reconstrucción debió de basarse en fotos en 2D: si la chica hubiera sido Karen habría tenido dieciséis años a mitad de la década de los setenta del siglo pasado… cuando, creo, los peinados eran ahuecados y la sombra de ojos estaba de moda. Pero quienquiera que fuese no pretendía una regresión. Su pelo era corto y rizado, a la moda actual, y llevaba una banda de rosa brillante de una sien a otra, sobre el puente de la nariz, el tipo de maquillaje de las chicas modernas.

Otros dos sujetos eran también mujeres, y tres eran blancos. Como Karen, habían optado por tener unos treinta años… lo que significaba, irónicamente, que todas esas mentes, que eran mucho más viejas que la mía, estaban alojadas en cuerpos que parecían notablemente más jóvenes incluso que mi nuevo cuerpo. El otro descargado era un varón negro. Había adoptado un rostro sereno de unos cincuenta años. De hecho, ahora que lo pensaba, se parecía a Will Smith; me pregunté si era así originalmente o si había optado por un rostro nuevo.

Karen charlaba con las otras mujeres. Al parecer conocía al menos a una de sus círculos filantrópicos. Supongo que era natural que las cuatro ancianas pasaran el tiempo juntas. Y, consecuentemente, acabé hablando con el otro hombre.

—Malcolm Draper —dijo, tendiendo una manaza.

—Jake Sullivan —respondí, aceptándola. Ninguno de los dos se sintió inclinado a ese tonto juego masculino de demostrar lo fuerte que eres apretando demasiado: probablemente era lo mejor, dadas nuestras nuevas manos robóticas.

—¿De dónde eres, Jake?

—De aquí, de Toronto.

Malcolm asintió.

—Yo vivo en Nueva York. Manhattan. Pero naturalmente no se puede conseguir este servicio allá abajo. Bueno, ¿a qué te dedicas, Jake?

La pregunta que siempre odiaba. No me dedicaba a nada… no para vivir.

—A las inversiones. ¿Y tú?

—Soy abogado. ¿Los llaman letrados aquí arriba?

—Sólo en contextos formales. Abogado, picapleitos.

—Bueno, eso es lo que soy.

—¿Qué especialidad?

—Libertades civiles.

Di la orden mental que usaba para reconfigurar mis rasgos en un gesto impresionado, pero en realidad no tenía ni idea de cómo afectaba eso a mi rostro en aquel momento.

—¿Qué tal el negocio?

—¿En el actual clima político? Montones de casos, poquísimas victorias. Puedo ver la Estatua de la Libertad desde la ventana de mi bufete… pero tendrían que llamarla ahora la estatua de haz exactamente lo que el Gobierno dice que debes hacer. —Sacudió la cabeza—. Por eso me descargué, ¿sabes? No quedan muchos de mi generación… gente que recuerde de verdad cómo era tener libertades civiles, antes de Seguridad Nacional, antes de Littler contra Carvey, antes de que cada billete de dólar y cada producto a la venta tuvieran un chip de seguimiento. Si dejamos que pasen los buenos tiempos sin recordarlos, nunca podremos recuperarlos.

—¿Entonces vas a seguir practicando la ley?

—Sí, en efecto… Cuando aparezcan casos interesantes, claro. —Se metió la mano en el bolsillo—. Mira, voy a dejarte mi tarjeta… por si acaso.

¡La ingravidez era maravillosa!

Algunos de los ancianos tenían miedo y permanecieron atados a sus ergosillones. Pero yo me desabroché el cinturón y floté por la cabina, rebotando suavemente en las paredes, el suelo y el techo. Todos habíamos recibido inyecciones antimareo antes del despegue, y al menos en mi caso la medicina funcionaba a la perfección. Descubrí que podía dar volteretas a gran velocidad y no marearme. El asistente de vuelo nos mostró algunas cosas curiosas, incluida el agua que se convertía en una bola flotante. También nos enseñó lo difícil que era lanzarle algo a otra persona: el cerebro se negaba a creer que lanzarlo en línea recta era la manera adecuada de hacerlo, y seguíamos enviando las cosas hacia arriba, para trazar trayectorias parabólicas contra la gravedad.

Karen Bessarian disfrutaba también de la ingravidez. Las paredes de la cabina estaban completamente cubiertas de pequeñas pirámides negras de espuma, que al principio confundí con aislante acústico pero que luego me di cuenta de que estaban allí para evitar que nos hiriéramos al chocar contra ellas. Con todo, Karen se lo tomaba con calma, sin intentar movimientos atléticos ni atrevidos como yo.

—Si miran por las ventanillas de la derecha —dijo el asistente de vuelo—, podrán ver la Estación Espacial Internacional.

Yo estaba boca abajo en ese momento, así que me solté de la pared y empecé a flotar hacia el lado izquierdo. El asistente de vuelo no perdió la compostura.

—El otro lado izquierdo, señor Sullivan.

Sonreí tímidamente y me propulsé de nuevo con la palma de la mano. Encontré un sitio junto a una de las ventanillas y miré al exterior. La Estación Espacial Internacional (toda cilindros y ángulos rectos) llevaba décadas abandonada. Como era demasiado grande para estrellarse a salvo en el océano, de vez en cuando le daban un empujoncito para mantenerla en órbita. El último astronauta en marcharse había dejado los dos brazos manipuladores por control remoto, construidos en Canadá, estrechándose la mano.

—Dentro de unos diez minutos —dijo el asistente de vuelo— enlazaremos con la nave lunar. Deben estar ustedes atados para la conexión… Pero no se preocupen, disfrutarán de tres días enteros de ingravidez camino de la Luna.

Camino de la Luna…

Sacudí la cabeza.

Camino de la puñetera Luna.

10

Era más de medianoche. El doctor Porter se había marchado a su casa hacía un buen rato, pero había miembros de todo tipo del personal de Inmortex atendiendo nuestras necesidades… aunque no es que tuviéramos muchas.

No comíamos, así que no tenía sentido preparar un bufé apetecible para nosotros. Tendría que haber pensado en tomar una última comida especial antes de descargarme. Naturalmente, Inmortex no había sugerido que lo hiciéramos, supongo que porque una última comida era lo que supuestamente disfrutaban los condenados, no los liberados.

Más aún: no bebíamos, así que no tenía sentido mantener un bar abierto. De hecho, advertí con un retortijón de culpa que no podía recordar la última vez que había tomado una Sullivan's Select… y ya no la volvería a tomar nunca. Mi bisabuelo (Oíd Sully en persona), probablemente se revolvía en la tumba con la idea de que un vastago de su dinastía cambiara su cerveza por otra cosa, aunque fuese la inmortalidad.

Y, lo más sorprendente de todo, no dormíamos. ¡Cuántas veces había dicho que el día no tenía suficientes horas! Pero ahora parecía que había demasiadas.

Nosotros, ese grupito de descargados, íbamos a pasar la noche juntos en aquella sala de fiestas: la primera noche, al parecer, era difícil para un montón de gente. Había a mano dos terapeutas de Inmortex, así como alguien que parecía ser el equivalente en tierra al director de un crucero, encargado de proponer actividades para mantener ocupada a la gente. Estar despierto constantemente, y no cansarse, ni necesitar dormir, ni querer hacerlo: iba a ser todo un ajuste, incluso para aquellos que, en la vejez, dormían poco y necesitaban sólo cuatro o cinco horas de sueño cada noche.