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—Es una forma extraña de ir por la vida.

—Habla usted como Daron. Cuando íbamos a cenar él y yo, se quedaba cortado cuando la pareja de la mesa de al lado iniciaba una discusión. Yo siempre intentaba pegar la oreja y enterarme de lo que decían, pensando: «Oh, esto es magnífico; es oro puro.»

—Hmpb —dije. Estaba mejorando a la hora de decir todos esos sonidos que no son palabras pero siguen teniendo significado.

—Y con estos nuevos oídos… ¡Dios, sí que son sensibles! Podré oír aún más. El pobre Daron lo odiaría.

—¿Quién es Daron?

—Oh, lo siento. Mi primer marido, Daron Bessarian, y el último cuyo apellido adopté: mi apellido de soltera era Cohen. Daron era un agradable muchacho armenio de mi instituto. Éramos una pareja curiosa. Discutíamos qué pueblo había sufrido el peor holocausto.

No supe qué contestar a eso, así que en cambio dije:

—Tal vez deberíamos entrar antes de que nos empapemos demasiado.

Ella asintió, y regresamos a la sala de fiestas. Draper (el abogado negro) estaba jugando al ajedrez con una de las mujeres; una segunda mujer (la de los falsos dieciséis años) estaba leyendo algo en un datapad; la tercera mujer, para mi asombro, estaba dando volteretas bajo la supervisión de un entrenador personal de Inmortex. Me pareció un absurdo increíble: la forma artificial de una descarga no necesitaba ejercicio. Pero luego caí en la cuenta de que debía de ser un lujo sentirse de pronto ágil y esbelta después de años atrapada en un cuerpo anciano y deteriorado.

—¿Quiere oír las noticias de las cinco? —le pregunté a Karen.

—Claro.

Recorrimos un pasillo y encontramos una sala en la que había reparado antes, donde había una pantalla mural.

—¿Le importa que ponga la CBC? —dije.

—En absoluto. La veo siempre desde Detroit. Es la única forma de averiguar qué pasa de verdad en mi país… o en el resto del mundo.

Le dije a la tele que se encendiera. Lo hizo. Yo había visto noticiarios en ese canal cientos de veces, pero aquél me pareció completamente diferente, porque lo veía a todo color. Me pregunté de dónde habían salido las conexiones en mi cerebro que me permitían percibir los colores que nunca había visto.

El presentador (un sij con turbante cuyo turno, lo sabía, duraba hasta las nueve de la mañana), estaba hablando mientras las imágenes aparecían detrás.

—«A pesar de otra protesta en Parliament Hill ayer por la tarde, parece casi seguro que Canadá seguirá adelante y legalizará los matrimonios múltiples a finales de este mes. El primer ministro Chen celebrará una conferencia de prensa esta mañana y…»

Karen sacudió la cabeza, y el movimiento llamó mi atención.

—¿No lo aprueba? —pregunté.

—No.

—¿Por qué no? —dije lo más amablemente que pude, tratando de impedir que mi tono fuera beligerante.

—No lo sé —respondió ella, con bastante amabilidad.

—¿Le molestan los matrimonios homosexuales? Ella pareció ligeramente molesta.

—No. No soy tan vieja.

—Lo siento.

—No, es una pregunta justa. Tenía cuarenta y tantos años cuando Canadá legalizó los matrimonios homosexuales. Vine a Toronto en el verano de… ¿Cuándo fue? ¿Dos mil tres? Vine para asistir a la boda de una pareja de lesbianas americanas que conocía, y que habían venido aquí para casarse.

—Pero en Estados Unidos no se permiten los matrimonios homosexuales… Recuerdo cuando se aprobó la enmienda constitucional que los prohibió.

Karen asintió.

—Estados Unidos no permite muchas cosas. Créame, muchos de nosotros nos sentimos incómodos con el continuo giro a la derecha.

—Pero está usted en contra de los matrimonios múltiples.

—Sí, supongo que sí. Pero no estoy segura de poder explicar por qué. Quiero decir, he visto a un montón de madres solteras hacerlo bien, incluida mi hermana, Dios la tenga en su gloria. Así que desde luego mi definición de familia no se limita a dos progenitores.

—¿Y los padres solteros? ¿Y los padres gay solteros?

—Sí, claro, está bien.

Asentí aliviado: la gente mayor puede ser tan conservadora.

—¿Entonces qué tienen de malo los matrimonios múltiples?

—Supongo que pienso que sólo puedes confiar en el grado de compromiso que constituye el matrimonio de una pareja. Todo lo que sea más amplio lo reduce.

—Oh, no sé. La mayoría de la gente tiene un suministro infinito de amor: pregúntele a cualquiera que proceda de una familia numerosa.

—Supongo —dijo ella—. ¿He de entender que está usted a favor de los matrimonios múltiples?

—Claro. Quiero decir, no tengo ningún interés personal, pero ésa no es la cuestión. He conocido a dos tríos durante años, y dos cuartetos. Todos están sinceramente enamorados: tienen relaciones estables y duraderas. ¿Por qué no deberían tener derecho a llamar matrimonio a lo que tienen?

—Porque no lo es. No lo es.

No quería empezar una discusión, así que no insistí. Al volverme hacia la tele, vi que presentaban un reportaje sobre la muerte del ex presidente americano Pat Buchanan, que había fallecido el día anterior a los ciento seis años.

—Buen viaje —dijo Karen, mirando la pantalla.

—¿Se alegra?

—¿Usted no?

—Oh, no sé. Desde luego no era amigo de Canadá pero, ya sabe, su mote de «Canadistán soviético» fue un grito de guerra para mi generación. «Hagamos realidad ese nombre» y todo eso. Creo que Canadá se volvió más izquierdista sólo para fastidiarlo.

—Entonces tal vez está a favor de los matrimonios múltiples porque será otra diferencia entre nuestros dos países —dijo Karen.

—En absoluto. Ya le he dicho por qué estoy a favor.

—Lo siento.

Ella miró la pantalla. El reportaje sobre la muerte de Buchanan se había terminado, pero al parecer ella seguía pensando en él.

—Me alegro de que haya muerto, porque lo veo como el final de una época. Después de todo, fueron los jueces que nombró para el Tribunal Supremo los que fallaron en contra de Roe contra Wade, y no puedo perdonarlo por eso. Pero era veinte años mayor que yo… sus valores procedían de otra generación. Y ahora ha muerto, y pienso que tal vez haya alguna esperanza de cambio. Pero…

—¿Sí?

—Pero yo no voy a morirme, ¿no? Sus amigos, esos que quieren que su relación sea reconocida como un matrimonio grupal, tendrán que enfrentarse a gente como yo, fija en sus ideas, estorbando siempre, en medio del camino al progreso. —Me miró—. Y es progreso, ¿no? Mis padres nunca entendieron el matrimonio homosexual. Sus padres nunca entendieron la integración racial.

La miré con otros ojos… figurativa y, por supuesto, literalmente.

—Es usted una filósofa de corazón.

—Tal vez. Todos los buenos escritores lo son, supongo.

—Pero supongo que tiene razón, hasta cierto punto, de todas formas. En la academia lo llaman el factor retira-o-expira.

—«¿Retira o expira?» —dijo Karen—. ¡Oh, me encanta! Y desde luego pasó algo similar en Georgia, donde crecí, en relación con los derechos civiles: no se daban grandes pasos para cambiar la mentalidad de la gente, nadie se da una palmada en la frente y dice: «¡Qué necio he sido todos estos años!» Más bien se logró el progreso porque los peores racistas, aquellos que recordaban los buenos viejos tiempos de la segregación e incluso la esclavitud, se murieron.

—Exactamente.

—Pero, ya sabe, las creencias de la gente sí que cambian con el tiempo. Se da el hecho largamente establecido de que nos volvemos más conservadores al ir envejeciendo… No es que me haya pasado a mí, gracias a Dios. Cuando descubrí cuáles eran las ideas políticas de Tom Selleck, me quedé de una pieza.