—¿Quién es Tom Selleck?
—Ay —dijo Karen. Al parecer no había aprendido a suspirar todavía—. Era un actor la mar de macizo: interpretaba Magnum P.I. Tenía carteles suyos en mi cuarto cuando era adolescente.
—Creía que los tenía de… ¿cómo se llamaba? El de Superman.
Karen sonrió.
—De él también.
Los dos habíamos estado ignorando la tele, pero empezaron los deportes.
—¡Oooh! —dijo Karen—. Han ganado los Yankees. ¡Magnífico!
—¿Le gusta el béisbol? —dije, sintiendo que mis cejas se alzaban esta vez: noté claramente un tirón cuando lo hicieron. Tendría que hacer que Porter lo anotara cada vez que lo lograse.
—¡Por supuesto!
—A mí también —dije—. Quise ser pitcher cuando era niño. No me tocaba serlo, pero…
—¿Era fan de los Blue Jays? —preguntó Karen. Sonreí.
—¿De quiénes si no?
—Recuerdo cuando ganaron dos campeonatos mundiales seguidos.
—¿De veras? Caramba.
—Sí. Daron y yo acabábamos de casarnos. Veíamos juntos los campeonatos todos los años. Grandes cuencos de palomitas, montones de refresco, toda la pesca.
—¿Cómo fue… esas dos veces que ganó Toronto? ¿Cómo reaccionó la gente?
Estaba saliendo el sol; la luz iluminó la habitación. Karen sonrió.
—Déjeme que se lo cuente…
11
Pasamos del avión espacial a la nave lunar, un arácnido metálico diseñado sólo para ser utilizado en el vacío. Yo tenía mi propio compartimento para dormir… parecido a uno de esos hoteles-ataúd de Tokyo. Cuando salí, disfruté de la ingravidez, aunque Quentin seguía parloteando sobre los lunabuses y otras cosas que le interesaban. Si al menos hubiera sido aficionado al béisbol…
—Ahora recuerden, amigos —dijo uno de los miembros del personal de Inmortex la tercera mañana de nuestro vuelo—, la base lunar en la que estamos a punto de aterrizar no es Alto Edén, sino unas instalaciones de descanso multinacionales pertenecientes al sector privado. No fueron construidas para turistas, ni para el lujo… así que no se sientan decepcionados. Les prometo que estarán encantados cuando lleguemos a Alto Edén.
Escuché, pensando que sería mejor que Alto Edén fuera bueno. Naturalmente, había hecho la visita virtual y había leído todos los folletos. Pero echaría de menos (demonios, las echaba de menos ya) a Clambead, y a Rebecca, y a mi madre, y…
Y, sí, incluso a mi padre. Lo había considerado una carga, pensaba que sería un alivio pasarle a mi otro yo la preocupación por él, pero me sentía muy triste ante las perspectiva de no volver a verlo de nuevo.
Las lágrimas flotan en gravedad cero. Es sorprendente.
Fui a ver al doctor Porter por el problema de los pensamientos que quería guardarme y no podía dejar de decir en voz alta.
—Ah, sí —dijo él, asintiendo—. Lo he visto antes. Puedo hacer algunos ajustes, pero es un problema difícil de la interacción mente-cuerpo.
—Tiene que arreglarlo. A menos que decida explícitamente hacer algo, no debería suceder por su cuenta.
—Ah —dijo Porter, uniendo las cejas con alegría—, pero no es así como trabajan los humanos… ni siquiera los biológicos. Ninguno de nosotros inicia conscientemente nuestras acciones.
Negué con la cabeza.
—He estudiado filosofía, doctor. No estoy preparado para renunciar a la idea del libre albedrío. Me niego a creer que vivimos en un universo determinista.
—Oh, bueno, no quería decir eso. Pongamos que entra en una habitación, ve a alguien conocido y decide tender la mano para saludarlo. Naturalmente, su mano no se dispara automáticamente; primero tiene que pasar algo en su cerebro, ¿de acuerdo? Y eso, el cambio eléctrico en el cerebro que precede a la acción voluntaria, se llama potencial de disposición. Bueno, en un cerebro biológico ese potencial comienza 550 milisegundos (poco más de la mitad de un segundo) antes de que su mano empiece a moverse. En realidad no importa cuál es el acto voluntario: el potencial de disposición sucede en el cerebro 550 milisegundos antes de que comience el acto motor. ¿Vale?
—Vale.
—¡Ah, pero no vale! Veamos, si le pregunta a alguien que le indique exactamente cuándo decidió hacer algo, dice que la idea se le ocurrió unos 350 milisegundos antes del comienzo del acto motor. Un tipo llamado Benjamin Libert lo demostró hace años.
—Pero… pero eso debe de ser un error de medida —dije yo—. Quiero decir, estamos hablando de milisegundos.
—No, en realidad no. La diferencia entre 550 milisegundos y 350 milisegundos es un quinto de segundo: es una cantidad de tiempo bastante significativa, y resulta bastante fácil de medir con precisión. Esta prueba básica se ha repetido una y otra vez desde los años ochenta del siglo XX, y los datos son sólidos como una roca.
—Pero eso no tiene sentido. Está usted diciendo…
—Estoy diciendo que lo que nuestra intuición nos dice de lo que debería ser la secuencia de acontecimientos y lo que la secuencia es en realidad, no casan. Intuitivamente, pensamos en cómo debe ser la secuencia: primero, decide estrecharle la mano a su viejo amigo Bob; segundo, su cerebro, en respuesta a esa decisión, empieza a enviar señales al brazo que quiere que estreche la mano, y tercero, su brazo empieza a levantarse para dar el apretón. ¿De acuerdo? Pero lo que sucede realmente es esto: primero, su cerebro empieza a enviar señales para estrechar la mano; segundo, usted decide conscientemente estrecharle la mano a su viejo amigo, y tercero, su brazo empieza a levantarse. El cerebro ha iniciado el camino de estrechar la mano antes de que usted haya tomado conscientemente ninguna decisión. Su cerebro consciente se apropia de la acción y se engaña pensando que la inició, pero en realidad es sólo un espectador que ve lo que su cuerpo está haciendo.
—Entonces me está diciendo que no existe el libre albedrío.
—No del todo. Nuestras mentes conscientes tienen libre albedrío para vetar la acción. ¿Ve? La acción empieza 550 milisegundos antes del primer movimiento físico. Doscientos milisegundos más tarde, la acción que ya se ha iniciado llama la atención de su yo consciente… y su yo consciente tiene 350 milisegundos para pisar el freno antes de que suceda nada. El cerebro consciente no inicia los llamados actos voluntarios, aunque sí puede intervenir y detenerlos.
—¿De verdad?
Porter asintió vigorosamente.
—Por supuesto. Todo el mundo ha experimentado esto, si se para a pensarlo: está acostado en la cama, muy tranquilo, y mira el reloj. Piensa para sí: debería levantarme, es hora de levantarme, tengo que trabajar. Puede que lo piense una docena de veces o más, y entonces, de repente, se está levantando: la acción ha empezado sin que usted sea realmente consciente de que por fin ha tomado la decisión de levantarse de la cama. Y eso es porque no ha tomado conscientemente la decisión; su inconsciente la ha tomado por usted. Eso, y no su yo consciente, ha concluido de una vez por todas que es hora de levantarse.
—Pero yo no tenía este problema cuando era biológico.
—No, eso es cierto. Y se debía a la lenta velocidad de las reacciones químicas. Pero su nuevo cuerpo y su nuevo cerebro operan con velocidades eléctricas, no químicas, y los mecanismos de veto a veces intervienen demasiado tarde para hacer lo que se supone que tienen que hacer. Pero, como decía, puedo hacer unos cuantos ajustes. Perdóneme, voy a tener que retirarle la piel de la cabeza y abrirle el cráneo…
Finalmente, llegó el momento de volver a mi hogar. Y cuando llegué a la casa de North York, no pude esperar a ver a mi querida setter.
—¡Clamhead! —llamé cuando pasaba la puerta—. ¡Eh, chica! ¡Estoy en casa!