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Clambead bajó corriendo las escaleras, pero se detuvo en seco cuando me vio. Yo esperaba que saltara y me lamiera la cara, pero eso no sucedió. De hecho, bajó las patas delanteras, aplanó las orejas, retrocedió y me ladró amenazadora.

—¡Clamhead, soy yo! Sólo soy yo.

La perra volvió a ladrar, y luego gruñó.

—¡Clammy, soy yo, en serio!

El gruñido se convirtió en un rugido. La puerta estaba todavía abierta y pensé en echar a correr. Pero no, maldición, no. Ésa era mi casa.

—Vamos, chica, sólo soy yo. Sólo soy Jake.

Clamhead saltó. Conseguí retroceder medio paso, pero ella apoyó las patas contra mi pecho y ladró con fuerza, una y otra vez.

—¡Clammy, Clammy! —dije—. ¡Sit, chica! ¡Sit!

No sabía que Clamhead hubiera mordido nunca a nadie, pero me mordió a mí. Llevaba una camisa de manga corta; cerró sus mandíbulas sobre mi antebrazo desnudo y tiró hacia atrás, desgarrando un trozo de plastipiel, revelando nervios de fibra óptica, músculos de cordón y un armazón de metal azul interno. Cayó sobre sus cuartos traseros y olisqueó el pedazo de plástico, luego se dio media vuelta y volvió a subir las escaleras, gimiendo.

Mi corazón no latía rápido… porque no tenía corazón. Mi respiración no era entrecortada… porque no respiraba. Los ojos no me ardían… porque no podía llorar. Me quedé allí de pie, dejando pasar el tiempo, sacudiendo lentamente la cabeza a derecha e izquierda, sintiéndome rechazado y solitario.

La nave lunar en forma de araña aterrizó junto a un grupito de cúpulas de espejo, cerca del cráter Aristarco. Después de tres días de gravedad cero, tener peso resultaba opresivo. Pero, en realidad, fue un tirón suave, sólo una sexta parte de lo normal en la Tierra.

El personal de Inmortex nos lo había advertido: la base lunar era sólo utilitaria, parecía el interior de un submarino. Por desgracia tuvimos que pasar tres días allí, sometidos a los procedimientos de descontaminación. Con cientos de puntos potenciales de partida de la Tierra y sólo un posible punto de llegada lunar, tenía sentido que las complicadas instalaciones descontaminadoras estuvieran allá arriba, no allí abajo.

Ésa había sido la primera base permanente establecida en la Luna. La habían construido los chinos, y muchas de las indicaciones estaban todavía en ese idioma, pero la administraba un consorcio internacional. Su nombre oficial era LS Uno (Asentamiento Lunar Uno), pero en honor a los inmigrantes que llegaban, alguien había puesto un gran cartel que decía «LS Island», un chiste que tardé unos momentos en pillar.*

Y, en efecto, yo era un inmigrante: ese mundo, esa esfera polvorienta y sin aire, iba a ser mi hogar para el resto de mi vida… por larga que fuera. Naturalmente, en la Luna las venas de mi cerebro estarían sometidas a menos tensión, así que tal vez durara más que si me hubiera quedado en la Tierra.

Tal vez. En cualquier caso, los médicos de Alto Edén sabrían qué hacer exactamente si tenía un… incidente. La directiva que yo había firmado por adelantado era un contrato, y los contratos debían ser cumplidos.

—Todos los pasajeros de Inmortex, por favor preséntense en descontaminación —dijo una voz por un intercomunicador.

Me encaminé pasillo abajo con un brinco que no noté en el paso.

12

Soy un Mindscan, una conciencia descargada, una persona transferida y, sin embargo, a pesar de tener menos indicadores externos de mi estado mental interno, sigo siendo muy corpóreo.

Durante siglos, los humanos han sostenido haber experimentado experiencias extracorporales. Pero ¿qué es la mente disociada del cuerpo? ¿Qué sería de una grabación de mis pautas cerebrales sin un cuerpo para darles forma?

Siempre he despreciado la idea de las experiencias extracorporales, la idea de que puedes ver tu propio cuerpo desde arriba. Después de todo, ¿con qué miras? Desde luego, no con los ojos, que son parte de tu cuerpo. ¿Podría sentir algo una entidad incorpórea? Los fotones tienen que ser detenidos para ser detectados; tienen que golpear algo… El fondo del ojo para ser vistos como luz, la piel para ser sentidos como calor. Un espíritu sin cuerpo no podría ver.

E incluso, si de algún modo detectara las cosas, nadie ha sostenido jamás haber tenido algo que no fuera una visión normal cuando estaba fuera de su cuerpo. Ven el mundo a su alrededor como siempre lo han hecho antes, sólo que desde un ángulo diferente. No ven infrarrojos; no ven ultravioletas. La visión sin ojos parece exactamente lo mismo que la visión con ojos. Y, sin embargo, si los ojos no son realmente necesarios para ver, ¿por qué arrancártelos (o cubrírtelos), siempre, sin falta, provoca una pérdida de visión? Y si es sólo coincidencia que las percepciones extracorporales se parezcan a lo que ven los ojos, ¿por qué las personas daltónicas, como yo, nunca hablan de un mundo de tonos previamente desconocidos para ellos cuando tienen experiencias extracorporales?

No, no puede existir visión sin cuerpo. «El ojo de la mente» es una metáfora, nada más. No se puede tener un intelecto incorpóreo… al menos, no humano. Nuestro cerebro es parte de nuestro cuerpo, no algo separado.

Y esa mónada que era yo (esa inseparable combinación de cerebro y cuerpo) se alegraba de estar en casa, aunque yo/nosotros tenía que admitir que todo era muy extraño. Todo parecía distinto ahora que veía los colores. No estaba del todo seguro sobre esos asuntos todavía, pero era indiscutible que cosas que yo creía que encajaban bien estaban chocando entre sí.

Más que eso, había cosas que no eran igual. Mi sillón favorito ya no resultaba tan cómodo; la alfombra casi no tenía ninguna textura bajo mis pies descalzos; el rico grano del pasamanos, incluso levemente levantado en algunas zonas, tan delicadamente tallado en otras, se había vuelto de un liso uniforme; la comodidad que sentía tumbado en el sofá ya no tenía su agradable contacto.

Y Clamhead seguía sin reconocerme, aunque, después de mucho olfatearla con recelo, había consentido en comer la comida que le servía. Pero cuando no comía, se pasaba las horas asomada a la ventana del salón, esperando a que su amo volviera a casa.

Al día siguiente, lunes, iría a ver a mi madre. Como de costumbre, era un deber que no anhelaba precisamente. Pero esa noche, una preciosa noche de domingo de otoño, iba a ser divertida: esa noche habría una pequeña fiesta en el ático de Rebecca Chong. Sería magnífico; me vendría bien animarme un poco.

Tomé el metro hasta casa de Rebecca. Aunque no era día laborable, seguía habiendo un montón de gente en el tren, y muchos me miraron abiertamente. Se supone que los canadienses son famosos por su amabilidad, pero esa tendencia parecía completamente ausente.

Aunque había un montón de asientos, decidí quedarme de pie durante el trayecto, de espaldas a todos, e hice como que consultaba un mapa del sistema de metro, que había crecido lenta pero firmemente desde que era niño. Una línea reciente llegaba hasta el aeropuerto y una extensión de otra hasta la Universidad de York.

Cuando el tren llegó a Eglinton, me bajé y busqué el pasillo que conducía a la entrada del edificio de Rebecca. Allí, me presenté al conserje que, hay que reconocérselo, ni pestañeó al verme mientras llamaba al apartamento de Rebecca para confirmar mi admisión.

Subí en el ascensor hasta la última planta y recorrí el estrecho pasillo hasta la puerta de Rebecca. Me quedé allí de pie unos instantes, haciendo acopio de valor, y luego llamé a la puerta con los nudillos. Poco después la puerta se abrió, y me encontré cara a cara con la hermosa Rebecca Chong.

—Hola, Becks —dije. Estaba a punto de inclinarme hacia delante para darle el beso en los labios habitual cuando ella retrocedió medio paso.

—Oh, Dios mío —dijo Rebecca—. Tú… Dios mío, lo has hecho de verdad. Dijiste que ibas a hacerlo, pero…