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—Rebecca se quedó allí, con la boca abierta. Por una vez, me alegré de que no hubiera ningún signo externo de mis sentimientos internos.

—¿Puedo pasar? —dije por fin.

—Oh, claro —respondió Rebecca. Entré en el apartamento: fabulosas vistas reales y virtuales llenaban las paredes.

—Hola a todos —dije, pasando de la entrada de mármol a la alfombra beréber.

Sabrina Bondarchuk, alta, delgada, con un cabello que yo ahora veía rubio, como suponía que había sido siempre, estaba de pie junto a la chimenea, con un vaso de vino blanco en la mano. Jadeó de sorpresa.

Yo sonreí… plenamente consciente de que la mía ya no era la sonrisa con el hoyuelo a la que ellos estaban acostumbrados. —Hola, Sabrina.

Sabrina siempre me abrazaba cuando me veía; sin embargo, no hizo ningún amago esta vez, y sin ninguna señal por su parte yo no iba a iniciarlo.

—Es… es sorprendente —dijo el calvo Rudy Ackerman, otro viejo amigo; recorrimos juntos el este de Canadá y Nueva Inglaterra el verano de nuestro primer año en la universidad. Lo que le sorprendía era mi nuevo cuerpo.

Intenté hablar en tono ligero.

—La tecnología punta del momento —dije—. Estoy seguro de que será un poco más parecido a la vida a medida que pase el tiempo.

—He de decir que es bastante curioso tal como está —contestó Rudy—. ¿Tienes… tienes superfuerza?

Rebecca todavía parecía horrorizada, pero Sabrina imitó un anuncio de televisión.

—Él es un descargado. Ella es una rabí vegetariana. Juntos, combaten el crimen.

Me eché a reír.

—No, tengo fuerza normal. La superfuerza es una opción extra. Pero ya me conoces: lo mío es el amor, no la guerra.

—Es tan… extraño —dijo Rebecca por fin.

La miré y le sonreí tan cálida (y humanamente) como pude.

—«Extraño», pero no hace daño —dije, pero ella no se rió del chiste.

—¿Cómo es? —preguntó Sabrina.

Si todavía hubiera sido biológico, naturalmente, habría inspirado como parte del gesto para ordenar mis pensamientos.

—Es diferente —contesté—. Todavía me estoy acostumbrando. Hay cosas que están muy bien. Ya no tengo dolores de cabeza… Al menos no los he tenido hasta ahora. Y ese maldito dolor en el tobillo izquierdo ha desaparecido. Pero…

—¿Qué? —preguntó Rudy.

—Bueno, me siento un poco bajo de forma, supongo. No recibo los mismos impulsos sensoriales que antes. Mi visión está bien y ya no soy daltónico, aunque sí que percibo levemente los píxeles que componen las imágenes. Pero no tengo sentido del olfato.

—Con Rudy cerca, no es mala cosa —dijo Sabrina.

Rudy le sacó la lengua.

Yo seguía intentando mirar a Rebecca a los ojos, pero cada vez que lo conseguía ella apartaba la mirada. Vivía para sus pequeñas caricias, su mano en mi antebrazo, una pierna apretada contra la mía cuando nos sentábamos en el sofá. Pero en toda la noche no me tocó ni una sola vez. Apenas me miró siquiera.

—Becks —dije por fin, cuando Rudy fue al cuarto de baño y Sabrina se servía otra bebida—. Sigo siendo yo.

—¿Qué? —dijo ella, como si no tuviera ni idea de lo que yo le estaba hablando.

—Soy yo.

—Sí. Claro.

En la vida cotidiana, uno apenas pronuncia nombres, ni el suyo propio ni el de los demás. «Soy yo», decimos cuando nos identificamos al teléfono. «Mira tú por dónde» cuando nos topamos con alguien. Así que a lo mejor me estaba poniendo paranoico. Pero al final de la velada no pude recordar que nadie, menos que nadie mi querida Rebecca, me hubiera llamado Jake.

Me fui a casa de mal humor. Clamhead me gruñó cuando entré por la puerta, y yo le devolví el gruñido.

—Hola, Hannah —dije a la asistenta cuando entré por la puerta de la casa de mi madre a la tarde siguiente.

Los ojillos de Hannah se abrieron de par en par, pero se recuperó rápidamente.

—Hola, señor Sullivan.

De repente, me encontré diciendo lo que nunca había dicho antes:

—Llámeme Jake.

Hannah pareció sobresaltarse, pero accedió.

—Hola, Jake.

Prácticamente la besé.

—¿Cómo está mi madre?

—Me temo que no muy bien. Tiene uno de sus momentos.

Mi madre y sus momentos. Asentí y subí las escaleras. Lo hice sin ningún esfuerzo, por supuesto. Eso sí que era un cambio agradable.

Me detuve para asomarme a la habitación que había sido mía, en parte para ver qué aspecto tenía con mi nueva visión, y en parte para ganar tiempo, para hacer acopio de valor. Las paredes que yo siempre había visto grises eran en realidad de un verde claro. Estaba descubriendo tanto, de tantas cosas. Continué pasillo abajo.

—Hola, mamá —dije—. ¿Cómo te encuentras?

Ella estaba en su habitación, cepillándose el pelo.

—¿Y a ti qué te importa?

Cómo añoré ser capaz de suspirar.

—Me importa. Mamá, sabes que me importa.

—¿Crees que no reconozco a un robot cuando lo veo?

—No soy un robot.

—No eres mi Jake. ¿Qué le ha pasado a Jake?

—Soy Jake.

—El original. ¿Qué le ha pasado al original?

Curioso. No había pensado en mi otro yo desde hacía días.

—Ahora debe de estar ya en la Luna —dije—. Sólo hay tres días de viaje, y se marchó el martes pasado. Debería salir hoy de la descontaminación lunar.

—La Luna —dijo mi madre, sacudiendo la cabeza—. La Luna, vaya.

—Tendríamos que salir ya —dije.

—¿Qué clase de hijo deja atrás a un padre postrado para irse a la Luna?

—No lo he dejado. Estoy aquí.

Ella me estaba mirando indirectamente: miraba al espejo de la cómoda y conversaba con mi reflejo en él.

—Es como lo que haces, lo que el tú real hace con Clamhead cuando estás fuera de la ciudad. Encargas a la maldita robococina que la alimente. Y ahora vienes aquí, una robococina ambulante y parlante, en lugar de tu yo real, para que cumpla con los deberes que tu yo real debería estar cumpliendo.

—Mamá, por favor…

Ella le sacudió la cabeza a mi reflejo.

—No tienes por qué volver aquí jamás.

—Por el amor de Dios, mamá, ¿no te alegras por mí? Ya no corro peligro… ¿No lo ves? Lo que le pasó a papá ya no puede pasarme a mí.

—No ha cambiado nada —dijo mi madre—. No ha cambiado nada para el tú real. Mi hijo sigue teniendo esa cosa en la cabeza, esa M AV. Mi hijo todavía corre peligro.

—Yo…

—Márchate.

—¿Y la visita a papá?

—Hannah me llevará.

—Pero…

—Márchate —dijo mi madre—. Y no vuelvas.

13

—Damas y caballeros —dijo una voz por el intercomunicador del lunabús—, como pueden ver en los monitores, estamos a punto de pasar a la cara oculta de la Luna. Así que, por favor, dediquen un momento a mirar por las ventanillas y disfrutar de su última visión de la Tierra, que no será visible desde su nuevo hogar.

Me di la vuelta y miré al planeta en forma de media luna, hermoso y azul. Era una imagen que conocía de toda la vida, pero cuando Karen y el resto de aquellos ancianos eran niños, nadie había visto jamás la Tierra así.

Karen estaba sentada junto a mí en ese momento; Quentin Ashburn, mi antiguo compañero de asiento del avión espacial, estaba charlando con el piloto del lunabús sobre su orgullo y placer compartido. Karen había nacido en 1960, y hasta diciembre de 1968 el Apolo VIII no se alejó lo suficiente de la Tierra para sacar una foto del conjunto. Naturalmente, yo no recordaba una fecha tan lejana como diciembre de 1968, pero todo el mundo sabe que el hombre llegó por primera vez a la Luna en 1969, y yo sabía que el Apolo VIII (el primer cohete tripulado que abandonó la órbita terrestre), había llegado hasta allí la Navidad del año anterior: mi profesor de la escuela dominical nos puso una vez una grabación chirriante de uno de aquellos astronautas leyendo el Génesis para conmemorar ese hecho.