¡Mueve el brazo!
Y, por fin, lo hice, girándolo a la altura del hombro, doblándolo por el codo, haciendo rotar la muñeca, curvando suavemente los dedos hasta colocar mi mano sobre la de ella.
Pude sentir calor en la palma y…
¿Electricidad? ¿No se llama así? El cosquilleo, la respuesta al contacto de (sí, maldición, sí) otro ser humano.
Karen me miró, sus cámaras (sus ojos, sus hermosos ojos verdes) concentrándose en los míos.
—Gracias —dijo.
Pude verme reflejado en sus lentes. Mis cejas se alzaron, uniéndose un poco, como siempre cuando lo hacían.
—¿Por qué?
—Por ver a mi verdadero yo.
Sonreí, pero entonces ella apartó la mirada.
—¿Qué?
Guardó silencio varios segundos.
—Yo… no hace tanto tiempo que soy viuda. Sólo dos años, pero Ryan… Ryan tenía Alzheimer. No podía… —Hizo una pausa—. Ha pasado mucho tiempo.
—Es como montar en bicicleta, supongo.
—¿Eso crees?
Sonreí.
—Estoy seguro.
Y Karen me sonrió con su sonrisa perfectamente simétrica. Tenía una lujosa suite de dos habitaciones. Nos dirigimos al dormitorio y…
Y no lo encontré nada sexy, maldición. Quería que fuese sexy, pero fue sólo plástico y teflón frotándose, chips de silicio y lubricantes sintéticos.
Por su parte, Karen parecía estar disfrutándolo. Yo conocía el viejo chiste de tomarse un helado de fresa cada día durante años y de repente no poder tomar ninguno más; uno quería de veras tomarse otro helado. Bueno, después de varios años, supongo que cualquier helado de fresa sabía bien…
Al cabo de un rato, Karen se corrió… si el término tenía alguna validez en aquel contexto. Cerró los párpados de plastipiel sobre sus ojos de cristal y emitió una serie de sonidos guturales cada vez más agudos mientras todo su cuerpo mecánico se volvía más rígido de lo que era normalmente.
Me sentí a punto de correrme mientras Karen lo hacía: siempre me había sentido más excitado, más sexy y sexual, cuando alguien tenía un orgasmo gracias a mí. Pero no subió, no remontó, no duró. Me retiré, con el miembro prostético aún rígido.
—Hola, desconocido —dijo Karen, amablemente, mirándome a los ojos.
—Hola —respondí. Y sonreí, dudando que fuera fácil distinguir una sonrisa forzada de una verdadera en aquellos rostros artificiales.
—Ha estado… —dijo ella, y su voz se apagó mientras buscaba una palabra—. Ha estado bien.
—¿De verdad?
Ella asintió.
—No solía correrme durante la relación. Tardaba… Humm, ya sabes. —Hizo un sonido contenido—. Debe de haber algunas mujeres trabajando en el equipo de diseños corporales de Inmortex.
Me alegré por ella. Pero también supe que el viejo dicho era cierto. El sexo no tenía lugar entre las piernas, sino entre las orejas.
—¿Y tú? —preguntó Karen—. ¿Cómo te encuentras?
—Es sólo… —Me callé—. Es, ah, voy a tardar algún tiempo en acostumbrarme.
Cerré los ojos y escuché la voz de Karen, la cual, tengo que admitirlo, sonaba cálida y viva y humana.
—No importa —dijo, apretando su cuerpo contra el mío—. Tenemos todo el tiempo del mundo.
15
Karen y yo charlamos durante horas. Me escuchaba con tanta atención y compasión que me encontré compartiendo cosas con ella que no había compartido con nadie. Incluso le conté la bronca que había tenido con mi padre y cómo se había desplomado justo delante de mis ojos.
Pero sólo se puede hablar durante un tiempo determinado antes de quedarte sin cosas que decir, al menos temporalmente, así que nos relajamos, tendidos en la cama de la suite de Karen en el Fairmont Royal York. Karen leía un libro (un volumen físico, encuadernado, real) mientras yo contemplaba el techo. Sin embargo, no estaba aburrido. Me gustaba mirar el techo, el espacio en blanco.
Karen probablemente había tenido una reacción diferente, al principio de su carrera, al contemplar un folio en blanco en su máquina de escribir, o como se llamaran aquellas cosas. Sospechaba que la blancura vacía era aterradora para un autor cuyo oficio es llenarla; pero para mí, la expansión sin rasgos del techo, en el dormitorio, sin que la interrumpiera siquiera una luz, ya que toda la iluminación procedía del suelo o de las lámparas de mesa, era relajante, libre de distracciones. Era perfecto, como dice el refrán, para oírme a mí mismo pensar.
No puedo acordarme…
¿Eh?
No puedo acordarme de eso tampoco. ¿Estás seguro?
¿Qué no podía recordar? Bueno, por supuesto, si hubiese podido recordarlo (fuera lo que fuese) entonces no me habría preocupado mi incapacidad para recordarlo…
No. No, no tengo ningún recuerdo de…
¿De qué? ¿De qué no tengo ningún recuerdo?
Bueno, si tú lo dices. Pero esto es muy extraño…
Sacudí la cabeza, tratando de despejarme. Aunque era un tópico, solía funcionar. Pero esta vez las ideas no se me aclararon.
Estoy seguro de que recordaría algo así…
No es que oyera una voz; no había ningún sonido, ningún timbre, ninguna cadencia. Sólo palabras, cosquilleando en la periferia de mi percepción, palabras articuladas pero sin pronunciar, idénticas a todo lo demás que había pensado siempre.
Excepto que…
No, tengo una memoria excelente. Datos triviales, hechos, cifras… Excepto que ésos no parecían mis pensamientos.
¿Quién dices que eres, por cierto?
Sacudí la cabeza más violentamente y mi visión pasó de las puertas de espejo del armario a mi izquierda a un reflejo más espectral de mí mismo a la derecha.
Bueno, vale. Me llamo Jake Sullivan.
Extraño. Muy extraño.
Karen me miró.
—¿Pasa algo, querido?
—No —dije automáticamente—. No, estoy bien.
El cráter Heaviside estaba situado a 10,4 grados de latitud sur, y 167,1 grados de longitud este, bastante cerca del centro del otro lado de la Luna. Eso significaba que la Tierra estaba justo debajo, separada de nosotros por tres mil quinientos kilómetros de roca, además de casi cien veces esa cantidad de espacio vacío.
Heaviside medía 165 kilómetros de diámetro. El habitat de Alto Edén sólo ocupaba quinientos metros, así que había espacio de sobra para crecer. Inmortex proyectaba que para el año 2060 habría un millón de personas descargándose al año, y todos los pellejos descartados tendrían que alojarse en otro sitio. Naturalmente, no se esperaba que los pellejos se quedaran mucho tiempo en Alto Edén: sólo un año o dos antes de morir. A pesar de que Inmortex sostenía que su proceso Mindscan copiaba estructuras con total fidelidad, la tecnología mejoraba continuamente y nadie quería transferirse antes de que fuera necesario.
Alto Edén consistía en un gran hogar de retiro de ayuda a los vivos, un hospital de cuidados paliativos y una colección de lujosos apartamentos para el puñado de nosotros que se había alojado allí pero no necesitaba ayuda las veinticuatro horas. No, no nos habíamos alojado. Nos habíamos mudado. Y no habría vuelta atrás.
En Alto Edén todas las salas y los pasillos tenían el techo muy alto: era demasiado fácil echar a volar por accidente. Incluso así, los techos estaban acolchados, sólo por seguridad: los apliques de luz estaban dentro del relleno. Y había plantas por todas partes: no sólo eran hermosas, sino que también ayudaban a limpiar el dióxido de carbono del aire.
Yo siempre había recelado de las corporaciones, pero hasta el momento Inmortex había sido fiel a su palabra. Mi apartamento era todo lo que podría haber pedido, y tal como lo habían mostrado en aquella presentación. Los muebles parecían de madera auténtica (pino natural, mi favorito), pero naturalmente no lo eran. Aunque el lema de la compañía era que podías tener cualquier lujo que pudieras pagarte, no había podido traerme mis viejos muebles de Toronto (tuve que dejarlos atrás, para mi… sustituto), y habría resultado escandalosamente caro traer muebles nuevos de la Tierra.