Así que, como me informó amablemente el ordenador de la casa en respuesta a mis preguntas, los muebles estaban hechos de algo llamado regolito (roca pulverizada y aireada, transformada en un material que parecía basalto poroso), recubierto con una capa plástica microfina impresa con una imagen de ultra-alta-resolución de pino nudoso. Un exterior que remedaba lo natural sobre un interior manufacturado. No era demasiado inquietante si no lo pensabas mucho.
Al principio, pensé que habían sido un poco rácanos en el tapizado de los muebles, pero después de sentarme, comprendí que no hace falta mucho tapizado para sentirte cómodo en la Luna. Mis ochenta y cinco kilos parecían ahora catorce; era tan liviano como un bebé de la Tierra.
Una pared era una ventana inteligente, y de primer orden además. No se podían distinguir los píxeles individuales, aunque le pegaras la cara. La imagen que mostraba era el lago Louise, cerca de Banff, Alberta, mucho antes de que el glaciar se derritiera e inundara casi toda la zona. Yo sospechaba que era una imagen generada por ordenador: no creo que nadie pudiera haber hecho entonces un escaneo de resolución tan alta para producir aquella imagen. Suaves olas recorrían la superficie del lago y el cielo azul se reflejaba en las aguas.
En conjunto, era un cruce entre una suite de hotel de cinco estrellas y un apartamento de lujo para ejecutivos; muy bien acondicionado, muy cómodo.
Nada de lo que quejarse.
Nada en absoluto.
Es un mito moderno que la mayor parte de la comunicación humana es no verbal, que se genera mucha más información con la expresión facial y el lenguaje corporal (e incluso algunos dirían que con las feromonas) que con las palabras. Pero como todo adolescente sabe, eso es ridículo: pueden pasarse horas hablando por un teléfono sólo-de-voz, oyendo nada más que las palabras que está diciendo la otra persona, e interactuar a la perfección. Y por eso, aunque mi nuevo cuerpo artificial era en cierto modo menos expresivo en formas no verbales, seguía sin tener ningún problema para hacer comprender incluso mis matices más sutiles.
O eso quería creer. Pero, a la mañana siguiente, todavía en la suite del hotel de Karen, mientras miraba de nuevo su rostro de plastipiel, las cámaras de sus ojos, sentí desesperación por saber qué estaba pensando. Y si no podía distinguir qué pasaba dentro de su cabeza, sin duda los demás no podrían saber qué pasaba dentro de la mía. Y por eso recurrí a la técnica que ha honrado el tiempo. Pregunté:
—¿Qué estás pensando?
Todavía estábamos acostados. Karen volvió la cabeza para mirarme.
—Estoy pensando que soy lo bastante mayor para ser tu madre.
Sentí algo que no pude cuantificar del todo… algo que no se parecía a ninguna otra cosa. Sin embargo, al cabo de un segundo, reconocí a qué se parecía: a mi estómago haciéndose un nudo. Al menos no había dicho que era lo bastante mayor para ser mi abuela… aunque eso era también técnicamente cierto.
—Estoy pensando —continuó— que tengo un hijo dos años mayor que tú.
Asentí lentamente.
—Es ridículo, ¿verdad?
—¿Una mujer de mi edad con un hombre de tu edad? La gente se escandalizaría. Dirían…
Le dije a mi caja de voz que se riera, y lo hizo… de manera bastante poco convincente, me pareció.
—Dirían que voy detrás de tu dinero.
—Pero eso es una locura, naturalmente. Tienes una fortuna propia… ¿no? Quiero decir, después de los gastos del procedimiento, todavía te queda mucho, ¿verdad?
—Oh, sí.
—¿De veras?
Le dije cuánto tenía en mis cuentas; le dije también cuántos bienes raíces tenía.
Ella volvió a girar la cabeza y me miró, sonriendo.
—No está mal para un joven como tú.
—No es mucho —dije—. No soy apestosamente rico.
—No —respondió ella, riendo—. Sólo un poco apestoso.
—A pesar de todo… —dije, y dejé la frase en suspenso.
—Lo sé —dijo Karen—. Esto es una locura. Casi te doblo en edad. ¿Qué podemos tener en común? Crecimos en países distintos. En milenios distintos.
Era tan cierto que no hacía falta ningún comentario.
—Pero —dijo Karen, apartando la mirada— supongo que la vida no trata de la parte del viaje que ya se ha hecho, sino del camino que queda por delante. —Hizo una pausa—. Además, puede que ahora tenga el doscientos por ciento de tu edad, pero dentro de mil años, sólo será menos del ciento cinco por ciento. Y los dos esperamos estar aquí dentro de mil años, ¿no?
Reflexioné sobre aquello antes de contestar.
—Sigo teniendo problemas para asimilar la idea de lo que significa realmente «inmortalidad». Pero supongo que tienes razón. Supongo que la diferencia de edad no es gran cosa cuando lo ves desde esa óptica.
—¿De verdad piensas eso?
Tardé un momento. Si quería salir de allí, ésa era la oportunidad perfecta, la excusa perfecta. Pero si no quería salir, necesitábamos dejar zanjado aquel tema, de una vez y para siempre.
—Sí —respondí—. Eso pienso.
Karen se giró hacia mí. Sonreía.
—Me sorprende que conozcas a Alanis Morissette. —¿A quién?
—Oh —dijo Karen, y pude ver que sus rasgos de plástico se distendían—. Era cantante, muy popular. —Imitó una voz ronca que yo nunca había oído antes—. «Sí, eso pienso» era un verso de una de sus canciones llamada Ironic.
—Ah.
Karen suspiró.
—Pero no la conoces. No conoces la mitad de las cosas que yo conozco… porque sólo has vivido la mitad que yo.
—Entonces enséñame.
—¿Qué?
—Enséñame la parte de tu vida que me he perdido. Ponme al día.
Ella apartó la mirada.
—No sabría por dónde empezar.
—Empieza por los momentos culminantes.
—Hay muchos.
Le acaricié suavemente el brazo.
—Inténtalo.
—Biennnn —dijo Karen, y su acento atenuó la palabra—. Salimos al espacio. Libramos una estúpida guerra en Vietnam. Expulsamos a un presidente corrupto. La Unión Soviética cayó. Nació la Unión Europea. Aparecieron los hornos microondas, los ordenadores personales, los teléfonos móviles, e internet. —Se encogió de hombros—. Esa es la versión del Reader's Digest.
—¿La qué? —Pero entonces sonreí—. No, sólo te estaba tomando el pelo. Mi madre se suscribió cuando yo era niño.
Pero noté que la broma la había molestado.
—No es la historia lo que nos separa: es la cultura. Crecimos leyendo revistas distintas, libros distintos. Vimos programas de televisión diferentes. Escuchamos música diferente.
—¿Y qué? —dije yo—. Todo está online. —Sonreí, recordando nuestra anterior discusión—. Incluso el material con copyright… y los propietarios reciben micropagas automáticamente cuando accedemos a él, ¿no? Así que podemos descargar tus libros favoritos y todo eso, y tú puedes presentármelos. Después de todo, tú misma dijiste que tenemos todo el tiempo del mundo.
Karen parecía intrigada.
—Sí, pero bueno, ¿por dónde empezaríamos?
—Me encantaría conocer qué programas de televisión veías de joven.
—No querrías ver un material viejo como ése. Bidimensional, de baja resolución… algunos incluso en blanco y negro.
—Claro que querría. Será divertido. —Indiqué la gigantesca pantalla de pared—. De hecho, ¿por qué no escoges algo ahora mismo? Empecemos.