Poco después vino a vernos una doctora. Era una mujer vietnamita de unos cincuenta años. Su placa la identificaba como doctora Thanh. Antes de que pudiera abrir la boca, mi madre dijo:
—¿Qué ocurre? ¿Qué le pasa?
La doctora fue infinitamente amable: siempre la recordaré. Cogió la mano de mi madre y la acompañó para que se sentara. Y entonces la mujer se agachó, para quedar al nivel de sus ojos.
—Señora Sullivan —dijo—. Lo siento mucho. No son buenas noticias.
Yo estaba de pie detrás de mi madre, con una mano apoyada en su hombro.
—¿Qué es? —preguntó mi madre—. ¿Una embolia? Por el amor de Dios, Cliff sólo tiene treinta y nueve años. Es demasiado joven para una embolia.
—Una embolia puede darse a cualquier edad —dijo la doctora Thanh—. Pero, aunque técnicamente esto ha sido una forma de embolia, no es lo que usted está pensando.
—¿Qué, entonces?
—Su esposo tiene una especie de lesión congénita que llamamos MAV: malformación arteriovenosa. Es una maraña de arterias y venas sin ningún capilar intermedio: normalmente, los capilares proporcionan resistencia, reduciendo el flujo sanguíneo. En casos como éste, las venas tienen paredes muy finas y tienden a reventar. Y, cuando lo hacen, la sangre se esparce como un torrente por el cerebro. En la forma de MAV que tiene su marido (se llama síndrome de Katerinsky) las venas pueden romperse en cascada, estallando como mangueras.
—Pero Cliff nunca mencionó…
—No, no. Probablemente no lo sabía. Una resonancia magnética lo habría revelado, pero la mayoría de la gente no se somete a resonancias por rutina hasta los cuarenta años.
—Maldición —dijo mi madre, que casi nunca maldecía—. ¡Habríamos pagado la prueba! Nosotros…
La doctora Thanh me miró y luego miró a mi madre a los ojos.
—Señora Sullivan, créame, no habría supuesto ninguna diferencia. El estado de su esposo es inoperable. La MAV en general sólo afecta a una de cada mil personas, y el síndrome de Katerinsky sólo a uno de cada mil de esos casos. La triste verdad es que la principal forma de diagnosis para el síndrome de Katerinsky es la autopsia. Su marido es uno de los afortunados.
Miré a mi padre, en la cama, con un tubo metido por la nariz, otro en el brazo, el pelo recogido en una redecilla, la boca abierta.
—¿Entonces va a ponerse bien? —dijo mi madre—. ¿Mejorará?
La doctora Thanh pareció verdaderamente apenada.
—No, me temo que no. Cuando las venas se rompieron, las partes adyacentes de su cerebro fueron destruidas por el chorro de sangre que entró en el tejido. Está…
—¿Está qué? —exigió saber mi madre, la voz llena de pánico—. No va a convertirse en un vegetal, ¿verdad? Oh, Dios, mi pobre Cliff. Oh, Jesús, Dios mío…
Miré a mi padre, e hice algo que no había hecho desde hacía cinco años. Empecé a llorar. Los ojos se me nublaron y la mente también. Mientras la doctora continuaba hablando con mi madre, oí las palabras «severo retraso», «afasia completa» y «hospitalizar».
No iba a volver. No se marchaba, pero no iba a regresar. Y mis últimas palabras que quedarían grabadas para siempre en su conciencia eran…
—Jake.
La doctora Thanh me llamaba por mi nombre. Me sequé los ojos. Ella se había puesto de pie y me estaba mirando.
—Jake, ¿qué edad tienes?
Soy lo bastante mayor, pensé. Soy lo bastante mayor para ser el hombre de la casa. Me encargaré de esto, cuidaré a mi madre.
—Diecisiete.
Ella asintió.
—Deberías hacerte una resonancia tú también, Jake.
—¿Qué? —dije, y mi corazón empezó de pronto a redoblar—. ¿Por qué?
La doctora Thanh alzó sus delicadas cejas y habló en voz muy muy baja.
—El síndrome de Katerinsky es hereditario.
Sentí que volvía a dejarme llevar por el pánico.
—¿Quiere… quiere decir que yo podría acabar como papá?
—Hazte esa resonancia —dijo ella—. No tienes por qué tener necesariamente el Katerinsky, pero podrías.
No lo soportaría, pensé. No podría soportar vivir como un vegetal. O tal vez hice más que pensarlo: la mujer me sonrió amable, sabiamente, como si me hubiera oído decir esas palabras en voz alta.
—No te preocupes.
—¿Que no me preocupe? —Sentía la boca seca—. Ha dicho que esta… esta enfermedad es incurable.
—Es cierto. El síndrome de Katerinsky implica defectos tan profundos en el cerebro que no pueden ser reparados quirúrgicamente… todavía. Pero sólo tienes diecisiete años y la ciencia médica va al galope. ¡Los progresos que hemos hecho desde que yo empecé a ejercer! ¿Quién sabe qué podrán hacer dentro de otros veinte o treinta años?
1
Había unas cien personas en el salón de baile del hotel Fairmont Royal York de Toronto, y a menos de la mitad le quedaba muy poco tiempo de vida.
Naturalmente, siendo ricos, aquellos que estaban cerca de la muerte se habían procurado los mejores tratamientos de estética: liftings faciales, reconstrucciones fisonómicas, incluso unos cuantos trasplantes de cara. Me resultaba inquietante ver rostros veinteañeros en cuerpos encorvados, pero al menos los trasplantes parecían mejor que la espectral tensión de quienes se hacen demasiados liftings.
Con todo, me recordé, eso no eran más que tratamientos cosméticos. Los falsos rostros juveniles correspondían a cuerpos viejos y decrépitos…, cuerpos completamente gastados. De los ancianos presentes, la mayoría estaba de pie, unos cuantos iban en silla de ruedas motorizada, algunos llevaban andador, y uno tenía las piernas metidas en armaduras de energía mientras que otro llevaba un exoesqueleto corporal completo.
Ser viejo ya no es lo que era, pensé, sacudiendo la cabeza. No es que yo fuera viejo: sólo tenía cuarenta y cuatro años. Tristemente, había agotado mis quince minutos de fama al principio, sin darme cuenta de ello. Fui el primer bebé nacido en Toronto el 1 de enero de 2001: el primer niño del nuevo milenio. Se formó un alboroto muchísimo mayor con la niña que nació justo después de la medianoche del 1 de enero de 2000, un año que no tenía ningún significado aparte de terminar en tres ceros. Pero no importaba: lo último que quería era ser un año más viejo, porque dentro de un año podría estar bien muerto. Recordé el viejo chiste una vez más.
—Me temo que tengo que darle una mala noticia —dice el médico—. No le queda mucho tiempo de vida.
El joven traga saliva.
—¿Cuánto me queda de vida?
El médico sacude tristemente la cabeza.
—Diez.
—¿Diez qué?¿Diez años?¿Diez meses?¿Diez…?
—Nueve… ocho…
Sacudí la cabeza para descartar el pensamiento y miré alrededor. El Fairmont Royal York era un hotel magnífico que databa de los primeros días de gloria del viaje en tren. Estaba disfrutando un revival ahora que los trenes de levitación magnética volaban siguiendo las viejas vías. El hotel estaba al otro lado de la calle de la Union Station, justo al norte de la orilla del lago de Toronto… y a unos buenos veinticinco kilómetros al este de donde todavía se alzaba la casa de mis padres. Colgaban arañas del techo del salón de baile y óleos originales adornaban las paredes tapizadas. Camareros de esmoquin ofrecían vasos de vino. Me acerqué a la barra y pedí un zumo de tomate bien cargado de Worcestershire; quería tener la cabeza despejada esa noche.
Cuando me retiré de la barra con mi bebida, me encontré de pie junto a una dama bastante mayor: rostro arrugado, pelo blanco. Entre tanta negación y falsedad como nos rodeaba, resultaba refrescante.