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—No. No, soy residente. Transferí mi conciencia también. El Malcolm Draper legal sigue practicando la abogacía en la Tierra. Hay muchas batallas que librar todavía, y muchas grandes mentes jóvenes que formar para ser juristas, pero me estaba cansando demasiado. Los médicos dijeron que probablemente me quedaban fácilmente otros veinte años, pero no me quedaban fuerzas para seguir trabajando tan duro. Así que me retiré aquí arriba… Ahora me dicen que puedo vivir otros treinta años en esta amable gravedad.

—Treinta años…

Me miró, pero fue demasiado amable para hacer la pregunta. Me pregunté cómo los abogados eran capaces de hacer cualquier pregunta pertinente, no importaba lo directa o personal que fuera, en el tribunal, pero se contenían como cualquiera de nosotros fuera de ella. Decidí que no había ningún motivo para no decírselo.

—A mí probablemente me queda poco tiempo.

—¿Un joven como tú? Vamos, señor Sullivan, está bajo juramento…

—Es la verdad. Tengo venas malformadas en el cerebro. Lo detectan, pero no pueden encontrar nada para repararlo. Podría morirme en cualquier momento, o peor todavía, acabar en estado vegetativo.

—Ah —dijo Draper—. Ah.

—Da igual. Al menos una versión de mí continuará viviendo.

—Exactamente —dijo Draper—. Igual que yo. Y estoy seguro de que los dos nos harán sentirnos orgullosos. —Hizo una pausa—. Bueno, ¿buscando compañía aquí?

Sorprendido por su franqueza, no dije nada.

—Te he visto con esa escritora… Karen Bessarian.

—Sí. ¿Y?

—Parece que le gustas.

—No es mi tipo.

—No es de tu edad, querrás decir.

No respondí.

—Bueno —dijo Malcolm—, aquí tienen unas putas magníficas.

—Lo sé. Leí el folleto.

—Yo solía escribir una columna sobre libertades civiles para Penthouse. Igual que Alan Dershowitz antes que yo.

—¿De veras?

—Claro. El eslogan era: «La revista del sexo, la política y el poder.»

—Y de las mujeres meando.

—Eso también —dijo Malcolm, sonriendo. Yo había echado alguna ojeada ocasional, cuando era adolescente, antes de que Penthouse y Playboy cayeran en bancarrota, incapaces de competir con las alternativas de la red—. ¿Qué pasa? —continuó Malcolm—. ¿No te gusta pagar por hacerlo?

—No lo he hecho nunca.

—Creía que esas cosas eran legales en Canadá.

—Lo son, pero…

—Además, míralo de esta manera. Tú no vas a pagar por eso. El que va a pagar las facturas es el Jake Sullivan que está en la Tierra. ¿Qué plan de mantenimiento sigues?

—Oro.

—Bien, entonces las furcias están incluidas.

—No sé…

—Confía en mí —dijo Malcolm, con aquel brillito en los ojos—, no podrás decir que has hecho el amor hasta que lo hayas practicado en un sexto de gravedad.

Ahora que tengo un cuerpo nuevo, no echo de menos sudar, ni estornudar, ni cansarme, ni tener hambre. No echo de menos los callos de mis pies, ni las quemaduras del sol, ni las narices goteantes, ni los dolores de cabeza. No echo de menos el dolor en mi tobillo izquierdo, ni la diarrea, ni la caspa, ni las agujetas, ni la necesidad tan fuerte de orinar que duele. Y no echo de menos tener que afeitarme o cortarme las uñas o ponerme desodorante. No echo de menos los padrastros, ni los pedos, ni las espinillas, ni la tortícolis.

Es bueno saber que nunca necesitaré puntos de sutura, ni angioplastia, ni una operación de hernia, ni cirugía láser para arreglar mi retina: el daño que Clamhead me hizo en el brazo se arregló en cuestión de minutos, como nuevo; del mismo modo, cualquier daño físico puede ser reparado, sin anestesia, sin cicatrices. Y, como dijeron en la presentación, es reconfortante no tener que preocuparte por la diabetes ni el cáncer ni el Alzheimer ni los ataques cardíacos ni la artritis reumática… ni del maldito síndrome de Katerinsky.

Además puedo leer durante horas. Sigo aburriéndome tan fácilmente como antes; el libro tiene que mantener mi interés. Pero ni siquiera tengo que dejar de leer porque se me canse la vista, no porque intentar distinguir las palabras con luz tenue me provoque dolor de cabeza. De hecho, no había leído tanto desde que era estudiante.

¿Hay cosas que echo de menos? Por supuesto. Todas mis comidas favoritas: jalapeños y palomitas y gelatina y pizza de cuatro quesos. Echo de menos cómo me sentía después de un buen bostezo, o la sensación reconfortante de echarme agua fría en la cara. Echo de menos tener cosquillas y el tacto de la seda y reírme tan fuerte que acabe por resultar doloroso.

Pero esas cosas no han desaparecido para siempre. Dentro de una década o así, existirá la tecnología para proporcionarme de nuevo todas esas sensaciones. Puedo esperar. Puedo esperar eternamente.

Y, sin embargo, a pesar de todo ese tiempo, algunas cosas parecían progresar de manera horriblemente rápida. Karen había dejado su suite en el Royal York y se había mudado a mi casa. Era provisional, por supuesto: sólo por conveniencia, ya que tenía que quedarse más tiempo en Toronto para que Porter hiciera comprobaciones y ajustes dos o tres veces por semana.

Yo seguía teniendo previsto vivir allí en North York por el momento. Por eso intentaba constantemente decidir qué hacer con la cocina. Parecía absurdo dedicarle tanto espacio a algo que yo, que nosotros no usaríamos nunca y, sinceramente, era un desagradable recordatorio de los placeres a los que habíamos renunciado. Naturalmente, tenía que tener cuartos de baño para los visitantes, pero un bar y una cafetera eran todo lo que necesitaba para atenderlos, y bueno, la cocina era enorme y tenía unas ventanas maravillosas que daban al patio. Era una habitación demasiado agradable para evitarla. Tal vez la convirtiera en sala de billar. Siempre había querido tener una.

Mientras reflexionaba sobre eso, Karen, como hacía a menudo, estaba sentada en un sillón, leyendo un datapad. Prefería los libros en papel, pero para ponerse al día en las noticias no le importaba usar un datapad y…

Y de repente la oí hacer el sonido que sustituía un jadeo.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

—Daron ha muerto.

No reconocí el nombre de inmediato.

—¿Quién?

—Daron Bessarian. Mi primer marido.

—Oh, Dios mío —dije—. Lo siento.

—No lo veía desde… Dios, han pasado treinta años. Desde la muerte de su madre. Ella fue siempre muy buena conmigo, y nos mantuvimos en contacto, incluso después de que Daron y yo nos divorciáramos. Asistí a su funeral. —Karen hizo una pausa, y luego dijo con decisión—. Y quiero ir al funeral de Daron.

—¿Cuándo es?

Ella examinó el datapad.

—Pasado mañana. En Atlanta.

—¿Quieres… quieres que vaya contigo?

Karen se lo pensó.

—Sí. Si no te importa.

Lo cierto es que yo odiaba los funerales, pero nunca había estado en uno de alguien a quien no conocía; tal vez eso no fuese tan malo.

—Humm, claro. Claro, me… —Encantará no parecía la forma adecuada de terminar la frase, y por una vez detuve mi primer pensamiento antes de expresarlo en palabras—. Me apunto.

Karen asintió con decisión.

—Hecho, entonces.

Tenía que hacer algo con Clamhead. Necesitaba compañía humana y al parecer no importaba lo mucho que lo intentara, no iba a aceptarme (ni tampoco a Karen) como a tal. Además, Karen y yo nos marchábamos a Georgia, y habíamos decidido quedarnos en su casa de Detroit a la vuelta. No era justo para Clammy dejarla allí sola con una robococina durante mucho tiempo.

Y, bueno, maldición, pero soy idiota. No puedo marcharme sin más. No puedo resistir intentarlo una vez más, sondear de nuevo las aguas.

Y por eso llamé a Rebecca Chong.

Pensé que si tal vez sólo seleccionaba el audio en el teléfono las cosas podrían ir a mejor. Ella oiría mi voz, oiría su calor, su afecto… pero no vería mi rostro de plástico.