Sabía que era yo quien llamaba, por supuesto: el teléfono se lo diría. Y así, el mero hecho de que respondiera…
—Hola —dijo su voz, formal y envarada.
Yo tenía esa sensación puramente mental que solía acompañarme en mis momentos de depresión.
—Hola, Becks —dije, tratando de parecer alegre y jovial.
—Hola —repitió ella, todavía sin emplear mi nombre. Estaba justo allí delante de ella, una cadena de píxeles en su unidad de llamada, una identificación electrónica, pero ella no quería emplearlo.
—Becks, se trata de Clamhead. ¿Puedes… estarías dispuesta a cuidar de ella durante una temporada? Yo… Ella…
Rebecca era inteligente; era uno de los motivos por los que la amaba.
—No te reconoce, ¿verdad?
Guardé silencio más tiempo de lo que es de esperar en las conversaciones telefónicas.
—No. No, no me reconoce. —Hice una nueva pausa—. Sé que siempre has querido a Clamhead. ¿Permiten animales en tu edificio?
—Sí —respondió ella—. Y sí, me gustará cuidar de Clamhead.
—Gracias.
Tal vez toda esta charla sobre la perra la había impulsado a lanzarme un hueso.
—¿Para qué están los amigos?
Yo estaba sentado en el salón de mi apartamento lunar, leyendo las noticias en mi datapad. Naturalmente, la selección de artículos mostrados se basaba en mis palabras clave y…
Jesús.
Jesucristo.
¿Podía ser cierto?
Abrí el artículo y lo leí… y luego volví a leerlo.
Chandragupta. Era un nombre que no había escuchado antes; no podía ser su área, o si no…
Hipervínculos; su biografía. No, no, es auténtico. Y por eso…
Tenía el corazón desbocado y se me nubló la vista.
Oh, Dios mío. Oh, Dios mío.
Tal vez debiera enviarle un e-mail, pero…
Pero, maldición, no podía. Allí se nos permitía seguir las noticias de la Tierra (nunca hubiese ido si no hubiera podido seguir a los Blue Jays), pero no se nos permitía ningún tipo de comunicación con la gente de la Tierra.
Cristo, ¿por qué no podía haber sucedido eso hacía unas cuantas semanas, antes de gastarme todo mi dinero en el proceso Mindscan y marcharme a la Luna? ¡Qué desperdicio!
Pero eso era irrelevante. Era sólo dinero. Aquello era mucho más importante.
Era una enormidad.
Eso lo cambiaba todo.
Releí la noticia para asegurarme de que no estaba confundido. Y no lo estaba. Era real.
Estaba emocionado y excitado y eufórico. Salí de mi apartamento y llegué prácticamente dando botes a las oficinas de Inmortex.
El administrador jefe de Alto Edén era un hombre llamado Brian Hades: alto, cincuentón, ojos claros, pelo gris plateado recogido en una coleta, barba blanca. Lo habíamos conocido a nuestra llegada; me había parecido que tenía un nombre cojonudo y, aunque su tono nunca se desviaba de su habitual elegancia tipo el-cliente-siempre-tiene-la-razón, su mandíbula barbuda se había cerrado de un modo que sugería que yo no era el primero en hacer el chiste. De todas formas, allí no había mucha burocracia: entré por la puerta de su despacho y le dije hola.
—Señor Sullivan —respondió él de inmediato, levantándose de detrás de su escritorio en forma de riñón: todavía no éramos tantos pellejos como para que no pudiera llevar la cuenta—. ¿Qué puedo hacer por usted?
—Tengo que regresar a la Tierra.
Hades alzó las cejas.
—No podemos permitir eso. Conoce usted las reglas.
—No lo entiende. Han encontrado una cura para mi problema.
—¿Qué problema es ése?
—El síndrome de Katerinsky. Una especie de malformación arteriovenosa del cerebro. Por eso estoy aquí. Pero hay una nueva técnica que puede curarlo.
—¿De verdad? —dijo Hades—. Es una noticia maravillosa. ¿Cuál es la cura?
Me conocía el vocabulario de memoria: había vivido con él toda la vida.
—Usando nanotecnología, introducen endovascularmente partículas en la MAV para despejar el nidus: eso elimina por completo la MAV. Como las partículas usan nanofibras basadas en carbono, el cuerpo no las rechaza, ni siquiera repara en ellas.
—Y eso significa… ¿qué? ¿Que viviría un lapso de vida normal?
—¡Sí! ¡Sí! Así que, verá…
—Eso es magnífico. ¿Dónde llevan a cabo el procedimiento?
—En el John Hopkins.
—Ah. Bien, no puede usted ir allí, pero…
—¿Cómo que no puedo? ¡Estamos hablando de salvar mi vida! Sé que tienen ustedes normas, pero…
Hades alzó una mano.
—Y no pueden quebrantarse. Pero no se preocupe. Contactaremos con ellos de su parte, y haremos que venga uno de sus médicos. Tiene beneficios médicos ilimitados, aunque…
Sé lo que estaba pensando. Que mi contable (el bueno de Larry Hancock) se fijaría en los… ¿qué? ¿Millones? Los millones que esto costaría. Pero Hades no me entendía.
—No, no, no lo comprende. Todo es diferente ahora. El estado físico bajo el que accedí a quedarme aquí ya no es pertinente.
La voz de Hades fue infinitamente solícita.
—Señor, lo siento. Puede tener por seguro de que nos encargaremos de que reciba esa cura… e inmediatamente, ya que comprendemos lo precario que es su estado de salud actual. Pero no puede marcharse de aquí.
—Tienen que dejarme ir —dije, mis palabras cargadas de tensión.
—No podemos. No tiene hogar ahí fuera, ni dinero, ni identidad. Nada. Éste es el único sitio para usted.
—No, no comprende…
—Oh, sí que lo comprendo. Mire… ¿qué edad tiene?
—Cuarenta y cuatro años.
—¡Piense en lo afortunado que es! Yo tengo cincuenta y dos, y tendré que trabajar durante muchos años, pero usted ha logrado jubilarse una década o dos antes que la mayoría de la gente, y está disfrutando de un entorno de lujo absoluto.
—Pero…
—¿No es cierto? ¿Le falta algo aquí? Sabe que nos enorgullecemos de nuestro servicio. Si hay algo que no esté a la altura de lo que esperaba, sólo tiene que pedirlo. Lo sabe.
—No, no… Todo es muy agradable, pero…
—Bien, pues entonces, señor Sullivan, no hay nada de lo que preocuparse. Podrá tener aquí todo lo que puede tener en el exterior.
—Todo no.
—Dígame qué es lo que quiere. Haré todo lo que esté en mi mano para asegurarme de que su estancia aquí sea feliz.
—Quiero irme a casa.
Sonó demasiado quejumbroso, como en mis primeros días en el campamento de verano, hacía tantos años. Pero era lo que quería en aquel momento, más que ninguna otra cosa del mundo. Quería irme a casa.
—Lo siento enormemente, señor Sullivan —dijo Hades, sacudiendo lentamente la cabeza de un lado a otro, y la coleta se agitó mientras lo hacía—. De ninguna manera puedo permitirlo.
17
Hay que pasar por la aduana estadounidense en el aeropuerto Pearson de Toronto antes de poder subir al avión con destino a Estados Unidos. Yo temía que fuera a resultarnos difícil, pero los datos biométricos de nuestros nuevos cuerpos encajaron con los de los antiguos sin ninguna dificultad. Pensaba que Karen tendría problemas porque su rostro actual era mucho más joven que el que aparecía en la foto de su pasaporte, pero el software de reconocimiento facial que usaban debió de basarse en la estructura ósea o algo por el estilo, porque reconoció que la persona de la foto era en efecto ella.
Yo no volaba desde que era adolescente. Mis médicos me habían instado a no hacerlo porque los cambios de presión que acompañaban al vuelo podían disparar mi síndrome de Katerinsky. Naturalmente ya no sentía ningún cambio de presión. Me pregunté si la comida de las líneas aéreas habría mejorado con los años, pero no tenía modo de averiguarlo.