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—Te equivocas —dijo—. Tenemos derecho a…

—No tenemos derecho a nada. Podemos esperar todo lo que queramos, pero no podemos exigir.

—Sí que podemos. Si…

—Eso no son más que deseos.

—No, no es así, maldición. —Se cruzó de brazos—. Tenemos derecho, y tenemos que hacer que los demás lo vean de esa forma.

—Estás soñando.

Y ahora su voz sí que se distorsionó, y las palabras sonaron cargadas.

—No estoy soñando. Tenemos que ser firmes en esto. Yo también estaba cabreándome de veras.

—Yo no… —Me interrumpí. Sentía una enorme ansiedad, como siempre cuando me metía en una discusión. Aparté la mirada—. Vale.

—¿Qué? —dijo Karen.

—Tienes razón. Lo reconozco. Tú ganas.

—No puedes plegarte así.

—No merece la pena pelear por eso.

—Claro que sí.

Yo todavía me sentía ansioso; de hecho, lo mío parecía más bien pánico.

—No quiero discutir.

—Las parejas discuten, Jake. Es sano. Es como llegarnos al fondo de las cosas. No podemos dejar el asunto sin resolver.

Experimenté una sensación que debió de ser el equivalente mental a un corazón redoblando.

—Discutir nunca resuelve nada —dije, incapaz de mirarla.

—Maldita sea, Jake. Tenemos que poder estar en desacuerdo sin… Oh. —Se calló—. Oh, ya veo. Entiendo.

—¿Qué?

—Jake, no soy frágil. No voy a desplomarme delante de ti.

—¿Qué? Oh…

Mi padre. Jesús, sí que era lista; yo mismo no lo había visto. Me volví hacia ella.

—Tienes razón. Dios, no tenía ni idea. —Hice una pausa y luego dije en voz alta—: ¡Maldita sea, Karen, no estás diciendo más que chorradas!

Ella sonrió de oreja a oreja.

—¡Así me gusta! ¡Y, no, eres tú quien dice chorradas! Y por eso…

19

Me sentía tan fastidiado por tener que estar atrapado en la Luna que resultó sorprendente conocer a otra persona de mi edad que estuviera entusiasmada por ello. Pero el doctor Pandit Chandragupta era exactamente eso.

—Gracias —no paraba de decir una y otra vez, en el despacho de Brian Hades—. Gracias, gracias. Siempre he deseado salir al espacio… ¡Qué emoción!

Yo estaba sentado en una silla. Brian Hades ocupaba la suya, más grande, al otro lado del escritorio en forma de riñón. Por su parte, Chandragupta estaba de pie junto a la ventana redonda, contemplando el paisaje lunar.

—Me alegro de que haya podido venir, doctor —dije.

Se volvió hacia mí. Tenía un rostro delgado y cincelado, de piel oscura, pelo oscuro, ojos oscuros y barba oscura.

—¡Oh, y yo también! ¡Yo también!

—Sí —dije, y naturalmente me abstuve de añadir que creía que había quedado claro.

—¡Y usted debe estar contento también! —dijo Chandragupta—. Su enfermedad es bastante rara, pero ya he llevado a cabo este proceso dos veces y ha sido un completo éxito.

—¿Hay algo especial que debamos hacer después con el señor Sullivan? —preguntó Hades.

Enviarme a casa, pensé.

Chandragupta negó con la cabeza.

—En realidad no. Naturalmente, se trata de cirugía cerebral, aunque sin cortes. Hay que tener cuidado: el cerebro es la más delicada de las creaciones.

—Entiendo —dijo Hades.

Chandragupta contempló de nuevo la superficie lunar.

—¿Qué fue lo que dijo Aldrin? —preguntó…, fuera quien fuese Aldrin—. «Magnífica desolación.» —Sacudió la cabeza—. Exactamente eso. Exactamente.

Dio despacio la espalda a la ventana y su voz sonó triste.

—Pero supongo que debemos ponernos a trabajar, ¿no? La cura requerirá muchas horas. ¿Quiere venir conmigo al quirófano?

La cura. Sentí que mi corazón latía con fuerza.

Karen estaba en su despacho respondiendo los e-mails de sus fans: recibía docenas de mensajes cada día de gente que amaba sus libros, y aunque tenía un programita que componía una breve respuesta a cada mensaje, siempre las repasaba y a menudo las modificaba personalmente.

Yo estaba en el salón, viendo un partido de béisbol en la pantalla mural de Karen: los Blue Jays en el Yankee Stadium. Pero cuando el partido terminó (los Jays tendrían de verdad que hacer algo con sus bases) apagué la pantalla y me encontré mirando la nada, y…

¿Qué quiere decir con que no me puedo ir a casa?

La voz carecía de sonido, pero era perfectamente clara.

Me dijeron después de las pruebas iniciales que podría irme a casa.

—¿Jake? —Pronuncié mi nombre en voz alta de un modo que no creo haber hecho antes.

¿Quién es?

—¿Jake? —repetí.

¿Sí?¿Quién es?

La respuesta fue inmediata: no hubo lapso temporal. —¿Estás en la Luna?

¿La Luna? No, por supuesto que no. Allí está el original biológico.

—¿Entonces dónde estás tú? ¿Quién eres?

Yo…

Pero entonces Karen entró en la habitación y la extraña voz-que-no-era-una-voz desapareció.

—Oh, querido, tienes que oír esto —dijo, enseñándome un e-mail impreso—. Es de una niña de ocho años de Venezuela. Dice…

Me desperté en la sala de recuperación de Alto Edén, con unas fuertes luces fluorescentes enfocándome los ojos… Al menos no las veía desde arriba…

Me dolía la cabeza horriblemente y necesitaba orinar, pero estaba decididamente vivo. Pensé brevemente en mi otro yo, allá en la Tierra, en el mundo real… A él posiblemente nunca le dolería la cabeza, y desde luego nunca tendría que orinar.

Vi al doctor Chandragupta y una médica que se llamaba Ng al otro lado de la sala, charlando. Chandragupta parecía estar contando un chiste; no entendí las palabras, pero Ng tenía la típica expresión de es-pero-que-sea-bueno que tiene quien está soportando una narración demasiado larga antes del golpe de gracia. Supuse que eso era un signo positivo: un cirujano que hubiera acabado una operación sin éxito no tendría ganas de broma. Esperé a que Chandragupta terminara. La gracia al parecer fue suficiente: Ng se rió con ganas, le dio un golpecito a Chandragupta en el antebrazo y declaró:

—¡Es malísimo!

Chandragupta sonrió de oreja a oreja, aparentemente encantado con su propio sentido del humor. Traté de hablar, pero tenía la garganta demasiado seca: no pude decir nada. Tragué saliva que pareció papel de lija y lo intenté de nuevo.

—Yo…

Ng miró primero hacia mí y luego Chandragupta hizo otro tanto. Cruzaron la habitación, se inclinaron sobre mí.

—Bueno, hola —dijo Chandragupta, sonriendo, sus ojos oscuros encogiéndose al hacerlo—. ¿Cómo se encuentra?

—Tengo sed.

—Naturalmente.

Chandragupta buscó un grifo, pero era el hospital de Ng: ella sí sabía dónde estaba. Me trajo rápidamente un vaso de papel lleno de agua fría. Me obligué a levantar la cabeza de la almohada; no me pesaba mucho, pero sentía como si me estuvieran dando martillazos en las sienes. Tomé un sorbo, luego otro.

—Gracias —le dije, y luego miré a Chandragupta—. ¿Bien?

—Sí. ¿Y usted?

—No, no. Quiero decir, ¿cómo ha salido?

—Muy bien, casi todo. Hubo un pequeño problema… El nidus estaba muy retorcido; aislarlo fue difícil. Pero al final… éxito.

Me sentí aliviado.

—¿Entonces estoy curado?

—Oh, sí, desde luego.

—¿No hay ninguna posibilidad de una cascada de venas rotas?

Él sonrió.

—No más de la que tiene cualquiera, así que… cuidado con el colesterol.

Sentí no sólo la liviandad de la gravedad lunar: me sentí flotar ingrávido.