—Lo haré.
—Bien. Su doble…
Se detuvo. Había estado a punto de decir que mi doble no tendría que preocuparse por esas cosas, pero yo sí.
—¡Código Azul! ¡Emergencia! —tronó una voz femenina por el altavoz mural.
—¿Qué dem…? —dije yo. Ng ya había echado a correr.
El doctor Chandragupta prácticamente se dio de cabeza contra el techo cuando saltó hacia la puerta.
—Doctor, ¿qué pasa? —le llamé—. ¿Qué está pasando?
—¡Código Azul! ¡Emergencia!
—¡Doctor!
Yo creía que una escritora de éxito se pasaría todo el día dictando a su ordenador. En cambio, Karen parecía pasar casi la mayor parte de su tiempo al teléfono, hablando con su agente literario en Nueva York, su agente cinematográfico en Hollywood, su editora americana, también en Nueva York, y su editor británico en Londres.
Hablaron de muchas cosas: Karen los informó a todos de su nuevo estatus como Mindscan. No pude evitar oír parte de las conversaciones; no es que quisiera ser chismoso, pero los nuevos oídos eran tan condenadamente buenos… Todos aquellos con quienes habló parecían entusiasmados, no sólo porque Karen estaba pensando en escribir una nueva novela (no se había sentido tan llena de energía desde hacía años, dijo), sino porque todos parecían pensar que habría una publicidad enorme si lo hacía: Karen era la primera novelista que transfería su conciencia.
Deambulé por la casa, que era enorme. Karen me la había mostrado el primer día, pero había demasiadas cosas que asimilar. Con todo me dijo que husmeara cuanto quisiera, y eso hice, y me puse a contemplar los cuadros de las paredes (todos originales, por supuesto), y los miles de libros impresos, y sus muebles de premios… sí, en plural. Trofeos, certificados, medallas, una cosa de aspecto grande y fálico llamada Hugo, otra cosa llamada Newbery, docenas más, y…
… no estoy seguro de que esto sea…
Me detuve en seco y me esforcé por escuchar.
… podría ser un error…
Había un leve zumbido producido por el aire acondicionado de la casa, e incluso un ruidito más leve de algún que otro mecanismo dentro de mi cuerpo, pero de todas formas, justo en el umbral de la percepción, también había palabras.
… si ve lo que quiero decir…
—¿Hola? —dije, sintiéndome raro por hablar en voz alta cuando no había nadie cerca—. ¿Hola?
¿Qué dem… ? ¿Quién es?
—Soy yo. Jake Sullivan.
Yo soy Jake Sullivan.
—Aparentemente. Y no eres el biológico original, ¿verdad?
¿Qué? No, no. El está en la Luna.
—Pero se supone que sólo hay uno de nosotros… Una descarga.
Eso es. ¿Entonces quién demonios eres?
—Humm, soy la copia legal.
¿Sí? ¿Cómo sabes que no lo soy yo?
—Bueno, ¿dónde estás tú?
En Toronto… creo. Al menos, no recuerdo haber ido a ninguna parte.
—¿Pero dónde estás exactamente?
Bueno, supongo que en las instalaciones de Inmortex. Pero nunca he visto esta sala antes.
—¿Qué aspecto tiene?
Paredes azules… Eh, por cierto, ya no soy daltónico. ¿Y tú?
—Tampoco.
Sorprendente, ¿verdad?
—¿Qué más hay en esa sala?
Una mesa. Una cama, es como una consulta del médico. Un diagrama de un cerebro en una pared.
—¿Alguna ventana? ¿Puedes ver el exterior?
No. Sólo una puerta.
—¿Puedes ir y venir a donde quieras?
Yo… no lo sé.
—Bueno, ¿dónde has pasado esta última noche?
No lo recuerdo. Aquí, supongo…
—¿Dónde estás instalado? ¿En un cuerpo sintético?
Sí., exactamente en el que ordené.
—Yo también. ¿Hay alguien más cerca? ¿Algún otro Mindscan?
No que yo pueda ver. ¿Y tú? ¿Dónde estás tú?
—En Detroit.
¿Qué demonios estás haciendo allí?
—No importa. —Es curioso: no sé por qué no quise abundar en el tema… sobre todo conmigo mismo—. Pero he estado en nuestra casa en Toronto.
¿Entonces tú eres la instalación original y reconocida, pues?
—Sí.
Y yo soy una… una especie de copia pirata…
—Eso parece.
Pero ¿por qué?
—No tengo ni idea. Pero esto no está bien. Se suponía que sólo iba a haber una instalación.
¿Qué… qué harías conmigo, si me encontraras?
—¿Perdona?
Quieres desconectarme, ¿verdad? Soy una afrenta a tu sentido del yo.
—Humm, bueno…
No estoy seguro de querer ayudarte. Quiero decir, no me gusta estar aquí atrapado, pero es mejor que la alternativa que propondrías.
—Mira, sea lo que sea que esté haciendo Inmortex, hay que impedirlo.
Yo… tal vez… si tú…
—Te estoy perdiendo. Estás alejándote…
Viene alguien. Yo…
Y se fue. Esperé que tuviera el buen juicio de no decir adiós con la mano… por muy electrónica e impulsada por baterías que fuera.
La muerte de Karen Bessarian fue una sorpresa para todos los que estábamos en la Luna. Quiero decir, yo sabía intelectualmente que todos esos pellejos descartados iban a morir pronto, pero el hecho de que uno de ellos expirara provocó una conmoción en toda la comunidad.
Me caía bien Karen, y me gustaban sus libros. La mayoría de los que estábamos en la Luna no habíamos forjado lazos todavía: no nos conocíamos desde hacía lo suficiente. Pero Karen sin duda había causado impacto en un montón de vidas, aunque no podía decir cuántas lágrimas fueron por ella y cuántas más egoístas, porque había demostrado la mortalidad de esa gente. Me sentí doblemente angustiado, porque la muerte de Karen se produjo inmediatamente después de mi propia cura. No soy dado a pensamientos espirituales, pero fue casi como si hubiera actuado algún tipo de fuerza para conservar la vida en acción.
Me alegró ver que se celebraba un servicio religioso por Karen. Sabía que Inmortex no notificaría su muerte a nadie en la Tierra, pero la compañía era consciente de la necesidad de dejar las cosas descansar, literal y figuradamente.
La religión no tenía demasiada relevancia en el cielo gatuno de Heaviside. Supongo que no era sorprendente: no era probable que la gente que creía en la otra vida transfiriera su conciencia. A pesar de todo, un hombrecito muy simpático llamado Gabriel Smythe, que tenía el pelo platino, la tez florida y un cultivado acento británico, celebró un precioso servicio seglar. La mayoría de los ancianos asistieron: en conjunto, seríamos unos veinte. Me senté junto a Malcolm Draper.
La ceremonia tuvo lugar en un pequeño salón con una docena de mesas redondas, cada una de ellas lo bastante grande para cuatro personas. Se usaba para juegos de mesa, pequeñas conferencias y esas cosas. No había ningún ataúd, sino una sucesión de imágenes de Karen, y su sonrisa torcida, en todas las paredes. Había montones de flores en un extremo de la sala, pero yo llegué pronto y vi que sólo unos cuantos ramos eran de verdad, traídos, imagino, del invernadero; el resto (cientos de flores) eran hologramas que el técnico no conectó hasta después de que yo entrara.
Smythe, vestido con un jersey de cuello alto negro y una chaqueta gris oscuro, se situó en un extremo de la sala.
—Karen Bessarian sigue viva —dijo. Llevaba gafas de montura al aire. Miró por encima del borde y continuó—: Sigue viva en los corazones y las mentes de los millones de personas que disfrutaron sus libros, o las películas y los juegos basados en ellos.
En silencio, una pareja de camareros fue sirviendo tandas de copas de vino tinto, cosa que me sorprendió. Karen era judía, pero yo sólo había visto vino litúrgico en las ceremonias católicas. Acepté la copa que se me ofrecía, aunque todavía me dolía la cabeza; me preguntaba cuándo se me pasaría.