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—Pero, más que eso —dijo Smythe—, ella sigue viviendo en cuerpo, allá en la Tierra. Deberíamos sentir algo de pena por lo que ha sucedido aquí, pero también deberíamos sentir alegría: alegría porque Karen se transfirió a tiempo, alegría porque continúa viva.

Hubo unos cuantos murmullos de apreciación por parte del público, pero también unos cuantos sollozos apagados.

Y Smythe los reconoció.

—Sí —dijo—, es triste que ya no tengamos a Karen con nosotros. Todos echaremos de menos su inteligencia y su valor, su fuerza y su encanto sureño. —Hizo una pausa mientras los camareros terminaban de servir las últimas copas—. Karen no era muy religiosa, pero sí se sentía ferozmente orgullosa de su herencia judía, y por eso me gustaría proponer un brindis del Talmud. Damas y caballeros, el vino que tienen en la mano es kosher, naturalmente. Si quieren alzar sus copas…

Todos lo hicimos.

Smythe se volvió hacia la pared que tenía más cerca, donde se mostraba el rostro de Karen y su tranquila semisonrisa. Hizo un gesto a la imagen con la copa, y antes de dar un sorbo proclamó:

—¡L'chayim!

—¡L'chayim! —repetimos todos, bebiendo también.

¡L'chayim! ¡Por la vida!

Estábamos en el salón de la casa de Karen en Detroit, viendo la televisión en la pantalla mural. Sonó el teléfono. Karen miró el indicador de llamada.

—Humm —fue todo lo que dijo antes de tocar un control. La señal del videófono estaba conectada con el monitor de televisión, que ampliaba la imagen más de lo que permitía su resolución; tal vez con sus antiguos ojos biológicos Karen no se había dado cuenta de eso.

—Austin —dijo ella, reconociendo al hombre de rostro de halcón que apareció en la pantalla—. ¿Qué ocurre?

—Hola, Karen. Um, ¿quién te acompaña?

—Austin Steiner, te presento a Jacob Sullivan.

—Señor Steiner —dije yo.

—Austin es mi abogado —me informó Karen—. Bueno, uno de ellos, al menos. ¿Qué pasa, Austin?

—Mmm, es un…

—¿Asunto privado? —dije. Me levanté—. Iré a…

Iba a decir «prepararme una taza de café», pero era ridículo.

—Me iré a otra parte.

Karen sonrió.

—Gracias, querido.

Me marché, sintiendo los ojos de Steiner sobre mí. Me fui a otra habitación, dedicada a la afición de Ryan, los restos de cosas muertas hacía muchísimo tiempo. Estaba allí entretenido, vagamente consciente de las voces que sonaban en la puerta de al lado, cuando oí a Karen llamarme por mi nombre.

—¡Jake!

Corrí de vuelta al salón.

—Jake —repitió Karen, en voz más baja—. Creo que tendrías que oír esto. Austin, cuéntale lo que me acabas de decir.

El rostro de Steiner se retorció aún más, como si acabara de probar algo desagradable.

—Muy bien. El hijo de la señora Bessarian, Tyler Horowitz, ha contactado conmigo para impugnar el testamento de la señora Bessarian.

—¿El testamento? —dije yo—. Pero Karen no está muerta.

—Tyler parece pensar que la versión biológica de Karen ha fallecido —dijo Steiner.

Miré a Karen. Los rostros artificiales no siempre reflejaban bien las emociones; me pregunté en qué estaría pensando. Sin embargo, al cabo de un instante, me volví hacia Steiner.

—Incluso así, Karen sigue viva… Está aquí, en Detroit. Y la Karen biológica quiso que esta Karen tuviera sus derechos legales de persona.

Steiner tenía cejas finas y oscuras. Las alzó.

—Al parecer Tyler quiere que el tribunal decida si esa transferencia es válida.

Sacudí la cabeza.

—Pero aunque Karen sea… un…

—¿Un pellejo? —dijo Steiner—. ¿No es ése el término? ¿Pellejo descartado?

Asentí.

—Aunque su pellejo haya muerto, ¿cómo lo averiguó Tyler? Inmortex no comunica ese tipo de información.

—Un soborno, tal vez —dijo Steiner—. ¿Cuánto podría haber hecho falta para que alguien de Alto Edén estuviera de acuerdo en avisarle cuando muriera el pellejo? Dada la cantidad de dinero que está en juego…

—¿Es mucho? —pregunté—. No me refiero a todas las posesiones… sino a la porción que dejaste específicamente para Tyler.

—Oh, sí —respondió Karen—. ¿Austin?

—Aunque Karen ha contribuido generosamente a varias obras de caridad, Tyler y sus dos hijas son los únicos beneficiarios de su testamento. Habrán de heredar algo más de cuarenta mil millones de dólares.

—Oh, Dios —dije. No estoy seguro de por qué precio vendería a mi propia madre, pero nos estábamos acercando…

—No querrás que esto vaya a los tribunales, Karen —dijo Steiner—. Es demasiado arriesgado.

—Entonces ¿qué debo hacer?

—Negócialo. Ofrécele una cifra a cuenta de, digamos, el veinte por ciento de la cantidad que heredará. Será lo bastante rico.

—¿Un acuerdo? —dijo Karen—. Nos han demandado injustamente antes, Austin. —Me miró—. Les sucede a todos los escritores de éxito. Y mi política es no llegar a ningún acuerdo sólo por hacer desaparecer las cosas.

Steiner frunció el ceño.

—Es más seguro que ir a juicio. Toda la base legal de tu persona transferida es un castillo de naipes: es un concepto completamente nuevo y no hay ningún precedente legal todavía. Si pierdes… —La mirada de Steiner se posó sobre mí—. Todos los que son como tú pierden. —Sacudió la cabeza—. Sigue mi consejo, Karen: corta esto de raíz. Compra a Tyler.

Miré a Karen. Ella guardó silencio un rato, pero luego negó con la cabeza.

—No —dijo—. Yo soy Karen Bessarian. Y si tengo que demostrarlo, lo haré.

20

Desperté al día siguiente del funeral por Karen con un terrible dolor de cabeza. Digo «al día siguiente» aunque todavía estábamos en medio de uno de los interminables días lunares: el sol tardaba dos semanas en arrastrarse desde un horizonte a otro. Pero Alto Edén mantenía un reloj diurno basado en la rotación de la Tierra, e Inmortex lo había estandarizado de manera arbitraria con la zona horaria del Este norteamericano; al parecer, íbamos a cambiar al sistema de ahorro energético cuando llegara octubre.

Pero yo no pensaba en nada de eso. En lo que pensaba era en lo mucho que me dolía la cabeza. De vez en cuando tenía migrañas en la Tierra, pero aquello era mucho peor y parecía afectar todo el centro de la parte superior de mi cabeza, no un lado. Me levanté de la cama y me dirigí al cuarto de baño de mi suite, donde me eché agua fría en la cara. No sirvió de nada; todavía me sentía como si alguien me estuviera clavando un cincel en el cráneo, tratando de separar los dos hemisferios de mi cerebro.

Me fumé un porro, esperando que me sirviera de algo… pero no fue así. De modo que me busqué una silla y le dije al teléfono que llamara al hospital.

—Buenos días, señor Sullivan —dijo la joven negra que respondió.

—Hola. ¿Está por ahí el doctor Chandragupta?

—Lo siento, señor, pero se ha marchado de Alto Edén. Va de camino a LS Island. ¿Hay algo en lo que pueda ayudarle?

Abrí la boca para responder, pero advertí que me sentía un poquito mejor; tal vez el canuto me había ayudado algo.

—No —dije—. No es nada. Seguro que estaré bien.

Karen estaba en su despacho, hablando con sus otros abogados, su consejero de inversiones y demás: intentaba decidir qué hacer exactamente con el intento de su hijo por recurrir su testamento.

Yo estaba acostado en la cama de Karen, mirando la blancura del techo como era mi costumbre. No estaba cansado, naturalmente: ya no lo estaba nunca. Pero estar así tumbado era mi postura favorita a la hora de pensar: era mucho mejor que esa otra postura de estar sentado en el váter que Rodin había intentado hacer pasar por reflexión.