La mujer me sonrió, aunque la suya fue una sonrisa un poco torcida: era evidente que había sufrido una embolia en algún momento.
—¿Está solo? —preguntó. Su agradable voz quedó atenuada por un acento sureño, y también por el temblor que a menudo evidencia la gente mayor.
Asentí.
—Yo también —dijo. Llevaba una chaqueta oscura sobre una blusa más clara, y pantalones oscuros a juego—. Mi hijo se negó a traerme.
La mayoría de la gente mayor iba acompañada: hijos de mediana edad, o abogados, o cuidadores pagados. La observé y advertí que llevaba anillo de boda. Al parecer, ella se dio cuenta de lo que yo miraba.
—Soy viuda.
—Ah.
—Bueno —dijo—, ¿viene a verificar el proceso para un ser querido?
Sentí que mi expresión se torcía.
—Podríamos decir que sí.
Ella me miró con gesto extraño; sentí que había visto más allá de mi comentario, pero, aunque curiosa, fue demasiado amable para seguir presionando.
—Me llamo Karen —dijo al cabo de un momento. Tendió la mano.
—Jake —contesté, aceptándola. La piel de su mano era floja y estaba cubierta de manchas, y tenía los nudillos hinchados. Apreté con mucho cuidado.
—¿De dónde es, Jake?
—De aquí, de Toronto. ¿Y usted?
—De Detroit.
Asentí. Muchos de los clientes potenciales de esa noche eran probablemente estadounidenses. Inmortex había encontrado para sus servicios un clima legal mucho más abierto en el cada vez más liberal Canadá que en los cada vez más conservadores Estados Unidos. Cuando yo era niño, los estudiantes universitarios solían ir a Ontario desde Michigan y Nueva York porque la edad legal para beber era más baja aquí y las strippers podían llegar más lejos. Ahora, la gente de esos dos estados cruza la frontera en busca de hierba legal, putas legales, abortos legales, matrimonios del mismo sexo, suicidios asistidos médicamente y otras cosas que no gustan nada a los religiosos.
—Es gracioso —dijo Karen, contemplando a la envejecida multitud—. Cuando yo tenía diez años, una vez le dije a mi abuela: «¿Quién demonios quiere tener noventa años?» Ella me miró a los ojos y me respondió: «Cualquiera que tenga ochenta y nueve.» —Karen sacudió la cabeza—. Cuánta razón tenía.
Sonreí débilmente.
—Damas y caballeros —llamó una voz masculina justo entonces—. ¿Quieren por favor tomar asiento?
Sin duda nadie era duro de oído; los implantes solucionaban fácilmente ese otro signo de envejecimiento. Había filas de sillas plegables al fondo del salón, ante un atril.
—¿Vamos? —dijo Karen. Había en ella algo encantador: el acento del Sur, tal vez (sin duda no era en Detroit donde había crecido), y estaban, naturalmente, las connotaciones que acompañaban al hecho de estar en un salón de baile. Ofrecí mi brazo y Karen lo aceptó. Caminamos despacio (dejé que ella impusiera el ritmo) y encontramos un par de asientos a un lado, al fondo, junto a un paisaje de A. Y. Jackson enmarcado.
—Gracias —dijo el mismo hombre que había hablado antes. Estaba de pie ante el atril de madera oscura. No recibía luz directa, sólo un poco de iluminación que procedía de una lámpara de lectura sujeta al atril. Era un delgado asiático de unos treinta y cinco años, con el pelo negro peinado hacia atrás sobre una frente que habría enorgullecido al profesor Moriarty. Un micrófono anticuado y sorprendentemente grande le cubría la boca—. Me llamo John Sugiyama y soy vicepresidente de Inmortex. Gracias a todos por venir esta noche. Espero que hayan disfrutado de nuestra hospitalidad hasta el momento.
Miró a la multitud. Advertí que Karen era una de las que murmuraban apreciativamente, lo cual parecía ser lo que Sugiyama quería.
—Bien, bien —dijo—. En todo lo que hacemos, nos esforzamos por conseguir la absoluta satisfacción del cliente. Después de todo, como nos gusta decir: «Cliente de Inmortex una vez, cliente de Inmortex para siempre.»
Sonrió de oreja a oreja, y una vez más esperó las risas de afirmación antes de continuar.
—Ahora bien, estoy seguro de que todos ustedes tienen preguntas que hacer, así que empecemos. Sé que lo que vendemos cuesta un montón de dinero…
—Y que lo diga —murmuró alguien cerca de mí, pero si Sugiyama lo oyó, no dio muestras de haberlo hecho.
—Pero no les pediremos un céntimo hasta que estén convencidos de que lo que les ofrecemos es adecuado para ustedes —continuó. Dejó que su mirada recorriera la multitud, sonriendo tranquilizador y haciendo un montón de contacto visual. Miró directamente a Karen pero a mí me pasó por alto; presumiblemente yo no era un cliente potencial y no merecía la pena malgastar en mí su encanto.
—La mayoría de ustedes —dijo Sugiyama— se ha hecho resonancias magnéticas. Nuestro proceso patentado y exclusivo Mindscan no es más complicado que eso, aunque nuestra resolución es mucho mayor. Nos proporciona un mapa perfecto y completo de la estructura de su cerebro: cada neurona, cada dendrita, cada hendidura sináptica, cada interconexión. También nota los niveles de neurotransmisores de cada sinapsis. No hay ninguna parte de lo que los compone a ustedes que no consigamos registrar.
Eso era cierto. Allá en 1990 un filántropo llamado Hugh Loebner prometió recompensar con una medalla de oro sólido (no chapada en oro como las medallas baratas de las Olimpiadas) y cien mil dólares en efectivo al primer equipo que construyera una máquina que pasara el Test de Turing, ese viejo escollo que decía que un ordenador debería ser declarado verdaderamente inteligente si sus respuestas a las preguntas eran indistinguibles de las de un ser humano. Loebner esperaba que pasarían pocos años antes de tener que soltar la pasta… pero las cosas no salieron así. Hace apenas tres años que concedieron el premio.
Yo lo vi por la tele: un panel de cinco inquisidores (un sacerdote, un filósofo, un científico cognitivo, una mujer que dirigía un pequeño negocio y un cómico especializado en monólogos) fueron presentados a dos entidades tras sendas cortinas negras. Los interrogadores podían preguntar a ambas entidades cualquier cosa: acerca de asuntos morales, cultura general, incluso cosas sobre el amor y la educación de los hijos; además, el cómico hizo lo posible por hacer reír a ambas entidades y les preguntó por qué ciertos chistes eran graciosos o no. No sólo eso, sino que las dos entidades se enzarzaron en un diálogo entre sí, haciéndose mutuamente preguntas mientras el jurado estaba allí delante. Al final, los jurados votaron, y acordaron por unanimidad que no podían decir en qué cortina se escondía el ser humano real y dónde estaba la máquina.
Después de la publicidad, se levantaron las cortinas. A la izquierda había un negro cincuentón, calvete y barbudo llamado Sampson Wainwright. Y a la derecha había un robot muy simple y en forma de caja. El equipo recogió sus cien mil pavos (calderilla ya desde el punto de vista económico, pero todavía enormemente simbólicos) y su medalla de oro. La entidad ganadora, revelaron, era un escáner exacto de la mente de Sampson Wainwright, y en efecto, como todo el mundo podía ver claramente, había elaborado pensamientos indistinguibles en todos los aspectos de los producidos por el original. Tres semanas más tarde, el mismo equipo hizo una oferta pública inicial por su pequeña compañía llamada Inmortex; de la noche a la mañana, se convirtieron en multimillonarios.
Sugiyama continuó con su venta.
—Naturalmente, no podemos volver a meter la copia en el cerebro biológico original… pero podemos transferirla a un cerebro artificial, que es precisamente lo que hace nuestro proceso. Nuestros cerebros artificiales se forman de niebla cuántica, un nanogel que duplica exactamente la estructura del original biológico. Esta nueva versión es usted… su mente instalada en un cerebro artificial hecho de componentes sintéticos duraderos. No se agotará. No sufrirá embolias ni aneurismas. No desarrollará demencia ni senilidad. Y… —Hizo una pausa, asegurándose de que contaba con la atención de todo el mundo—. No morirá. El nuevo usted vivirá potencialmente para siempre.