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Aunque todos sabían lo que se vendía, hubo murmullos de asombro: «para siempre» tenía mucho peso cuando se pronunciaba en voz alta. Por mi parte, no me importaba la inmortalidad: sospechaba que me aburriría cuando llegara, bueno, a la edad de Karen. Pero había estado caminando sobre cascaras de huevo durante veintisiete años, temeroso de que las venas de mi cerebro reventaran. Morir no sería demasiado malo, pero la idea de acabar convertido en un vegetal como mi padre me resultaba aterradora. Por fortuna, los cerebros artificiales de Inmortex se cargaban eléctricamente; no requerían nutrientes químicos y no tenían venas. Yo dudaba que ésta fuera la cura que la doctora Thanh tenía en mente, pero la aprovecharía en un abrir y cerrar de ojos.

—Naturalmente —continuó Sugiyama—, el cerebro artificial tiene que estar alojado dentro de un cuerpo.

Miré a Karen, preguntándome si se había informado sobre ese aspecto antes de asistir a la presentación. Al parecer, los científicos que habían creado los cerebros artificiales no se habían molestado en preinstalarlos en cuerpos robóticos, lo cual, para la personalidad representada por la mente recreada, resultaba una experiencia horrible: sorda, ciega, incapaz de comunicarse, incapaz de moverse, existiendo en un vacío sensorial más allá incluso de la oscuridad y el silencio, carente incluso de la sensación propioceptiva de cómo se extienden los propios miembros y del contacto del aire o la ropa contra la piel. Según los artículos que yo había logrado encontrar, esas redes neuronales transcritas se reconfiguraban rápidamente en pautas indicadoras de terror y locura.

—Y por eso —dijo Sugiyama— les proporcionaremos un cuerpo artificial… un cuerpo infinitamente mantenible, infinitamente reparable, e infinitamente mejorable. —Extendió una mano de largos dedos—. No les voy a mentir, ni ahora ni nunca: esos componentes todavía no son perfectos. Pero son tremendamente buenos.

Sugiyama sonrió de nuevo a la multitud, y un pequeño foco lo iluminó, aumentando lentamente de intensidad. Tras él, igual que en un concierto de rock, flotaba una gigantesca versión holográfica de su rostro delgado.

—Verán —dijo Sugiyama—. Yo mismo soy una descarga, y esto es un cuerpo artificial.

Karen asintió.

—Lo sabía —declaró. Me impresionó su sapiencia: a mí desde luego me había engañado. Naturalmente, lo único visible de Sugiyama era su cabeza y sus manos; el resto quedaba cubierto por el atril o un traje de chaqueta a la moda.

—Nací en 1958 —dijo Sugiyama—. Tengo ochenta y siete años. Me transferí hace seis meses… Fui uno de los primeros civiles descargados en un cuerpo artificial. En el descanso, caminaré entre ustedes y dejaré que me examinen de cerca. Descubrirán que no soy perfecto (lo admito libremente) y que hay ciertos movimientos que no puedo hacer. Pero no me preocupa lo más mínimo, porque, como he dicho, estos cuerpos son infinitamente capaces de ser puestos al día a medida que la tecnología avance. De hecho, ayer mismo me pusieron muñecas nuevas, y son mucho más ágiles que las anteriores. No tengo dudas de que dentro de unas pocas décadas habrá disponibles cuerpos artificiales indistinguibles de los cuerpos biológicos —sonrió de nuevo—. Y, por supuesto, yo (y todos los que se sometan a tratamiento entre ustedes) estaremos por aquí dentro de unas cuantas décadas.

Era un vendedor magistral. Hablar de siglos o milenios de vida adicional habría sido demasiado abstracto: ¿cómo se concibe una cosa así? Pero unas cuantas décadas era algo que los clientes potenciales, la mayoría con siete o más a la espalda ya, podían apreciar. Y cada una de esas personas se había resignado a estar en la última década (si no el último año) de sus vidas. Es decir, hasta que Inmortex había anunciado aquel increíble proceso. Miré de nuevo a Karen: estaba hipnotizada.

Sugiyama alzó la mano una vez más.

—Naturalmente, hay muchas ventajas en los cuerpos artificiales, incluso con el estado actual de la tecnología. Igual que nuestros cerebros artificiales, son virtualmente indestructibles. El cráneo, por ejemplo, es de titanio, reforzado con fibras de nanotubos de carbono. Si deciden que quieren hacer esquí aéreo y el paracaídas no se les abre, su nuevo cerebro no resultará dañado por el impacto. Si (¡Dios no lo quiera!) alguien les dispara o los apuñala… Bueno, casi con toda certeza seguirán bien. —Nuevas imágenes holográficas aparecieron flotando tras él, sustituyendo su rostro—. Pero nuestros cuerpos artificiales no son tan duraderos. Son fuertes… tan fuertes como ustedes quieran que sean.

Yo esperaba ver un vídeo con proezas fantásticas: había oído que Inmortex había desarrollado miembros superpoderosos para los militares, y que esa tecnología estaba ya al alcance de los usuarios civiles también. Pero en cambio la imagen mostró solamente unas manos presumiblemente artificiales abriendo un frasco de cristal. No me entraba en la cabeza lo que debía de sentirse al ser incapaz de hacer algo tan sencillo… pero estaba claro que muchos de los presentes en la sala quedaron asombrados con la demostración.

Y Sugiyama tenía más que ofrecer.

—Naturalmente —dijo—, nunca volverán a necesitar un andador, ni un bastón, ni un exoesqueleto. Y las escaleras ya no supondrán ningún problema. Tendrán perfecta visión y audición, y perfectos reflejos: podrán volver a conducir un coche, si ahora no son capaces.

Incluso yo echaba de menos los reflejos y la coordinación que tenía cuando era más joven. Sugiyama continuó:

—Pueden despedirse para siempre de la artritis, y de todos los males asociados con la vejez. Y si todavía no han contraído Parkinson o Alzheimer, nunca lo harán.

Hubo murmullos a mi alrededor, también de Karen.

—Y olvídense del cáncer o las roturas de cadera. Digan sayonara a la artritis y la degeneración macular. Con nuestro proceso, tendrán un lapso de vida prácticamente ilimitado, con perfecta visión y audición, vitalidad y fuerza, autosuficiencia y dignidad.

Le sonrió a su público, y pude ver que la gente asentía o hablaba en tono positivo con sus vecinos. Sonaba bien, incluso para alguien como yo, cuyos problemas día a día no eran más irritantes que la acidez de estómago y alguna ocasional migraña.

Sugiyama dejó que la multitud charlara un rato antes de volver a levantar la mano.

—Naturalmente —dijo, como si fuera una minucia—, hay una pega…

2

Yo sabía a qué «pega» se estaba refiriendo Sugiyama. A pesar de toda su chachara de vendedor sobre transferir la conciencia, Inmortex no podía hacerlo en realidad. En el mejor de los casos, estaban copiando la conciencia en un cuerpo mecánico. Y eso significaba que el original seguía existiendo.

—Sí —le dijo Sugiyama al público del que la anciana (Karen, ése era su nombre) y yo formábamos parte—, desde el momento en que el cuerpo sintético se active, habrá dos ustedes… dos entidades que considerarán que son ustedes. Pero ¿cuál es el real? Su primer impulso podría ser responder que el de carne y hueso es el tipo auténtico. —Sugiyama ladeó la cabeza—. Un interesante tema filosófico. Acepto sin reservas que esa versión existió primero… pero ¿es la primacía lo que realmente los hace a ustedes? En la propia imagen mental de uno mismo ¿a cuál consideran el usted real? ¿Al que sufre dolores y achaques, al que tiene problemas para dormir toda la noche, al que es frágil y viejo? ¿O al usted vigoroso, al que está en plena posesión de todas sus facultades físicas y mentales? El usted que se enfrenta al día a día con alegría, en vez de con miedo, con décadas de vida por delante, en vez de… por favor, perdónenme, con pocos meses o años.