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Pude ver que Sugiyama se estaba ganando a la gente. Naturalmente, estos individuos se habían autoelegido para acudir a este seminario de ventas, así que presumiblemente ya estaban predispuestos al menos a ser abiertos con estos temas. Quizás el ciudadano medio de la calle no compartiera sus opiniones… pero claro, el ciudadano medio de la calle no podía permitirse el procedimiento de Inmortex.

—Hubo bastante debate al respecto, pero todo se ha evaporado en los últimos años. La interpretación más sencilla resultó ser la correcta: la mente humana no es más que software funcionando en el hardware que llamamos cerebro. Bueno, cuando el hardware de su ordenador viejo se estropea, uno no se lo piensa dos veces en tirarlo a la basura y comprar una máquina nueva, y volver descargar todo su antiguo software. Lo que hacemos en Inmortex es lo mismo: el software que es usted empieza a funcionar en una plataforma de hardware nueva y mejor.

—Sigue sin ser el verdadero yo —gruñó alguien delante de mí.

Si oyó el comentario, Sugiyama ni se inmutó.

—Pongamos un viejo ejemplo filosófico. Su padre les regala a ustedes un hacha. Después de unos cuantos años de buen servicio, el mango de madera se rompe, así que lo sustituyen. ¿Sigue siendo el hacha que les regaló su padre? Claro, ¿por qué no? Pero unos cuantos años más tarde, la cabeza de metal se rompe, y la sustituyen. Ahora no queda nada de la originaclass="underline" no ha sido sustituida a la vez, sino pieza a pieza. ¿Sigue siendo el hacha de su padre? Antes de que contesten demasiado rápidamente, consideren el hecho de que los átomos que componen sus propios cuerpos se renuevan por completo cada siete años: no queda nada del ustedes que fue una vez un bebé que exista todavía; todo ha sido sustituido. ¿Siguen siendo ustedes? Claro que sí: el cuerpo no importa, la instantaneidad física no importa. Lo que importa es la continuidad del ser: el hacha remonta su existencia a que es un regalo de su padre; sigue siendo ese regalo. Y… —recalcó sus siguientes palabras con un dedo—, todo aquel que pueda recordar haber sido ustedes antes es ustedes ahora.

Yo no estaba muy seguro de creérmelo, pero seguí escuchando.

—No pretendo ser brusco —continuó Sugiyama—, pero sé que todos ustedes son realistas: no estarían aquí si no lo fueran. Cada uno de ustedes sabe que sus vidas naturales casi han terminado. Si eligen someterse a nuestro procedimiento, será un nuevo yo quien continúe viviendo, en su casa, su comunidad, con su familia. Pero esa versión de ustedes recordará este momento de ahora mismo cuando discutimos esto, igual que recordará todo lo demás que hayan hecho: seguirá siendo ustedes.

Se detuvo. Pensé que debía de ser embarazoso ser un conferenciante sintético: una persona de verdad podría haber adornado sus pausas con sorbos de agua. Pero al cabo de un momento Sugiyama continuó.

—Pero ¿qué pasa con el original? —preguntó.

Karen se inclinó hacia mí y susurró en tono burlón y amenazador:

—¡El Soylent Green está hecho de personas!

Yo no tenía ni idea de a qué se estaba refiriendo.

—La respuesta, naturalmente, es maravillosa —dijo Sugiyama—. El ustedes antiguo será atendido, con lujo sin igual, en Alto Edén, nuestra villa de retiro en la cara oculta de la Luna.

Imágenes de lo que parecía ser una comunidad hotelera de cinco estrellas empezaron a flotar detrás de Sugiyama.

—Sí, la nuestra es la primera residencia civil que existe en la Luna, pero no hemos escatimado en gastos, y cuidaremos del usted original lo mejor posible, hasta ese día triste pero inevitable en que la carne se rinda.

Yo había leído que Inmortex incineraba a los muertos allí arriba, y, naturalmente, que no había funerales ni lápidas. Después de todo, sostenían que la persona seguía viviendo…

—Es una cruel ironía —dijo Sugiyama—. La Luna es el lugar perfecto para la gente mayor. Con una gravedad en superficie que sólo es una sexta parte de la gravedad terrestre, las caídas que acarrearían la rotura de una cadera o una pierna aquí son allí triviales. Y, una vez más, en esa amable gravedad, incluso los músculos debilitados tienen fuerza de sobra. Acostarse o levantarse, o salir del baño, o subir escaleras ya no es un esfuerzo… No es que haya muchas escaleras en la Luna. La gente es tan liviana que son mejores las rampas.

»Sí, estar en la Luna es maravilloso, si eres mayor; mi versión original, en este mismo instante, está pasándoselo genial en Alto Edén, créanme. Pero llegar a la Luna… eso solía ser otra historia. La aceleración experimentada durante el despegue de un cohete desde la Tierra es brutal, aunque después el resto del viaje en gravedad cero está chupado. Bueno, ya no usamos cohetes. Es decir, no vamos directos hacia arriba. Usamos aviones espaciales que despegan en horizontal y gradualmente suben hasta la órbita baja de la Tierra. En ningún momento durante el vuelo se experimentan más de 1,6g, y con nuestras sillas acolchadas y todo eso, podemos traer y llevar a la Luna incluso a la persona más frágil. Y una vez allí… —hizo una pausa dramática—, el paraíso.

Sugiyama miró alrededor de la sala, buscando los ojos de los asistentes.

—¿Qué les asusta? ¿Enfermar? No es probable en la Luna; todo se descontamina al entrar en uno de los hábitats lunares, y los gérmenes tendrían que viajar a través del vacío y soportar una durísima radiación para pasar de un hábitat a otro. ¿Temen que los atraquen? Nunca ha habido ni un solo atraco, ni ningún otro crimen violento, en la Luna. ¿Esos fríos inviernos canadienses? —Se echó a reír—. Mantenemos una temperatura constante de veintitrés grados Celsius. El agua, naturalmente, es preciosa en la Luna, así que mantenemos la humedad baja: se acabaron los veranos sofocantes. Se sentirán como si estuvieran disfrutando de una hermosa mañana de primavera en el sudoeste americano todo el año. Confíen en mí: Alto Edén es el mejor hogar de retiro posible, un lugar maravilloso con una gravedad tan suave que volverán a sentirse jóvenes de nuevo. Es un escenario perfecto para el nuevo ustedes que se quedará aquí en la Tierra y el antiguo que subirá a la Luna. —Sonrió de oreja a oreja—. Bien, ¿algún voluntario?

3

Mi madre tenía ya sesenta y seis años. En las casi tres décadas pasadas desde que mi padre fuera hospitalizado, no había vuelto a casarse. Naturalmente, no podía decirse que papá estuviera muerto.

O tal vez sí.

Yo veía a mi madre una vez por semana, los lunes por la tarde. Ocasionalmente más a menudo: en el Día de la Madre, por su cumpleaños, en Navidad. Pero nuestros encuentros regulares eran los lunes a las dos de la tarde.

No eran ocasiones alegres.

Mi huella dactilar me dio paso a la casa en la que había crecido, justo en el lago. Valía mucho cuando yo era adolescente; ahora valía una fortuna. Toronto era como un agujero negro que absorbía todo lo que caía dentro de su horizonte de sucesos. Había crecido enormemente tres años antes de que yo naciera, cuando asimiló cinco municipios cercanos. Había crecido aún más, tragándose todas las otras poblaciones y ciudades, convirtiéndose en un mamut de ocho millones de habitantes. La casa de mis padres ya no estaba en el extrarradio, sino en el corazón de un centro comercial que empezaba en la Torre CN y continuaba por la orilla del lago en un radio de cincuenta kilómetros en todas direcciones.

Era difícil pasar de la entrada de la casa al recibidor de mármol. La puerta que daba al despacho de mi padre quedaba a la derecha y mi madre, a pesar de todos los años transcurridos, lo había dejado intacto. El escritorio de teca seguía allí, igual que el sillón giratorio de cuero negro.

No era sólo tristeza lo que yo sentía: era culpa. Nunca le había contado a mi madre que papá y yo estábamos discutiendo cuando se desplomó. En realidad no le había mentido (soy un mentiroso terrible), pero ella había supuesto que debí de oírlo caer e ir corriendo a socorrerlo, y bueno, no es que él pudiera contradecirme. Yo hubiese soportado su enfado por el carné de identidad falso, pero no que me mirara y pensara que había sido responsable de lo que le había sucedido al hombre que adoraba.