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—Hola, señor Sullivan —saludó Hannah, saliendo de la cocina. Hannah, que tenía más o menos mi edad, era la asistenta de mi madre y vivía en la casa.

—Hola, Hannah —dije. Normalmente, le pido a todo el mundo que me llame por mi nombre de pila, pero nunca había dado ese paso con Hannah: a causa de nuestra similitud de edad, ella se parecía demasiado a una hermana diligente que hacía lo que yo tendría que haber estado haciendo, cuidar de mi madre—. ¿Cómo está hoy?

Hannah tenía rasgos suaves y ojos pequeños; parecía la clase de persona que hubiera sido agradablemente gordita en los días previos a que los fármacos eliminaran la obesidad; al menos había habido algunas curas reales en los últimos veintisiete años.

—No demasiado mal, señor Sullivan. Le serví el almuerzo hace como una hora, y se lo ha comido casi todo.

Asentí y continué pasillo adelante. La casa era elegante; yo no había comprendido eso cuando era niño, pero ahora sí: el salón estaba pandado con caoba y había estatuillas de mármol en huecos de la pared, con lámparas de bronce iluminándolas.

—Hola, mamá —llamé cuando llegué al pie de la escalera de caracol de roble.

—Bajo en un segundo —respondió ella desde arriba. Asentí. Me encaminé hacia el salón, que formaba un entresuelo y tenía ventanales que daban al lago.

Unos minutos más tarde apareció mi madre. Iba vestida, como siempre para estas excursiones, con una de las blusas que solía llevar en 2018. Sabía que su rostro había cambiado, e incluso con algún retoquito aquí y allá, seguía sin ser inmediatamente reconocible como la mujer que era cuando tenía treinta y tantos años largos; supongo que consideraba que la ropa antigua ayudaba.

Subimos a mi coche, un Toshiba Deela verde, y nos dirigimos veinte kilómetros al norte, a Brampton, donde estaba el Instituto.

Ofrecía, naturalmente, los mejores cuidados que puede comprar el dinero: un lugar grande y arbolado, con una moderna estructura central que parecía más unas instalaciones hoteleras que un hospital; tal vez habían contratado al mismo arquitecto que Inmortex para Alto Edén. Era una hermosa tarde de verano y algunos (¿pacientes? ¿residentes?) paseaban en silla de ruedas, todos acompañados por un asistente.

Mi padre no estaba entre ellos.

Entramos en el vestíbulo. El guardia (alto, negro, barbudo) nos conocía e intercambiamos saludos, y luego mi madre y yo nos encaminamos a la habitación de papá, en la primera planta.

Lo movían, para evitar las llagas provocadas por estar en cama y otros problemas. A veces lo encontrábamos boca abajo; a veces estaba atado a una silla de ruedas; a veces incluso lo amarraban a una tabla que lo sostenía en vertical.

Estaba en la cama. Volvió la cabeza, miró a mi madre, me miró a mí. Era consciente de lo que le rodeaba, pero nada más. Los médicos decían que tenía la mente de un bebé.

Había cambiado mucho desde aquel día. Su pelo ya era blanco, y, naturalmente, tenía el semblante arrugado de un hombre de sesenta y seis años; no tenía ningún sentido aplicar en su caso la cirugía estética. Sus largos miembros eran delgados y de movimientos descoordinados. A pesar de la estimulación eléctrica y algunas veces manual, era imposible mantener el tono muscular sin ninguna actividad física real.

—Hola, Cliff —dijo mi madre, e hizo una pausa. Siempre hacía una pausa, y a mí me rompía el corazón. Esperaba una respuesta que no se produciría nunca.

Mamá tenía montones de pequeños rituales para estas visitas. Le contaba a mi padre lo que había sucedido durante la semana, y cómo les iba a los Blue Jays (yo había heredado de mi padre la pasión por el béisbol). Se sentaba en una silla junto a su cama y le sostenía la mano izquierda con la derecha suya. Los dedos de él siempre se cerraban por reflejo en torno a los de mi madre. Nadie le había quitado la alianza de oro de la mano, y mi madre todavía llevaba la suya.

Yo no dije gran cosa. Me quedé allí mirándolo… Mirando lo que quedaba de él, en realidad, un cascarón, un cuerpo sin mucha mente, allí tendido, mirando a mi madre, la boca torcida ocasionalmente en lo que podría haber sido el germen de una sonrisa o de una mueca, o tal vez no eran más que movimientos aleatorios. Mientras ella hablaba, él emitía sonidos ocasionales: habría estado borboteando también si ella hubiera estado callada.

Mi propia espada de Damocles personal. Yo tenía ya cinco años más que mi padre cuando las venas de su cerebro reventaron, llevándose su inteligencia y su personalidad, su alegría y su ira, en una ola roja. Había un reloj digital en la pared de su habitación, indicando la hora con números brillantes. Gracias a Dios que los relojes ya no suenan.

Cuando mi madre terminó de charlar con mi padre, se levantó de la silla y dijo:

—Muy bien.

Normalmente, yo la dejaba en su casa de regreso a la ciudad, pero no quería decírselo en el coche.

—Siéntate, mamá —dije—. Hay algo que tengo que contarte.

Ella pareció sorprendida, pero obedeció. Sólo había una silla en la habitación de mi padre en el Instituto y, como yo había pedido, ella la ocupó. Me apoyé contra un armarito situado en el otro extremo de la habitación y la miré.

—¿Sí? —dijo. Había un tono de desafío en su voz, y me acobardé. Una vez, antes, había abordado el tema de lo inútil que era ir allí todas las semanas, cuando mi padre ni siquiera sabía que estábamos delante. Ella se había puesto furiosa y me había reprendido verbalmente de una manera como no hacía desde que era niño. Estaba claro que esperaba una repetición de aquella discusión.

Tomé aire, lo dejé escapar lentamente y hablé.

—Voy a… No sé si has oído hablar del tema o no, pero ahora existe un procedimiento. Ha aparecido en todos los noticiarios…

Me callé, como si le hubiera dado pistas suficientes para deducir de lo que estaba hablando.

—Es una compañía llamada Inmortex. Transfieren la conciencia de una persona a un cuerpo artificial.

Ella me miró en silencio.

—Y, bueno, voy a hacerlo —continué.

Mi madre habló despacio, como si digiriera la idea palabra por palabra.

—Vas a… transferir… tu conciencia…

—Eso es.

—A un… cuerpo… artificial.

—Sí.

No dijo nada más y, al igual que cuando era un niño pequeño, sentí la necesidad de llenar el vacío, de explicarme.

—Mi cuerpo no es bueno… lo sabes. Casi con toda certeza va a matarme. —Si tengo suerte, pensé—. O acabaré como papá. Estoy condenado a permanecer en este… —Coloqué una mano abierta sobre mi pecho, buscando una palabra—. En este caparazón.

—¿Funciona? —preguntó ella—. Ese proceso… ¿funciona de verdad?

Le dediqué mi sonrisa más tranquilizadora.

—Sí.

Ella miró a su marido, y la expresión de ansiedad de su rostro resultó dolorosa.

—¿Podrían… podría Cliff…?

Oh, Cristo, qué estúpido soy. Ni siquiera se me había ocurrido que ella iba a relacionar aquello con papá.

—No —dije—. No, copian la mente tal como está. No pueden… no pueden deshacer…

Ella inspiró profundamente, tratando de calmarse.

—Lo siento. Ojalá hubiera algún modo, pero…

Ella asintió.

—Pero sí pueden hacer algo por mí… antes de que sea demasiado tarde.

—¿Entonces trasladan… trasladan tu alma?

Miré a mi madre, totalmente sorprendido. Tal vez por eso seguía viniendo todavía a visitar a papá: creía que, en algún lugar bajo todo aquel destrozo, su alma estaba todavía allí.