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—Yo tampoco pensaba mucho en vivir eternamente cuando tenía tu edad —dijo Karen. Y entonces su cuerpo se movió un poco, como si se envarara—. Lo siento, no tendría que usar esa frase, ¿no? Quiero decir, no quiero que te sientas incómodo por nuestra diferencia de edad. Pero es verdad. Cuando tienes décadas por delante, parece que es mucho tiempo. Todo es relativo. ¿Has leído alguna vez a Ray Bradbury?

—¿Quién?

—Suspiro. —Dijo la palabra, en vez de emitir el sonido—. Fue uno de mis escritores favoritos cuando era joven. Uno de sus relatos comienza con él (o su personaje, como escritora debería saber que no hay que confundir autor y personaje) recordando cuando era un niño en edad escolar. Dice: «Imagina un verano que no termina nunca.» ¡El verano de un niño sin ir al colegio! Sólo dos breves meses, pero parece una eternidad cuando eres joven. Cuando llegas a los ochenta años, sin embargo, y los médicos te dicen que sólo te quedan unos pocos, entonces los años, e incluso las décadas, no parecen tiempo suficiente para hacer todas las cosas que querías hacer.

—Bueno, yo… ¡Crrris-to!

Los motores se ponían en marcha. Karen y yo sentimos la presión hacia el suelo de la cámara de carga. El rugido del cohete era demasiado fuerte para poder hablar, así que simplemente escuchamos. Nuestros oídos artificiales tenían insertados inhibidores: el ruido no iba a lastimarnos. A pesar de todo el volumen era increíble y las sacudidas de la nave brutales. Después de un rato, se produjo un gran golpeteo cuando, supuse, el cohete se liberó de su armazón contenedor y pudo iniciar su viaje hacia arriba. Karen y yo ascendíamos hacia la órbita más rápido de lo que ningún ser humano había hecho antes.

Me agarré a ella con fuerza y ella me abrazó con la misma firmeza. Fui consciente de aquellas partes de mi anatomía artificial a la que le faltaban sensores. Estaba seguro de que tendrían que haberme castañeteado los dientes, pero no lo hacían. Y sin duda la espalda tendría que haberme dolido cuando los anillos de nailon que separaban mis vértebras de titanio se comprimían, pero no hubo tampoco ninguna sensación asociada con eso.

Pero el rugido era ineludible y notaba una gran sensación de peso y presión desde arriba. Empezaba a hacer calor, aunque no demasiado: la cámara estaba bien aislada. Y todo seguía bañado en la luz verdosa de la barra.

El rugido del motor continuó una hora entera: enormes cantidades de combustible se quemaban para enviarnos por la vía rápida a la Luna. Pero finalmente el motor se apagó y todo quedó en silencio y, por primera vez, comprendí lo que significa la frase «silencio ensordecedor». El contraste fue absoluto: entre el ruido más fuerte que mis oídos pudieran captar y la nada.

Podía ver el rostro de Karen a escasos centímetros del mío propio. Lo veía enfocado: los ojos artificiales tienen más flexibilidad que los naturales. Ella asintió, como para indicar que se encontraba bien, y los dos disfrutamos del silencio un rato más.

Pero había más de lo que disfrutar que de sólo estar libres del ruido. Tal vez si hubiera sido todavía biológico habría sido consciente inmediatamente de ello: la comida intentando subir por el esófago, un desequilibrio en el oído interno. Imaginaba que las personas biológicas a menudo se mareaban en esas circunstancias. Pero para mí fue sólo cuestión de no seguir registrando la presión desde arriba. No había mucho espacio para moverse, pero claro, estoy seguro de que a los astronautas del Apolo les habría parecido que apenas tenían espacio hasta que la gravedad desapareció. Solté las hebillas de las correas que nos sujetaban, me impulsé y floté lentamente un metro hasta el techo.

Karen se rió con deleite, moviéndose sin esfuerzo dentro de tan pequeño espacio.

—¡Es maravilloso!

—¡Dios mío, sí que lo es! —dije yo, consiguiendo alzar un brazo para impedir que mi cabeza chocara contra el techo acolchado… aun que advertí rápidamente que términos como suelo y techo ya no tenían ningún significado.

Karen consiguió darse la vuelta; su cuerpo sintético era más bajo que el mío y, después de todo, había sido en tiempos bailarina de ballet: sabía cómo ejecutar movimientos complejos. Por mi parte, conseguí girarme en la pared interior del tubo, quedando esencialmente en perpendicular a mi posición en el despegue.

Fue magnífico. Pensé en lo que el asistente de lanzamiento había dicho: las personas con cuerpos artificiales son perfectas para la exploración espacial. Tal vez tuviera razón y…

Algo me golpeó en la cara, suave, crujiente.

—¿Qué de…?

Tardé un instante en distinguir nada a la tenue luz verde, sobre todo ahora que la barra de luz estaba al otro lado de Karen, haciendo que su cuerpo proyectara extrañas sombras sobre mi campo de visión. Lo que me había golpeado la cara era la camisa de Karen.

La miré, sin saber muy bien si estaba arriba, o abajo, o enfrente.

—Vamos, Jake —dijo—. Puede que nunca tengamos otra oportunidad como ésta.

Pensé en la otra vez que habíamos hecho aquello: con la tensión del juicio, no habíamos vuelto a intentarlo.

—Pero…

—Sin duda regresaremos a casa en un transporte regular —dijo Karen—, lleno de otra gente. Pero ahora mismo tenemos una oportunidad que puede no volver a darse jamás. Además, al contrario de la mayoría de la gente, no tenemos que preocuparnos por hacernos rozaduras.

Su sujetador volaba hacia mí, una gaviota en aquel crepúsculo esmeralda. Fue… estimulante verla moverse mientras se giraba y retorcía para quitarse los pantalones.

Capturé el sujetador, hice una pelota con él y lo envié en una trayectoria que lo quitara de en medio. Luego empecé a quitarme la camisa yo también, que enseguida flotó a mi alrededor mientras soltaba los botones. Siguió el cinturón, una anguila plana en el aire. Después mis pantalones se unieron a los de Karen, flotando libremente.

—Muy bien —le dije—. Veamos si podemos ejecutar una maniobra de atraque…

38

Tuvimos que volver a atarnos diez horas más tarde, mientras el cohete deceleraba sus buenos sesenta minutos. Aunque la mayoría de los vuelos tripulados a la Luna al parecer se dirigían a un sitio llamado LS Uno, nosotros íbamos a aterrizar directamente en el cráter de Heaviside.

El aterrizaje se hizo por control remoto y no pudimos ver nada: la bodega de carga no tenía ventanillas. Con todo, sabía que íbamos a posar los alerones de cola. Jesús, en Cabo Kennedy, había dicho: «Tal como Dios y Robert Heinlein pretendieron», pero no lo entendí.

Era casi el final del día lunar, que duraba una quincena. La temperatura de la superficie era de poco más de cien grados centígrados, un calor seco. Según el doctor Porter, a quien Smythe había consultado al respecto, podríamos estar diez o quince minutos expuestos al calor, por no mencionar a la radiación ultravioleta, antes de tener problemas; la falta de aire, naturalmente, no nos afectaba.

El cohete de carga no tenía compuerta, sólo escotilla, pero nos resultó bastante fácil abrirla desde dentro; las mismas reglas de seguridad que se aplicaban a los frigoríficos al parecer se aplicaban también a las naves espaciales. Empujé la puerta hacia afuera y la atmósfera que nos había acompañado escapó formando una nube blanca. Estábamos dentro del cráter de Heaviside, cuyo borde se alzaba en la distancia. La cúpula más cercana de Alto Edén se encontraba a unos cien metros y…

Aquello debía de ser el lunabús. Un ladrillo plateado con un tanque de combustible verdiazul a cada lado estaba posado en una plataforma de aterrizaje circular, conectado al edificio adyacente por medio de un túnel de acceso plegable.

La superficie lunar estaba a unos doce metros bajo mis pies… Aquello era mucho más de lo que hubiese querido caer en gravedad terrestre, pero allí no tenía por qué representar ningún problema. Miré a Karen y sonreí. No podíamos hablar, puesto que no había aire. Pero susurré la palabra «¡Gerónimo!» mientras salía de la escotilla.