La caída fue suave y duró lo que me pareció una eternidad. Cuando golpeé el suelo (probablemente el primer par de Nikes que tocaban directamente el suelo lunar) se levantó una nube de polvo gris. Parte se me pegó a la ropa (electricidad estática, supuse), pero el resto volvió a caer al suelo.
Había pequeñas concavidades producidas por los meteoritos por todas partes dentro del cráter mayor; algunas tenían unos pocos centímetros de diámetro, otras unos cuantos metros. Me di la vuelta y miré a Karen.
Para ser una mujer que había sido débil hacía muy poco tiempo, a la que habían reemplazado una cadera y que sin duda había vivido con el miedo de romperse la otra, fue bastante intrépida. Sin vacilación, imitó lo que yo había hecho, salió de la escotilla e inició el lento descenso hacia el suelo.
Llevaba algo en forma de tubo… ¡Naturalmente! Se había acordado de la portada del New York Times, que había enrollado en un cilindro. Era sorprendente no ver el pelo flotar, ni su ropa agitarse, pero no había resistencia al aire que causara nada de eso. Di unos cuantos saltitos a la derecha para dejarle espacio de sobra para aterrizar, y ella lo hizo, con una gran sonrisa en el rostro.
El cielo era totalmente negro. No había ninguna estrella visible, excepto el sol, que brillaba ferozmente. Tendí una mano y Karen la agarró, y fuimos dando grandes saltos juntos a Alto Edén, el lugar donde supuestamente no se nos vería nunca.
Gabriel Smythe resultó ser un tipo macizo de unos sesenta años, con el pelo rubio platino y la tez florida. Se había instalado en la sala de control de tránsito de Alto Edén, que era un espacio abarrotado, poco iluminado, lleno de pantallas y paneles brillantes. A través de una amplia ventana podíamos ver el lunabús, a sólo veinte metros de distancia, conectado a un finger. Parecía tener todas sus ventanillas cubiertas, así que no podíamos ver lo que había dentro.
—Gracias por venir —dijo Smythe, bombeando mi mano—. Gracias.
Asentí. No quería estar allí… al menos no en esas circunstancias. Pero sentía una responsabilidad moral, supongo… aunque yo no había hecho nada.
—Y veo que ha traído el periódico —continuó Smythe—. ¡Excelente! Muy bien, hay videoconexión con el lunabús. Éste es el micrófono y ésta la cámara. Él ha cubierto todas las cámaras de seguridad del interior de lunabús, pero podemos verlo a través de la del teléfono, cuando se digna a transmitir en vídeo, y puede vernos. Voy a llamarlo ahora para comunicarle que está usted aquí. Al menos se está mostrando parcialmente razonable: ha dejado marchar a una de los rehenes. Chandragupta dice…
—¿Chandragupta? —repetí, sorprendido—. ¿Pandit Chandragupta?
—Sí. ¿Por qué?
—¿Qué tiene que ver con esto?
—Es quien curó a su otro yo —dijo Smythe.
Me dieron ganas de darme una palmada en la frente, pero eso habría sido demasiado teatral.
—¡Cristo, naturalmente! También es el que empezó todo este maldito lío con el pleito. Firmó un certificado de defunción de la Karen Bessarian que murió aquí arriba.
—Sí, sí. Lo vimos. Hemos estado siguiendo el juicio, por supuesto. No hace falta decir que no estamos satisfechos. De cualquier forma, dice que su, humm…
—Pellejo —dije—. Conozco el argot. Mi pellejo descartado.
—Eso es. Dice que su pellejo tendrá los niveles de neurotransmisores fluctuando salvajemente en su cerebro durante tal vez un par de días. A veces se mostrará bastante racional y a veces tendrá un temperamento volátil, o será totalmente paranoico.
—Cristo.
Smythe asintió.
—¿Quién hubiese dicho que sería más fácil copiar una mente que curarla? Recuerde, va armado y…
—¿Armado? —dijimos Karen y yo al unísono.
—Sí, sí. Tiene una pistola de pitones… Es para escalar montañas y dispara clavos de metal. Podría matar fácilmente a alguien con ella.
—Dios mío… —dije.
—Ciertamente. Lo pondré al teléfono. No le prometa nada que no podamos darle y haga cuanto sea posible para no molestarlo. ¿De acuerdo?
Asentí.
—Allá va. —Smythe pulsó algunas teclas de un pequeño teclado.
El teléfono sonó varias veces.
—Será mejor que sean buenas noticias, Gabe.
La imagen en la pantalla mostraba a mi antiguo yo, en efecto: había olvidado cuántas canas tenía. Había una expresión salvaje en sus ojos que no creía haber visto antes.
—Lo son, Jake —dijo Gabe. Era extraño oírlo usar mi nombre pero no dirigirse a mí—. Son muy buenas noticias. Su… su otro yo está aquí conmigo, aquí, en la sala de control de tránsito de Alto Edén.
Me hizo un gesto para que entrara en el campo de visión de la cámara, y así lo hice.
—Hola —dije, y mi voz sonó mecánica, incluso para mí. Había olvidado lo rica que era mi voz real… mi voz original.
—Humm —dijo mi otro yo—. ¿Has traído el periódico?
—Sí —contesté. Karen, fuera de la pantalla, me lo entregó. Lo alcé ante la lente del teléfono, para que él pudiera leer la fecha y ver los titulares.
—Querré examinarlo más tarde, por supuesto, pero por ahora está bien: aceptaré que un cohete ha venido realmente de la Tierra hoy, y que tú puedes haber venido a bordo.
—Descubre las ventanillas del lunabús y verás el cohete —dije—. Está a unos cien metros de distancia y… Veamos… debería ser visible a tu izquierda.
—Y tenéis a un francotirador, esperando a que mi cara aparezca en la ventanilla.
Gabe se acercó.
—Sinceramente, Jake, no hay ningún francotirador en la Luna.
—No a menos que uno haya venido con él —dijo el otro Jake, señalándome. Nunca me había oído hablar de esa forma paranoica antes. No me gustó.
Gabe me miró. Se encogió de hombros y alzó levemente las cejas.
—Jake, ¿querías verme? —dije amablemente.
El yo que estaba en la pantalla asintió.
—Pero ¿cómo sé que eres realmente tú?
—Soy yo.
—No. En el mejor de los casos, eres uno de nosotros. Pero podría ser cualquier conciencia cargada en ese cuerpo: el hecho de que el exterior se me parezca no significa que mi Mindscan esté dentro.
—Entonces hazme una pregunta.
Había montones de cosas que podría haberme preguntado, cosas que sólo uno de nosotros podía saber. El nombre del amigo imaginario que tenía de niño, de quien nunca hablaba a nadie. El único artículo que había mangado, cuando era adolescente… un juego de consola que realmente quería.
Y yo habría contestado alegremente esas preguntas. Pero no las hizo. No, escogió la que yo no quería responder. Ya fuera porque perversamente quería humillarme, aunque la revelación presumiblemente le haría daño también a él, o porque quería demostrarme, para que se lo comunicara a Smythe y los otros, hasta dónde estaba dispuesto a llegar.
—¿Exactamente dónde estábamos cuando nuestro padre sufrió el ataque cerebral? —preguntó.
Miré a Karen, luego a la cámara.
—En su despacho.
—¿Y qué estábamos haciendo?
—Jake…
—No lo sabes, ¿eh?
Oh, lo sé. Lo sé.
—Vamos, Jake —dije.
—Smythe, si esto es otro truco, mataré a Hades… Lo juro.
—No lo hagas —dije—. Contestaré, contestaré. —Eché de menos poder tomar una bocanada de aire que me tranquilizara—. Estábamos discutiendo con él.
—¿De qué?
—Vamos, Jake. Has oído lo suficiente para saber que soy realmente yo.
—¿De qué? —exigió saber el otro yo.