Sin estanterías tenía muchas paredes desnudas que en el salón estaban cubiertas por camisetas de béisbol, montadas tras un cristal. Yo era un demonio en las subastas electrónicas, y coleccionaba recuerdos del béisbol. Tenía todos los modelos de la camiseta de los Toronto Blue Jays… incluyendo las lamentables de los ceros, cuando quitaron temporalmente el «Blue» de su nombre; el azul era uno de los pocos colores que yo veía, y me gustaba el hecho de que el resto del mundo y yo aparentemente estuviéramos de acuerdo en lo que significaba el nombre del equipo.
Sin embargo, mi orgullo y alegría era una camiseta original de los Birmingham Barons que llevó Michael Jordan en su breve carrera en el béisbol; había fichado por los White Sox, pero lo rebajaron a su equipo de la liga menor como número 45. Jordán había firmado la camiseta en la manga derecha, entre dos de las rayas.
Tenía una maleta abierta sobre el sofá, con alguna ropa dentro. Se suponía que tenía que llenarla de las cosas que quería llevarme a la Luna, pero me sentí desolado. Sí, este yo biológico iba a marcharse al día siguiente a la Luna, para no regresar jamás. Pero otro yo (la versión Mindscan) volvería aquí dentro de unos cuantos días; esta casa sería su (mi) casa. Todo lo que el viejo yo se llevara de aquí sería añorado por el nuevo yo… y el nuevo yo tendría décadas (seguía sin poder pensar en «siglos» o «milenios») para disfrutarlo, mientras que el viejo yo…
Sólo había una cosa que había guardado para llevarme. No era una solución perfecta, puesto que si acababa tetrapléjico o en estado vegetativo no podría administrármela. Pero el frasquito con fármacos que llevaba en una cajita sin etiquetar acabaría conmigo si era necesario.
La gente a veces se preguntaba por qué no me marchaba de Canadá y me mudaba a Estados Unidos, una tierra con menos impuestos para los ricos. La respuesta era sencilla: el suicidio asistido por los médicos era legal en Canadá y mi testamento especificaba las condiciones bajo las que había que acabar conmigo. En Estados Unidos, desde la administración Buchanan (Pat, no James) los médicos estaban obligados por ley a mantenerme con vida aunque yo tuviera un severo daño cerebral o no pudiera moverme: me mantendrían vivo a pesar de mis deseos.
Pero, naturalmente, en la Luna no había ninguna ley nacional de la que preocuparse; sólo había unas cuantas avanzadillas científicas e instalaciones de empresas privadas. Inmortex haría lo que yo quisiera. Hacían que cada cliente redactara un protocolo por anticipado, describiendo qué hacer exactamente en caso de quedar incapacitado o en estado vegetativo irreversible. Si yo podía hacerlo por mi cuenta, lo haría, y la maletita que había guardado, una maletita que había estado durante años en el cajón de mi mesilla de noche, me serviría bien.
Era el único artículo que sabía que el yo artificial nunca echaría de menos.
Conecté la robococina para que se encargara de dar de comer a mi perra mientras… Bueno, estaba a punto de decir «mientras estuviera fuera», pero eso no era correcto del todo. Pero le daría de comer durante el cambio de guardia…
—Bien, Clambead —dije, rascándole vigorosamente tras las orejas—. Supongo que eso es todo. Ahora tienes que ser una buena chica.
Ella ladró mostrando su acuerdo, y yo me dirigí a la puerta.
Las instalaciones de Inmortex estaban en Markham, un refugio de alta tecnología en la zona norte de Toronto. Acudí en coche a mi cita, siguiendo la 407, un poco irritado por tener que conducir. ¿Dónde demonios estaba el coche autoconductor? Entendía que los coches voladores probablemente no fueran a existir nunca: demasiado potencial para producir graves daños cuando uno se estrellara al caer del cielo. Pero cuando era niño habían prometido que pronto habría coches que se conducirían solos. Lástima, tantas de las cosas que se predijeron se basaban en la escuela de pensamiento conocida como IA fuerte: la idea de que pronto se desarrollaría una inteligencia artificial tan poderosa, intuitiva y efectiva como la inteligencia humana. El completo fracaso de la IA fuerte había pillado por sorpresa a un montón de gente.
La técnica de Inmortex se desviaba de ese callejón sin salida. En vez de replicar la conciencia (lo que requería comprender exactamente su funcionamiento), los científicos de Inmortex simplemente la copiaban. La copia era tan inteligente, y tan consciente, como el original. Pero una IA de Novo, programada desde cero, como HAL 9000, el ordenador de esa tediosa película cuyo título era el año en que yo nací, seguía siendo una fantasía incumplida.
Las instalaciones de Inmortex no eran grandes, pero claro, no era una empresa con un gran volumen de negocio. Todavía. Advertí que toda la primera fila de espacios de aparcamiento estaba diseñada para visitantes discapacitados, muchos más de los que requería la ley de Ontario, pero claro, una vez más, Inmortex se dedicaba a un grupo inusitado. Aparqué en la segunda fila y bajé del coche.
El muro de calor me golpeó como si fuera algo físico. El sur de Ontario en agosto era supuestamente caluroso y bochornoso hace incluso un siglo. Los pequeños aumentos de temperatura, año tras año, habían desterrado la nieve de los inviernos de Toronto y habían hecho que el pleno verano resultara casi insoportable. A pesar de todo, no podía quejarme demasiado: los que vivían en el Sur de Estados Unidos lo tenían mucho peor. Sin duda ése era uno de los motivos por los que Karen se había mudado del Sur a Detroit.
Recogí del asiento trasero mi bolsa con las cosas que necesitaba para mi estancia en Inmortex. Luego me dirigí rápidamente a la puerta principal, pero acabé sudando mientras lo hacía. Ésa sería otra ventaja de mi cuerpo artificial, sin duda: se acabó sudar como un cerdo. Pero bien podría haber estado sudando de todas formas ese día aunque no hubiera hecho un calor infernaclass="underline" estaba nervioso. Atravesé la puerta giratoria, e inspiré el aire fresco del interior. Luego me presenté a la recepcionista, que estaba sentada tras un largo mostrador de granito.
—Hola —dije, sorprendido por lo seca que tenía la boca—. Soy Jacob Sullivan.
La recepcionista era una joven blanca y bonita. Yo estaba acostumbrado a ver a hombres en ese puesto, pero los clientes de Inmortex habían crecido en el siglo pasado: esperaban una mirada cándida al otro lado del mostrador. Consultó en una pantalla aérea los datos holográficos que flotaban ante ella.
—Ah, sí. Me temo que llega un poco pronto: todavía están calibrando el equipo Mindscan. —Miró mi bolsa; luego dijo—. ¿Ha traído también el equipaje para la Luna?
Palabras que nunca pensé que oiría en la vida.
—Está en el maletero de mi coche —contesté.
—¿Comprende los límites de masa? Naturalmente, puede llevarse más cosas, pero tendremos que cobrarle un suplemento, y puede que no vayan en el vuelo de hoy.
—No, no hay problema. Al final no he traído muchas cosas. Sólo unas cuantas mudas de ropa.
—No echará de menos sus cosas viejas —dijo la mujer—. Alto Edén es fabuloso, y tienen todo lo que pueda desear.
—¿Ha estado usted allí?
—¿Yo? No, todavía no. Pero, sabe, dentro de unas cuantas décadas…
—¿De veras? ¿Tiene pensado hacerse una descarga?
—Oh, claro. Inmortex tiene un gran plan para los empleados. Te ayuda a ahorrar para el proceso Mindscan y los gastos de mantener a tu original vivo en la Luna.
—Bueno… humm, la veré dentro de…