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—Tengo que confesarte algo, Iris. Es acerca de mi salud mental.

—Espera un minuto. Tengo que quitarme esto de los hombros y bajármelo hasta... hasta donde la decencia me lo permita.

Estábamos acostados —yo boca arriba, ella boca abajo— en el muelle. Iris se había arrancado la gorra de baño y luchaba para deslizarse de los hombros los breteles del traje de baño empapado y exponer, así, toda la espalda al sol. Al mismo tiempo, libraba una segunda batalla en la vecindad de su oscura axila, en el vano intento de no exhibir la blancura de un pequeño seno en la delicada unión con las costillas. Cuando logró adquirir un decoro aceptable, se echó un poco hacia atrás, sosteniéndose el traje de baño negro contra el pecho, mientras ejecutaba con la otra mano esos deliciosos movimientos de mono hurgador que hace una muchacha cuando busca algo en su bolso: en esa ocasión, un paquete malva de Salammbós baratos y un lujoso encendedor. Cuando los encontró volvió a apretar el pecho contra la toalla extendida. Un rojo lóbulo resplandecía a través de su "Medusa" —como se llamaba esa corta melena a la gargon en los años veinte— recién liberada de la gorra. El relieve de su espalda bronceada, con un lunar bajo el omóplato izquierdo y el largo canal de la columna vertebral, que redimía todos los errores de la evolución humana, me distrajo penosamente de mi decisión: prolongar mi oferta de matrimonio con una confesión especial, terriblemente importante. Aún brillaban unas cuantas aguamarinas en el lado interior de sus muslos, con sus fuertes pantorrillas doradas; en sus tobillos, más rosados, aún quedaban adheridos unos granos de arena. Si he descrito tantas veces en mis novelas norteamericanas ( Un reino junto al mar, Aráis) la irresistible belleza de la espalda de una muchacha, es sobre todo a causa de Iris. Sus nalgas pequeñas y compactas (el encanto más pleno, más dulce, más atormentador de su belleza pueril) eran todavía sorpresas depositadas al pie del árbol de Navidad.

Cuando volvió a ofrecerse al sol que la aguardaba, después de esos breves momentos de agitación, Iris adelantó el grueso labio inferior al exhalar el humo y me dijo:

—Creo que tu salud mental es estupenda. A veces eres extraño y hosco. Y muchas veces pareces tonto. Pero eso es característico de ce qu'on appelleun genio.

—¿Qué entiendes por "genio"?

—Bueno... la capacidad de ver cosas que los demás no ven. O más bien, de descubrir lazos invisibles entre las cosas.

—Yo hablo de otra cosa, entonces: de una modesta condición morbosa que nada tiene que ver con el genio. Empezaremos con un ejemplo concreto y un decorado auténtico. Por favor, cierra los ojos un momento. Visualiza ahora la avenida que va desde el correo hasta tu villa. ¿Ves los plátanos que convergen en la perspectiva y el portal del jardín entre los dos últimos?

—No —dijo Iris—. Han reemplazado el último de la derecha por un farol. Es difícil darse cuenta desde la plaza de la aldea, pero en realidad es un farol cubierto de hiedra.

—Bueno, es lo mismo. Lo importante es imaginar que miramos desde aquí, desde la aldea, hacia allá, hacia el jardín. Debemos tener bien presente qué es "aquí" y "allá" en nuestro problema. Por ahora, "aquí" es el rectángulo de luz verde en el portal semiabierto. Ahora empezamos a caminar por la avenida. En el segundo tronco de la derecha advertimos huellas de una proclama local...

—Fue una proclama de Ivor. Declaró que las cosas habían cambiado y que los proteges de tía Betty debían interrumpir sus visitas semanales.

—Magnífico. Seguimos caminando hacia el portal del jardín. Podemos distinguir intervalos de paisajes entre los árboles, a ambos lados. A tu derecha... por favor, cierra los ojos, verás mejor. A tu derecha hay un viñedo; a tu izquierda, un cementerio. Puedes ver su muro largo, bajo, muy bajo...

—Tu descripción es bastante siniestra. Quiero agregar algo. Entre las zarzamoras, Ivor y yo descubrimos una vieja lápida derruida con la inscripción ¡Duerme, Médorf y sólo la fecha de la muerte: 1889— Un perro recogido, sin duda. Está justo antes del último árbol de la izquierda.

—Bien, ahora llegamos al portal del jardín. Estamos a punto de entrar. De repente, te detienes: te has olvidado de comprar esas bonitas estampillas nuevas para tu álbum. Decidimos volver a la oficina de correos.

—¿Puedo abrir los ojos? Tengo miedo de quedarme dormida.

—Al contrario: ahora es el momento de cerrar los ojos con fuerza y concentrarse. Quiero que te imagines volviéndote sobre los talones, de manera que "derecha" se convierta en "izquierda" y al instante veas "aquí" como "allá", con el farol a tu izquierda, la tumba de Médor a tu derecha y los plátanos convergiendo hacia el correo. ¿Puedes hacerlo?

—Ya está —dijo Iris—. He hecho un giro completo. Ahora estoy frente a un agujero soleado con una casita rosada en el interior y un pedazo de cielo azul. ¿Empezamos a caminar de nuevo?

—¡Tú puedes hacerlo! Para mí, es imposible. Este es el sentido del experimento. En la vida real, física, puedo volverme con la naturalidad y la rapidez de cualquier persona. Pero mentalmente, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, soy incapaz de cambiar de dirección. Hay alguna célula que no funciona en mi cerebro. Desde luego, puedo trampear: puedo desechar la imagen mental de un panorama y elegir con calma la perspectiva opuesta para regresar al punto de partida. Pero si no trampeo, una especie de obstáculo atroz, que me enloquecería si persistiera en mi intento, me impide imaginar el giro que transforma una dirección en otra, la opuesta. Me siento abrumado, soporto el mundo entero sobre mis hombros en el proceso de visualizar mi giro, de manera tal que pueda ver "a la derecha" lo que he visto "a la izquierda", y viceversa.

Pensé que se había quedado dormida, pero antes de que dedujera que no había oído o no había comprendido nada de lo que me destruía, Iris se movió, volvió a deslizarse los breteles sobre los hombros y se sentó.

—En primer término, de hoy en adelante suspenderemos estos experimentos —dijo—. En segundo término, nos convenceremos a nosotros mismos de que sólo hemos tratado de resolver un estúpido acertijo filosófico, en el sentido de qué significan "derecha" e "izquierda" en nuestra ausencia, cuando nadie mira, en el puro espacio. Y después de todo, qué es el espacio. Cuando era chica, creía que el espacio era el interior de un cero, cualquier cero dibujado con tiza en una pizarra y quizá no muy bien hecho, pero un buen cero, de todos modos. No quiero que te enloquezcas ni me enloquezcas, porque esas perplejidades son contagiosas. De manera que acabemos para siempre con esta historia de girar en avenidas. Quisiera que selláramos nuestro pacto con un beso, pero tendremos que posponerlo. Ivor vendrá a buscarnos dentro de poco para llevarnos a pasear en su nuevo automóvil. No creo que tengas ganas de acompañarnos, así que te propongo que nos veamos en el jardín, durante uno o dos minutos, justo antes de la cena, mientras Ivor se baña.

Le pregunté qué le había dicho Bob (L. P.) en mi sueño.

—No fue un sueño —contestó Iris—. Quería saber si su hermana había telefoneado para invitarnos a los tres a un baile. Si llamó, nadie estaba en casa.

Fuimos al Victoria en busca de unos tragos y unos bocados, y al fin llegó Ivor. De ninguna manera, dijo, él sabía bailar y hacer esgrima mejor que nadie en un escenario, pero era un verdadero oso en la vida privada y no estaba dispuesto a que todos los rastaquouères de la Côtemanosearan a su hermana.