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—Entre paréntesis —agregó—, la obsesión de P. con los prestamistas no me impresiona demasiado. Arruinó al mejor de ellos en Cambridge, pero lo único que puede decir de los prestamistas son maldades convencionales.

—Mi hermano es un tipo curioso —dijo Iris volviéndose hacia mí como en una representación teatral—. Oculta nuestro abolengo como un tesoro, pero estalla de furia si alguien llama Shylock a alguien.

Ivor siguió con su chachara.

—El viejo Maurice [su patrón] cenará con nosotros esta noche. Fiambres y macedonia al ron. Compraré espárragos en lata en un negocio inglés; son mucho mejores que los frescos de aquí. El auto no es un Royce, pero anda. Lamento que Vivían se sienta mal y no pueda acompañarnos. He visto a Madge Titheridge esta mañana y me dijo que los periodistas franceses pronuncian su apellido " Si c'est riche". Nadie se ríe hoy.

9

Demasiado nervioso para dormir mi siesta habitual, pasé casi toda la tarde trabajando en un poema de amor. (Y esta es la última anotación en mi diario de 1922, hecha exactamente un mes después de mi llegada a Carnavaux.) Por aquella época yo parecía tener dos musas: la esencial, genuina e histérica, que me torturaba con esquivas corrientes de imágenes y que se escandalizaba al comprobar mi torpeza para adueñarme de la magia y el delirio puestos a mi alcance, y su musa suplente y ayudante, llena de módica lógica, que rellenaba las grietas dejadas por su ama con obturaciones explicativas y ripiosas, cada vez más abundantes a medida que me alejaba de la perfección inicial, evanescente y salvaje. La traidora música de los ritmos rusos acudía en mi especioso rescate como esos demonios que irrumpen en el negro silencio del infierno de un creador con imitaciones de poetas griegos y de aves prehistóricas. El último, decisivo fraude lo cometía al pasar en limpio mi obra: durante un instante, la caligrafía, el papel de vitela y la tinta china dignificaban mis versos lamentables. Y pensar que durante casi cinco años hice todo lo posible para dejarme atrapar... hasta que despedí a la pintada, encinta, servil, mezquina ayudante.

Me vestí y bajé. La puerta vidriera que daba a la terraza estaba abierta. El viejo Maurice, Iris e Ivor disfrutaban de sus Martinis en la platea de un maravilloso crepúsculo. Ivor imitaba a alguien con entonaciones absurdas y gestos extravagantes. El maravilloso crepúsculo no sólo ha quedado como el telón de foro de una noche que habría de cambiar nuestras vidas; permanece, además, tras la sugerencia que muchos años después hice a mis editores ingleses: la publicación de un álbum de auroras y crepúsculos, con los colores más fieles. Una colección que inclusive tendría valor científico, ya que podría requerirse la ayuda de doctos celestólogos para que examinaran las muestras recogidas en diferentes países y analizaran las diferencias —impresionantes y nunca estudiadas hasta el momento— entre las combinaciones de colores del atardecer y el alba. El álbum apareció al fin: su precio era elevado y la parte visual aceptable, pero el texto era obra de una desdichada escritora cuya prosa dulzona y cuya poesía prestada entorpecían el libro ( Allan and Overton, Londres, 1949).

Durante un instante, mientras oía distraídamente la estridente actuación de Ivor, me quedé contemplando el inmenso crepúsculo. Su tonalidad era de un clásico anaranjado claro, atravesado por un oblicuo tiburón negro azulado. Lo que exaltaba esa combinación era una serie de nubes refulgentes como brasas, deshechas en jirones, encapuchadas, en procesión sobre el sol, que había adquirido la forma de un peón de ajedrez o de un balaustre. Estaba a punto de exclamar: "¡Miren las brujas del sabat!", cuando vi que Iris se levantaba y la oí decir:

—Basta ya, Ives. Maurice no conoce a esa persona, así que tu imitación es inútil.

—Al contrario —contestó su hermano—. Lo conocerá dentro de un minuto y lo reconocerá —pronunció el verbo con un artístico gruñido—. ¡Eso será lo divertido!

Iris salió de la terraza rumbo a los escalones que daban al jardín. Ivor interrumpió su parodia, que al resonar en mi conciencia me permitió identificarla como una hábil sátira de mi voz y mis maneras. Tuve la extraña sensación de que me arrancaban una parte de mí mismo y la arrojaban a un lado, de que me separaban de mí mismo, de que me precipitaba hacia adelante y al mismo tiempo me apartaba. Prevaleció lo segundo; al fin me reuní con Iris bajo la encina.

El estridor de los grillos colmaba el aire, y la penumbra había llenado el estanque. Un rayo del farol del camino arrancaba destellos a dos autos estacionados. Besé los labios, el cuello, el collar, el cuello, los labios de Iris. Su reacción disipó mi malhumor, pero le dije qué pensaba del imbécil antes de que ella regresara a la villa alegremente iluminada.

Ivor en persona me llevó la cena y la depositó en la mesa de luz, con mal disimulada consternación por el hecho de que mi ausencia le impidiera probar su destreza, con encantadoras disculpas por haberme ofendido e interesado por saber si me había quedado sin pijamas. Le contesté que, al contrario, me sentía muy halagado y que siempre dormía desnudo en verano. Pero prefería no bajar, pues temía que un ligero dolor de cabeza me impidiera estar a la altura de su espléndida imitación.

Dormí a intervalos y sólo al amanecer me deslicé en un sueño más proiundo (ilustrado, sabe Dios por qué, con la imagen de mi primera, joven amante tendida sobre la hierba de un jardín). Me despertó bruscamente el gruñido de un motor. Me puse una camisa y me asomé por la ventana, entre el aleteo de los gorriones que espanté del jazmín, cuya exuberancia llegaba hasta el segundo piso. Con deliciosa sorpresa vi que Ivor metía una valija y una caña de pescar en su automóvil, que aguardaba al borde mismo del jardín. Era domingo y me había resignado a soportar a Ivor durante el día entero: pero ahí estaba, instalándose tras el volante y cerrando la puerta del auto. El jardinero le daba indicaciones tácticas con ambos brazos; junto a él estaba su hijo, un chico muy lindo, con un plumero amarillo y azul en la mano. Entonces oí la encantadora voz inglesa de Iris, que deseaba un buen día a su hermano. Tuve que asomarme un poco más para verla: estaba de pie sobre el fresco césped, descalza, las piernas al aire, con una bata de mangas muy amplias, repitiendo su alegre despedida, que Ivor ya no podía oír.

Me precipité hacia el baño a través del descanso de la escalera. Poco después, al salir de mi gorgoteante refugio, la vi del otro lado de la escalera. Entraba en mi cuarto. Mi remera color salmón, muy corta, no podía ocultar mi protuberante impaciencia.

—Detesto la expresión aturdida de un reloj que se ha parado —dijo, extendiendo el esbelto brazo bronceado hacia el estante donde yo había relegado un viejo relojito de arena que me habían prestado en lugar de un despertador normal. La manga cayó hacia atrás y besé el hueco sombrío y perfumado que anhelaba besar desde nuestro primer día al sol.

Sabía que la llave de la puerta no funcionaba. Pero hice la prueba, sin más recompensa que una serie de estúpidos clics que no cerraron nada. ¿De quién eran los pasos, la joven tos que subían la escalera? Sí, desde luego, eran de Jacquot, el hijo del jardinero, que frotaba cosas y limpiaba el polvo todas las mañanas. Quizá metiera la nariz en mi cuarto, dije, ya hablando con dificultad. Para lustrar ese candelera, por ejemplo. Oh, qué importa, susurró Iris; no es más que un niño concienzudo, un expósito, como todos nuestros perros y loros.