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Ya que el acceso a mi obra le estaba vedado, resolvió que ella misma sería— escritora. Desde mediados de la década del veinte hasta el fin de su breve, malgastada, ocre existencia, mi Iris trabajó en dos, tres, cuatro sucesivas versiones de una novela policial, cediendo en cada una de ellas a un extraño impulso que la obligaba a frenéticas supresiones y a cambiarlo todo: argumento, personajes, ambiente. Todo, salvo los nombres de los personajes, que he olvidado por completo.

Iris no sólo carecía de talento literario; ni siquiera tenía la capacidad de imitar a los pocos autores hábiles que había entre los prósperos pero efímeros proveedores de novelas policiales que ella consumía con el indiscriminado celo de un prisionero ejemplar. ¿Cómo se explica, pues, que mi Iris supiera que tal o cual cosa debía ser alterada o eliminada? ¿Qué instinto del genio le ordenó destruir todos sus borradores en la víspera, casi en la víspera misma de su súbita muerte? Todo lo que esa extraña muchacha logró visualizar con asombrosa lucidez fue la cubierta roja de la edición definitiva e ideal, en la cual la mano del villano erizada de pelo aparecía apuntando con un encendedor en forma de revólver al lector (de quien se esperaba que no adivinara hasta que todos murieran en la obra que el encendedor era, en verdad, un revólver).

Permítaseme recordar algunos momentos fatídicos, hábilmente disimulados, en la trama de nuestros siete inviernos.

Durante el intervalo de un magnífico concierto para el cual no habíamos conseguido asientos contiguos, advertí que Iris saludaba con gran deferencia a una mujer de aire melancólico, pelo gris y labios delgados. Yo la había conocido en alguna parte y hacía muy poco, pero la insignificancia misma de su aspecto impedía la posibilidad siquiera de un vago recuerdo y nunca pregunté a Iris quién era esa mujer. Habría de ser su última profesora.

Todo escritor cree, cuando se publica su primer libro, que quienes lo aclaman son sus amigos personales o sus pares impersonales, mientras que sus detractores sólo pueden ser canallas envidiosos o ceros a la izquierda. Yo me habría hecho, sin duda, ese tipo de ilusiones acerca de las reseñas de mi novela Tamaraen los periódicos rusos de París, Berlín, Praga, Riga y otras ciudades. Pero para entonces ya me había dedicado a mi segunda novela, El peón se come a la reina, y la primera se había desmenuzado en mi mente como un polvo de colores.

El director de Patria, el periódico mensual emigréque empezó a publicar por entregas El peón se come a la reina, nos invitó a "Irida Osipovna" y a mí a un samovar literario. Lo menciono sólo porque ese fue uno de los pocos salones a que mi insociabilidad se dignó asistir. Iris servía los sandwiches. Yo fumaba mi pipa y observaba los hábitos alimentarios de dos novelistas importantes, tres de segundo orden, un poeta importante, cinco de segundo orden de ambos sexos, entre ellos el inimitable "Prostakov-Skotinin", nombre de comedia rusa que significa "inocente y bruto" y que le había adjudicado su archirrival, Hristofor Boyarski.

Alguien preguntó al poeta importante, Boris Morozov, hombre amable y grande como ün oso, cómo le había ido con su lectura de poemas en Berlín y él dijo " Nichevo" (un "así nomás" con un matiz de "bastante bien") y después contó una anécdota graciosa pero no memorable sobre el nuevo presidente de la Unión de Escritores Emigrés de Alemania. La dama que estaba sentada a mi lado me informó que le había encantado la traidora conversación entre el Peón y la Reina acerca del marido. ¿No podía yo anticiparle si de veras pensaban librarse del pobre jugador de ajedrez? Le dije que lo harían, pero no en la entrega siguiente y tampoco definitivamente: el jugador viviría para siempre en las partidas que había jugado y en los múltiples signos de admiración de los futuros anotadores. También oí —el sentido del oído es en mí tan agudo como el de la vista— algún fragmento de la conversación general, como por ejemplo la aclaración "Es una inglesa" que un invitado susurró a otro tapándose la boca con la mano, a cinco sillas de distancia de la mía.

Sería absurdo registrar estas trivialidades si no sirvieran para evocar el trasfondo de lugares comunes —típico de esas reuniones de exiliado— contra el cual se destacaba de cuando en cuando, entre la chismografía literaria y la chachara, un eco revelador: un verso de Tyuchev o de Blok citado al pasar (como si se hubiera tratado de una presencia permanente), con la familiaridad de la devoción y como la secreta altura del arte, que ornamentaba las tristes vidas con una súbita cadencia surgida de alguna región celestial, un resplandor, una dulzura, un reflejo irisado proyectado en la pared por un invisible pisapapel de cristal. Eso era lo que mi Iris no podía entender.

Para volver a las trivialidades: recuerdo que divertí a la reunión contando uno de los disparates que pesqué en la "traducción" de Tamara. La frase vidnelos' neskol'ko barok("veíanse algunas barcazas") se había convertido en La vue était assez baroque— El eminente crítico Basilevski, un tipo fornido y rubio, vestido con un traje marrón muy arrugado, se sacudió de regocijo abdominal, pero después cambió de expresión y adquirió un aire de recelo y disgusto. Después del té se me acercó e insistió con aspereza en que yo había inventado ese error de traducción. Recuerdo que le contesté que si así era, también él mismo podía ser una invención mía.

Mientras volvíamos a casa, Iris se lamentó de que nunca aprendería a enturbiar un vaso de té con una cucharada de empalagosa jalea de frambruesa. Le contesté que estaba dispuesto a aceptar su deliberada limitación, pero le imploré que dejara de anunciar à la ronde: "No se preocupen por mí, por favor. Me encanta el sonido del ruso." Eso era un insulto. Era como decir a un autor qué su libro era ilegible, aunque muy bien impreso.

—Ya sé cómo remediar las cosas —me dijo Iris, llena de ánimo—. Nunca pude encontrar un buen profesor de ruso. Creía que tú eras el único... y tú te negabas a enseñarme porque estabas cansado, porque estabas ocupado, porque te aburrías, porque te ponías nervioso. Al fin he descubierto a alguien que habla los dos idiomas, el tuyo y el mío, como dos lenguas maternas. Pienso en Nadia Starov. En realidad, fue ella misma quien me lo sugirió.

Nadezhda Gordonovna Starov era la mujer de cierto leytenant Starov (su nombre de pila carece de importancia) que había servido bajo las órdenes del general Wrangel y ahora trabajaba en una oficina de la Cruz Blanca. Yo lo había conocido poco antes, en Londres, durante el entierro del viejo conde, mientras llevábamos el ataúd. Se decía que Starov era hijo bastardo o "sobrino adoptivo" (vaya uno a saber qué significaba eso) del conde. Era un hombre de piel y ojos oscuros, tres o cuatro años mayor que yo. Me parecía más bien apuesto, en un estilo melancólico, lúgubre. Una herida recibida en la cabeza durante la guerra civil le había dejado un tic tremendo que le crispaba súbitamente la cara a intervalos irregulares, como una bolsa de papel arrugada por una mano invisible. Nadezhda Starov, una mujer apacible, sin atractivos, con un indefinible aire de cuáquera, tomaba notas de esos intervalos por algún motivo, sin duda de índole médica, ya que el hombre era inconsciente de sus "fuegos de artificio" a menos que los mirara por casualidad en un espejo. Starov tenía un sentido del humor macabro, manos hermosas y voz aterciopelada.