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Entonces me di cuenta de que la mujer con quien Iris había hablado en aquella sala de concierto era Nadezhda Gordonovna. No sé exactamente cuándo empezaron las lecciones ni cuánto duró ese capricho: un mes o dos, a lo sumo. Las lecciones tenían lugar en casa de la señora Starov o en alguna de las casas de té rusas que ambas damas frecuentaban. Yo tenía una breve lista de números telefónicos, de modo que Iris sabía que podía comunicarme con ella en cualquier momento si, por ejemplo, me sentía al borde de perder el juicio o si quería pedirle que de regreso a casa me comprara una lata de mi tabaco preferido. Lo que Iris no sabía era que, por otro lado, jamás me habría atrevido a llamarla por temor de no dar con ella en el sitio indicado y caer así en una angustia, siquiera durante pocos minutos, que era incapaz de enfrentar.

En cierta ocasión, cerca de la Navidad de 1929, Iris me dijo al pasar que esas lecciones se habían interrumpido ya hacía tiempo: la señora Starov había partido para Inglaterra y se decía que no volvería junto a su marido. El teniente, según contaban, era una bala perdida.

12

En un misterioso momento, hacia el fin del último invierno que pasamos en París, nuestra relación mejoró. Una oleada de nueva tibieza, de nueva intimidad, de nueva ternura fue creciendo hasta barrer con esos amagos de distanciamiento —tensiones, silencios, sospechas, aislamientos en castillos de amour-propre— que perturbaban nuestro amor y de los que sólo yo era culpable. No habría podido imaginar una compañera más encantadora y alegre que Iris. Las palabras de afecto, los apodos cariñosos (en mi caso, basados en formas rusas) reingresaron en nuestro trato habitual. Yo rompí las reglas monásticas de trabajo para mi relato en verso Polnolunie(Plenilunio) y salía a pasear con ella por el Bois o me imponía el deber de acompañarla a tediosos desfiles de moda y exposiciones de imposturas de avant-garde. Superé mi desprecio por el cinematógrafo "serio" (abundante en problemas desgarradores con implicaciones políticas), que Iris prefería a las bufonadas norteamericanas y a los trucos fotográficos de las películas de horror alemanas. Hasta di una conferencia sobre mis días de Cambridge en un Club de Damas Inglesas al que ella pertenecía. Y para culminar, le conté el argumento de mi próxima novela ( Camera Lucida).

Una tarde de marzo o a principios de abril, en 1930, Iris se asomó a mi cuarto y cuando le pedí que entrara me tendió el duplicado de una hoja escrita a máquina, que llevaba el número 444. Me explicó que era un episodio provisional de su interminable relato, que pronto habría de tener más supresiones que inserciones. Estaba atascada, me dijo. Diana Vane, una muchacha sin importancia pero encantadora que pasaba un tiempo en París, había conocido en una escuela de equitación a un extraño francés —o corso, o quizá argelino— apasionado, brutal, desequilibrado. El individuo confundía a Diana —e insistía en confundirla, a pesar de las divertidas protestas de la muchacha— con su anterior amante, también inglesa, a quien no veía desde hacía muchos años. La autora me explicó que esa era una especie de alucinación, un capricho obsesivo que Diana, una deliciosa coqueta con agudo sentido del humor, permitió a Jules durante unas veinte lecciones de equitación. Pero las exigencias de Jules fueron volviéndose más realistas y Diana dejó de verlo. No había ocurrido nada entre ellos, pero Jules no podía convencerse de que ella no era la muchacha que había poseído una vez o había creído poseer. Esa otra muchacha quizá había sido también sólo el fantasma de una relación aún más antigua o un delirio recurrente. Era una situación muy extraña. La página que me había entregado Iris era la última, ominosa carta escrita por Jules a Diana en un inglés defectuoso. Yo debía leerla como si hubiera sido una carta real y sugerir además, en mi carácter de escritor profesional, cuáles podrían ser las consecuencias o los desastres resultantes.

¡Amada!

Soy incapaz de convencerme a mí mismo de que tú deseas romper cualquier relación con mí. Dios ve que te quiero más que a vida, más que a dos vidas, la tuya y la mía las dos juntas. ¿Estarás enferma? ¿O has encontrado a otro? ¿Otro amante? ¿Es eso? ¿Otra víctima de tus encantos? No, no, esta idea es demasiado terrible, demasiado humillante para ambos tú y mí.

Mi suplicación modesta y justa. ¡Concede sólo una entrevista más a mí! ¡Sólo una! Estoy preparado para ver a ti donde sea: en la calle, en un cajé, en la Selva de Boulogne. Pero tengo que revelar muchos misterios antes de morir. Oh, esta no es una amenaza. Juro que si nuestra entrevista tiene un resultado positivo, si dicho de otro modo, me concedes una esperanza, siquiera una esperanza, entonces consentiré un esperar un poco. Vero tienes que contestar a mí sin tardar, mi cruel, estúpida, adorada niña.

Tuyo

Jules

—Hay algo que la muchacha debería saber —dije después de doblar cuidadosamente el papel y metérmelo en el bolsillo para leerlo después con más cuidado»—. Ese Jules no es un corso romántico que escribe la carta de un crime passionnel. Es un chantajista ruso que apenas si sabe bastante inglés como para traducir las expresiones rusas más estereotipadas. Lo que me intriga es cómo te las has arreglado, con las tres o cuatro palabras que sabes en ruso —kak pozh'waete(¿Cómo le va?) y do sifidaniya(¡Hasta la vista!)—, para imaginar esos giros tan sutiles e imitar los errores en inglés que sólo un ruso podría cometer. Ya sé que el arte de imitar te viene de familia, pero...

Iris contestó (con el exquisito non sequitur que cuarenta años después yo pondría en boca de la protagonista de mi Ardis) que sí, yo tenía razón, ella se había confundido demasiado con esas lecciones de ruso y corregiría la impresión que producía la carta escribiéndola en francés (del que, según le habían informado, el ruso había tomado una buena cantidad de lugares comunes).

—Pero eso no es lo importante —agregó—. ¿No entiendes? Lo importante es qué sucederá después. Quiero decir, lógicamente... ¿Qué hará mi pobre muchacha con ese insoportable maniático? La chica está perturbada, perpleja, asustada. ¿Esta situación debe terminar en farsa o en tragedia?

—En el cesto de papeles —susurré, interrumpiendo mi trabajo para recibir en mi regazo el menudo cuerpo de Iris, como solía ocurrir, Dios sea loado, aquella fatal primavera de 1930.

—Devuélveme el borrador —suplicó Iris dulcemente, tratando de meterme la mano en el bolsillo de la bata.

Pero sacudí la cabeza y la abracé con más fuerza.

Mis celos latentes pudieron encenderse como una hoguera gigantesca ante la sospecha de que mi mujer hubiese transcrito una carta auténtica (enviada, por ejemplo, por uno de los desdichados, sucios poetastros emigres de pelo grasiento y elocuentes ojos acuosos que Iris solía encontrar en los salones de exiliados). Pero después de leer de nuevo la carta, resolví que era obra de Iris, con algunos errores trasplantados del francés ( supplication, avec moi, sans tarder) y otros que podrían ser ecos subliminales del volapuka que había estado expuesta durante las clases con sus profesoras de ruso, a lo largo de ejercicios bilingües o trilingües de manuales grotescos. Así, en lugar de aventurarme en una maraña de horribles conjeturas, todo cuanto hice fue guardar ese delgado papel (con sus líneas de márgenes desparejos, tan característicos de su escritura a máquina) en mi desvaída y cuarteada billetera, junto con otros recuerdos, otras muertes.