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La mañana del 23 de abril de 1930 el chillón timbrazo del teléfono instalado en el pasillo me sorprendió en el acto de meterme en la bañera.

¡Ivor! Acababa de llegar a París desde Nueva York para asistir a una importante conferencia, estaría ocupado toda la tarde, se iría al día siguiente, le gustaría...

Aquí intervino Iris, desnuda; con gran delicadeza, sin urgencia, con una sonrisa radiante, se apoderó del receptor que seguía monologando. Un minuto después (su hermano, fueran cuales fuesen sus defectos, hablaba por teléfono con admirable concisión), todavía sonriente, me abrazó y ambos nos trasladamos a su dormitorio para nuestro último ja ire la mourir, como decía en su tierno, aberrante francés.

Ivor pasaría a buscarnos a las siete de la tarde. Ya me había puesto mi viejo smoking; Iris estaba parada de sesgo frente al espejo del pasillo (el mejor y el más límpido de la casa), girando lentamente mientras procuraba reflejar la parte trasera de su melena sedosa y oscura en el espejo de mano que sostenía a la altura de la cabeza.

—Si estás listo —dijo—, quisiera que compraras unas aceitunas. Ivor vendrá aquí después de la cena y le gusta comerlas con su "último cognac".

Bajé, crucé la calle, me estremecí (era una noche inhóspita) y empujé la puerta de la fiambrería que estaba frente a casa. A mi espalda un hombre impidió con mano enérgica que la puerta se cerrara. Llevaba impermeable militar y boina. La cara oscura se le crispó. Reconocí al teniente Starov.

—¡Vaya! —dijo—. Hace un siglo que no nos vemos.

La nube de su aliento me trajo un tufo químico. Una vez yo había intentado aspirar cocaína (que sólo me hizo vomitar). Pero esa era otra droga.

Se quitó el guante negro para uno de esos apretones de mano circunstanciales que mis compatriotas creen oportuno dar en cada entrada y salida, y la puerta liberada lo golpeó entre los omóplatos.

—¡Agradable encuentro! —siguió en su curioso inglés (no hacía alarde de él, como habría podido suponerse; más bien lo usaba por asociación de ideas inconsciente)—. Lo veo de smoking. ¿Banquete?

Mientras compraba las aceitunas le contesté en ruso que sí, en efecto, mi mujer y yo cenaríamos fuera. En seguida le di un fugaz apretón de mano, aprovechando que la vendedora se había vuelto hacia él para la próxima transacción.

—¡Qué lástima! —exclamó Iris—. Quería aceitunas negras, no verdes.

Le dije que no estaba dispuesto a volver porque no quería encontrarme de nuevo con Starov.

—Oh, es un individuo detestable —dijo Iris—. Estoy segura de que ahora vendrá a visitarnos, con la esperanza de que le ofrezcamos un poco de vo-duch-ka— Lamento que le hayas dirigido la palabra.

Abrió la ventana y se asomó en el preciso instante en que Ivor salía del taxi. Iris le sopló un exuberante beso y gritó, con ademanes ilustrativos, que bajaríamos de inmediato.

—¡Cómo me gustaría que llevaras capa! —me dijo mientras bajábamos la escalera—. Nos envolveríamos los dos con ella, como los gemelos siameses de tu cuento. ¡Vamos, rápido!

Se precipitó en los brazos de Ivor y un instante después estaba al abrigo del taxi.

— Paon d'Or—dijo Ivor al chofer—. Qué gusto verte, viejo —me dijo con clara entonación norteamericana (que después imité tímidamente durante la cena, hasta que él dijo entre dientes: "Muy gracioso").

El Paon d'Orya no existe. Aunque no era un sitio de lujo, era agradable y limpio, muy frecuentado por turistas norteamericanos, que lo llamaban "Pander" o "Pandora" y siempre pedían putty saw-lay(creo que fue eso lo que comimos). Recuerdo con más claridad una caja de vidrio colgada en la pared con flores doradas, junto a nuestra mesa. Exhibía cuatro mariposas Morpho: dos muy grandes, semejantes por el brillo violento de las alas, pero de formas distintas, y debajo de ellas otras dos más pequeñas, la izquierda de un azul más suave con rayas blancas y la derecha con un fulgor como de seda plateada. Según el maître, las había cazado un convicto en Sudamérica.

—¿Y cómo está mi amiga Mata Hari? —preguntó Ivor volviéndose hacia nosotros, con la mano abierta posada sobre la mesa, donde la había dejado después de señalar a los."bichos" de que hablábamos.

Le dijimos que el pobre guacamayo se había enfermado y debimos eliminarlo. ¿Y su automóvil? ¿Todavía andaba? ¡Vaya si andaba!...

—A propósito —dijo Iris, rozándome la mano—, hemos resuelto salir para Cannice mañana. Es una lástima que no puedas acompañarnos, Iyes. Pero quizá puedas ir después.

No opuse ningún reparo, aunque era la primera vez que oía esa decisión.

Ivor dijo que si alguna vez resolvíamos vender Villa Iris, él conocía a alguien que la compraría en cualquier momento. Iris lo conocía: era David Geller, el actor.

—Fue su primer novio —agregó Ivor, dirigiéndose a mí—, antes de que aparecieras tú. Iris debe conservar todavía esa foto de hace diez años en que estamos él y yo en Troilo y Cresida. Él es Elena de Troya; yo soy Cresida.

—Mentiras, mentiras —murmuró Iris.

Ivor describió su casa en Los Ángeles. Me propuso que después de cenar habláramos de un guión que pensaba encargarme, basado en El inspectorde Gogol (habíamos vuelto a fojas cero, por lo visto). Iris pidió otra porción de lo que estábamos comiendo, fuera cual fuese su nombre.

—Te morirás —dijo Ivor—. Es una comida muy pesada. Recuerda lo que decía la señorita Grunt —una institutriz a quien solía atribuir toda clase de estremecedores apotegmas—: "Los blancos gusanos acechan a la espera del glotón".

—Por eso quiero que me quemen cuando muera —dijo Iris.

Ivor pidió una segunda o tercera botella del indiferente vino blanco que yo había tenido la cortés debilidad de elogiar. Bebimos en honor de la última película de Ivor (no recuerdo su título), que se estrenaría al día siguiente en Londres y después en París, según esperaba.

Ivor no parecía demasiado feliz ni atrayente. Tenía una calva considerable, llena de pecas. Nunca había advertido que sus párpados fueran tan pesados y sus pestañas tan duras y pálidas. Nuestros vecinos, tres inofensivos norteamericanos entusiastas, rubicundos, estrepitosos, quizá no fueran particularmente agradables, pero ni Iris ni yo justificamos que Ivor amenazara "con hacer callar a esos patanes del Bronx", ya que él mismo hablaba en tono bastante resonante. Por mi parte esperaba con impaciencia el fin de la cena —el café en casa—, pero Iris, por el contrario, parecía disfrutar de cada bocado, de cada trago. Llevaba un vestido negro muy escotado y los largos aros de oro que yo le había regalado. Sin el bronceado del verano, sus mejillas y brazos tenían la blancura mate que yo habría de distribuir, quizá con demasiada generosidad, entre las heroínas de mis futuros libros. Los inquietos ojos de Ivor apreciaban, mientras hablaba, los hombros desnudos de Iris, pero yo me las arreglaba, mediante el simple recurso de interrumpirlo con alguna pregunta, para confundir la trayectoria de su mirada.