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Por fin acabó la ordalía. Iris dijo que volvería en unos segundos. Su hermano sugirió que "fuéramos a echarnos una meada". Decliné la invitación, no porque no tuviera ganas, sino porque sabía por experiencia que un vecino locuaz y la proximidad de su chorro me producirían una inexorable impotencia urinaria. Sentado en el bar del restaurante pensé en las ventajas de trasladar mis horas de trabajo que dedicaba a Camera Lucidaa otro ambiente, otro escritorio, otra luz, otro entorno de estímulos y olores exteriores, y de pronto vi que mis páginas y notas se deslizaban velozmente, como las ventanas iluminadas de un tren expreso que no se detuviera en mi estación. Ya había resuelto disuadir de su plan a Iris cuando hermano y hermana aparecieron en lados opuestos del escenario, sonriéndose mutuamente. A Iris le quedaban menos de quince minutos de vida.

Los números son confusos en la rue Despréaux y el conductor del taxi nos llevó dos casas más allá de la nuestra. Sugirió que daría marcha atrás, pero la impaciente Iris bajó rápidamente y yo la seguí, dejando que Ivor pagara el taxi. Iris echó una mirada a su alrededor; después empezó a caminar con tal rapidez que me costó alcanzarla. Cuando estaba a punto de tomarle el codo, oí a mis espaldas la voz de Ivor: no tenía bastante cambio para pagar el taxi. Abandoné a Iris y volví hacia Ivor. Cuando estaba a punto de llegar junto a Ivor y el chofer, que parecían leerse mutuamente las líneas de las manos, oí que Iris lanzaba un grito enérgico, como para apartar a un perro. A la luz del farol de la calle percibí la figura de un hombre de impermeable que se aproximaba a ella desde la acera opuesta y le disparaba desde tan cerca que pareció hundirle en el cuerpo el cañón del largo revólver. Para entonces el chofer del taxi, seguido por Ivor y por mí, se había acercado lo bastante como para ver al asesino tropezar con el cuerpo caído y encogido. Pero no trató de huir. Al contrario: se arrodilló, se quitó la boina, echó atrás los hombros y en esa absurda actitud se llevó el revólver a la cabeza rasurada.

La historia que apareció entre otros faits diversen los diarios de París después de una investigación policial —que Ivor y yo nos ingeniamos para confundir por completo— es la siguiente: un ruso blanco, Wladimir Blagidze, alias Starov, que padecía de ataques de demencia, tuvo un acceso el viernes por la noche y en medio de una calle apacible hizo fuego al azar. Después de matar de un tiro a una turista inglesa, la señora... (nombre falso), que pasaba por allí en esos momentos, se levantó la tapa de los sesos junto a ella. En realidad no murió allí mismo: consiguió retener fragmentos de conciencia en su cráneo sorprendentemente duro y siguió vivo hasta el mes de mayo, muy caluroso ese año. Impulsado por una curiosidad perversa, Ivor lo visitó en la clínica especializada del renombrado doctor Lazareff: un edificio muy redondo, tremendamente redondo, situado en una colina cubierta de castaños de la India, rosales silvestres y otras plantas punzantes. Por el agujero abierto en la cabeza de Blagidze había logrado escapar gran cantidad de recuerdos recientes; pero el paciente recordaba con gran nitidez (según los informes de una enfermera rusa capaz de descifrar los relatos del torturado) que a los seis años de edad lo habían llevado a un parque de diversiones en Italia, donde un tren en miniatura compuesto de tres vagones descubiertos, cada uno con capacidad para seis silenciosos niños, con una locomotora que funcionaba a batería y emitía a intervalos realistas nubes de un sucedáneo del humo, hacía un trayecto circular a través de un pintoresco y espeso bosquecillo de pesadilla cuyas flores mareadas se inclinaban en incesantes asentimientos ante todos los horrores de la niñez y el infierno.

Nadezhda Gordonovna llegó a París desde alguna de las islas Orkney acompañada de un amigo eclesiástico, después del entierro de su marido. Impulsada por un falso sentido del deber, intentó verme para contármelo "todo". La evité con eficacia. Pero Nadezhda Gordonovna se las arregló para encontrarse con Ivor en Londres, antes de que él regresara a los Estados Unidos. No pregunté nada a ese extravagante amigo mío, que tampoco me reveló nunca en qué consistía ese "todo". Me niego a creer que fuera algo demasiado importante (y por otro lado, ya sabía demasiado). No soy hombre vengativo; pero me complace imaginar ese trencito que da vueltas sin cesar, eternamente.

SEGUNDA PARTE

1

Una curiosa forma del instinto de conservación nos impulsa a librarnos inmediatamente, irrevocablemente, de todo cuando ha pertenecido a urr ser amado a quien hemos perdido. De lo contrario, las cosas que ese ser ha tocado cada día y ha mantenido en su contexto habitual mediante el acto de utilizarlas, adquieren una espantosa y frenética vida propia. Las ropas se llenan de sí mismas, los libros empiezan a volver sus propias páginas. Nos ahogamos en el círculo cada vez más estrecho de esos monstruos desubicados, deformados porque su dueño no puede asistirlos. Y ni siquiera el más valiente de nosotros es capaz de soportar la mirada del ser desaparecido en el espejo que lo sobrevive.

Cómo librarse de esos objetos es otro problema. No podía ahogarlos como gatos recién nacidos: a decir verdad, era incapaz de ahogar un gato, sin hablar ya del cepillo o el bolso de Iris. Tampoco podía soportar la idea de que un extraño se llevara esas cosas y volviera en busca de otras. De manera que resolví abandonar el departamento y ordené a la criada que dispusiera a su antojo de todas esas cosas repudiadas. ¡Repudiadas! En el momento de partir, me parecieron normales, inofensivas; hasta diría que tenían un aire de perplejo abandono.

Al principio traté de instalarme en un hotel de tercer orden en el centro de París. Me proponía luchar contra el terror y la soledad trabajando el día entero. Terminé una novela, empecé otra, escribí cuarenta poemas (el trigo y la cizaña en el mismo granero), una docena de cuentos, siete ensayos, tres reseñas devastadoras, una parodia. Durante las noches, el recurso para no perder el juicio consistía en tragar una píldora especialmente poderosa o en pagarme una compañera de lecho.

Recuerdo un peligroso amanecer de mayo (¿1931 o 1932?). Todos los pájaros (en su mayoría gorriones) cantaban como en el mayo de Heine con fuerza demoníaca: por eso sé que debió ser una maravillosa mañana de mayo. Estaba acostado, con la cara vuelta hacia la pared, pensando de manera confusa si acaso no "nos" convendría trasladarnos en el automóvil a Villa Iris más temprano que de costumbre. Pero un obstáculo impedía ese viaje: el auto y la casa estaban vendidos, según me había dicho la propia Iris en el cementerio protestante (los amos de su fe y su destino prohibían la cremación). Me volví en la cama hacia la ventana: Iris yacía a mi lado, con la oscura melena dirigida hacia mí. Di un puntapié a las sábanas. Iris estaba desnuda, aunque conservaba puestas las medias negras (cosa extraña, pero que al mismo tiempo recordaba algo de un mundo paralelo, pues mi mente cabalgaba simultáneamente en dos caballos de circo). En una nota erótica al pie de página me recordé a mí mismo, por milésima vez, que debía mencionar en alguna parte hasta qué punto es seductora la espalda de una muchacha con el contorno de la cadera acentuado por la posición yacente, una pierna apenas doblada. J'ai froid, dijo la muchacha cuando le toqué el hombro.