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El término ruso para indicar cualquier clase de traición, infidelidad, deslealtad, es la serpeante, untuosa palabra izmena, basada en la idea de cambio, desvío, metamorfosis. Tal derivación nunca se me había ocurrido en mis constantes pensamientos acerca de Iris, pero en ese instante se me reveló como un hechizo, como la transformación de una ninfa en una prostituta. Eso suscitó en mí una estrepitosa protesta. Un vecino golpeó la pared; otro llamó a la puerta. La muchacha, aterrorizada, tomó su bolso, mi impermeable y huyó del cuarto para dejar paso a un individuo de barba, grotescamente ataviado con un camisón y chanclos de goma. El crescendo de mis gritos —gritos de rabia y desesperación—, terminó en un acceso de histeria. Creí que intentaban llevarme a un hospital. En todo caso, era preciso que encontrara otro alojamiento sms tarder, frase que no podía oír sin un espasmo de angustia por asociación mental con la carta del amante de Iris.

La imagen de un paisaje flotaba sin cesar ante mis ojos como una alucinación visual. Dejé vagar el índice al azar por un mapa del norte de Francia. La uña se detuvo en la ciudad de Petiver o Petit Ver, un verso o un gusano pequeño, que me pareció idílica. Un ómnibus me llevó a una estación que no estaba lejos de Orléans, según creo. Todo lo que recuerdo de la casa donde viví es el piso extrañamente inclinado, que correspondía a la inclinación del techo del café situado bajo mi cuarto. También recuerdo un parque verde pastel, hacia el este de la aldea, y un viejo castillo. El verano que pasé allí es una mezcla de colores en el espejo empañado de mi mente. Pero escribí algunos poemas, el último de los cuales (sobre una compañía de acróbatas que se exhiben en el atrio de una iglesia) ha aparecido reimpreso muchas veces en el trascurso de cuarenta años.

Cuando volví a París me encontré con que mi buen amigo Stepan Ivanovich Stepanov, un destacado periodista en buena situación económica (era uno de los pocos rusos que habían tenido la idea de transferirse a sí mismos al extranjero junto con sus bienes, antes del coupbolchevique) no sólo había organizado mi segunda o tercera lectura pública ( vecher, "atardecer" es el término ruso destinado a esa clase de actuación), sino que además me proponía que me quedara en una de las diez habitaciones de su anticuado caserón. (¿Avenue Koch? ¿Roche? Estaba o está cerca de la estatua de un general cuyo nombre se me escapa, pero que sin duda acecha en algunas de mis viejas notas.)

Los residentes de la casa eran por ese entonces el señor y la señora Stepanov, la hija casada de ambos, la baronesa Borg, un hijo de once años" de esta última (el barón, hombre de negocios, estaba en Inglaterra enviado por su compañía) y Grigoriy Reich (¿1899-1942?), un dulce, melancólico, esbelto joven poeta sin el menor talento que con el seudónimo Lunin enviaba una elegía semanal al Novostiy trabajaba como secretario de Stepanov.

No podía resistirse a la tentación de bajar todas las noches para asistir a las frecuentes reuniones de personajes literarios y políticos, en el ornado salón o en el comedor, con su inmensa mesa ovalada y el retrato al óleo, en pied, del joven hijo de Stepanov, muerto en 1920 al tratar de salvar a un camarada de escuela que se ahogaba. Miope, lleno de brusca animación, Alexander Kerenski solía estar presente, levantando con violencia el monóculo para mirar a un extraño o saludar a un viejo amigo con un veloz chiste dicho en voz ronca, ensordecida durante el fragor de la revolución. Ivan Shipogradov, eminente novelista y reciente premio Nobel, también solía estar presente en esas reuniones, irradiando talento y gracia, y —después de unos tragos de vodka— deJcitando a sus íntimos con los típicos cuentos verdes rusos, cuyo arte consiste en el rústico entusiasmo y el cariñoso respeto con que aluden a nuestros órganos más privados. Mucho menos interesante era la figura de Vasiliy Sokolovski, el viejo rival de I. A. Shipogradov, un frágil hombrecito de traje abolsado a quien I. A. se refería con el curioso apodo de "Jeremy" y que desde el comienzo del siglo dedicaba volumen tras volumen a la historia mística y social de un clan ucraniano, iniciado como una humilde familia de tres miembros en el siglo xvi y convertido en toda una aldea, desbordante Je mito y folklore, en el volumen sexto (1920). Era reconfortante ver los rasgos duros, inteligentes, del viejo Morozov, su melena descuidada, sus ojos brillantes, cristalinos. Y por un motivo especial, yo observaba atentamente al rechoncho y solemne Basilevski: no porque pareciera a punto de iniciar o de terminar una pelea con su joven amante —una belleza felina que escribía versos ramplones y coqueteaba vulgarmente conmigo—, sino porque tenía la esperanza de que ya hubiera averiguado cómo me había burlado de él en el último número de una revista literaria en que ambos colaborábamos. Aunque su inglés era insuficiente para interpretar, por ejemplo, a Keats (a quien definía como "un esteta prewildeano en los comienzos de la era industrial"), Basilevski se complacía en esos intentos. Al analizar el "no del todo desagradable preciosismo" de mis propias obras, él había citado imprudentemente un verso muy popular de Keats, traduciéndolo así:

Vsegda nos raduet krasivaya vesbchitsa,

frase que, retraducida, significa:

"Una linda chuchería siempre nos alegra."

Pero nuestra conversación fue demasiado breve como para permitirme comprobar si Basilevski había apreciado o no mi divertida lección. Me preguntó qué pensaba del nuevo libro acerca del cual monologaba frente a Morozov. Era la "impresionante obra sobre Byron" de Maurois. Cuando le contesté que me parecía un montón de basura, mi austero crítico murmuró: "No creo que lo haya usted leído" y siguió instruyendo al sereno viejo poeta.

Solía escabullirme antes de que esas reuniones terminaran. El murmullo de las despedidas me llegaba cuando empezaba a deslizarme en el insomnio.

Pasaba casi todo el día trabajando, hundido en un profundo sillón, con mis herramientas de trabajo descansando ante mí en una mesa especial que me había suministrado mi huésped, muy aficionado a los aparatos prácticos. Desde la muerte de Iris, había empezado a engordar y ya debía hacer dos o tres intentos para poder zafarme de mi posesivo sillón. Sólo una persona me visitaba; para ella dejaba entreabierta la puerta. El borde más próximo de la mesa de trabajo tenii una cortés curva para acomodar el abdomen del escritor; el borde opuesto estaba equipado con bandas de goma —y abrazaderas para sostener papeles y lápices. Me habitué a tal punto a esas comodidades que echaba de menos, con ingratitud, la ausencia de inodoros inmediatos, tales como esas cañas huecas que, según dicen, usan los orientales.

Todas las tardes, a la misma hora, una mano silenciosa empujaba la puerta y Dolly, la nieta de los Stepanov, me alcanzaba una bandeja con un gran vaso de té muy cargado y un plato de ascéticos bizcochos. Avanzaba con los ojos bajos, moviendo cautelosamente los pies con medias blancas y zapatillas de goma azules; se paraba cuando el té se sacudía para avanzar de nuevo con los lentos pasos de una muñeca mecánica. Tenía el pelo muy rubio y la nariz pecosa, cuando resolví que sus pasitos avanzaran hasta el libro que escribía por entonces ( El sombrero de copa rojo, en el cual Dolly se convierte en la graciosa Amy, la ambigua consoladora del hombre condenado), le puse un vestido de tela floreada con brillante cinturón negro.