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¡Qué encantadoras pausas eran esas! Se oía a la baronesa y a su madre tocando a quatre mains en el salón de la planta baja, como habían tocado una y otra vez, sin duda, durante los últimos quince años. Yo tenía una caja de bizcochos de chocolate para suplementar los zwiebacksy tentar a mi pequeña visitante. Después de apartar la mesa de trabajo, la reemplazaba por los miembros de la niña. Dolly hablaba ruso con fluidez, pero mechándolo con interjecciones e interrogaciones parisienses, y esos trinos como de pájaros conferían un tono mágico a las respuestas que daba, meciendo una pierna y mordisqueando el bizcocho, a las preguntas que yo le hacía, las típicas preguntas que suele hacerse a los niños. De pronto, en medio de nuestra charla, Dolly se desasía de mis brazos y corría a la puerta, como si alguien la llamara, aunque sólo se oía el piano en la casa y nada había interrumpido la felicidad hogareña de la que yo no formaba parte y que, en verdad, jamás había conocido.

Los Stepanov me habían invitado por dos semanas: me quedé dos meses. Al principio me sentía relativamente bien, o al menos cómodo y tranquilo. Pero una nueva píldora para dormir que me había dado excelentes resultados en sus seductores comienzos, se negó después a. coincidir con ciertas ensoñaciones a las que, como sugería su increíble culminación, yo hubiese debido sucumbir como un hombre para librarme de ellas de una vez. En cambio, saqué ventaja del hecho de que trasladaran a Dolly a Londres para buscar una nueva morada para mi mísero esqueleto. La encontré en un cuarto de una ruinosa pero apacible casa de vecindad en la Rive Gauche, "en la esquina de la rue St. Supplice", como dice mi diario de bolsillo con inexorable imprecisión. Una especie de antiguo armario contenía una ducha; era la única comodidad de que disponía. Salir dos o tres veces por día para comer, tomar una taza de café o hacer alguna compra extravagante en una fiambrería eran mis breves distracciones. En la calle siguiente descubrí un cinematógrafo especializado en películas de cowboys y un minúsculo burdel con cuatro prostitutas cuyas edades oscilaban entre los dieciocho y los treinta y ocho años: la más joven era también la más fea.

Había de pasar muchos años en París, unido a esa melancólica ciudad por los lazos de mi vida de escritor ruso. En París, nada tenía entonces ni tiene ahora el hechizo que cautivaba a mis compatriotas. No pienso en la mancha de sangre sobre la piedra más oscura de su calle más oscura: eso es algo hors concours en materia de horror. Sólo quiero decir que París, con sus días grises y sus noches negras, era tan sólo para mí el ocasional escenario de mis más auténticas y fieles alegrías: la frase colorida que giraba en mi mente, bajo la llovizna; la página en blanco, bajo la lámpara del escritorio, que me esperaba en mi humilde hogar.

2

Desde 1925 había escrito y publicado cuatro novelas; a principios de 1934 estaba a punto de terminar la quinta, Krasnyy Tsilindr (El sombrero de copa rojo), la historia de una decapitación. Ninguno de esos libros pasaba de las noventa mil palabras, pero el método que empleaba para componerlos nada tenía que ver con un recurso para ahorrar tiempo.

Un primer borrador, escrito con lápiz, llenaba varios cuadernos azules de los que usan los escolares; cuando la revisión llegaba al punto de saturación, el borrador era un caos de tachaduras y serpenteantes enmiendas. A esto correspondía el desorden del texto, que sólo seguía un curso regular durante unas pocas páginas, súbitamente interrumpido por algún denso pasaje perteneciente a una parte anterior o posterior del relato. Después de clasificar y recompaginar ese caos, iniciaba la etapa siguiente: la copia en limpio. La escribía cuidadosamente con una estilográfica en un voluminoso cuaderno o en un libra de cuentas. Después, una orgía de nuevas correcciones iba anulando poco a poco el placer de la perfección engañosa. La tercera etapa empezaba cuando la legibilidad se interrumpía. Apretando con mis dedos lentos y rígidos las teclas de mi fiel mashinka(máquina), regalo de bodas del conde Starov, lograba copiar unas trescientas palabras en una hora, en cambio del millar que un popular novelista del siglo pasado lograba acumular escribiendo a mano.

Sin embargo, en el caso de El sombrero de copa rojolos dolores neurálgicos que en los últimos tres años habían ido apoderándose de mi esqueleto como una persona interior toda hecha de puntas y garras, ya habían alcanzado mis extremidades, haciendo de la tarea de escribir a máquina una afortunada imposibilidad. Calculé que si me privaba de mis alimentos favoritos, tales como el foie grasy el whiskyescocés, y posponía la hechura de un traje nuevo, mi modesta renta me permitiría contratar a una mecanógrafa experta a quien dictaría mi manuscrito corregido durante unas treinta tardes cuidadosamente programadas. De manera que publiqué un anuncio muy visible en el Novosti, con mi nombre y mi número de teléfono.

Entre las tres o cuatro mecanógrafas que me ofrecieron sus servicios elegí a Lyubov Serafimovna Savich, nieta de un sacerdote rural e hija de un famoso RS (revolucionario social) muerto poco antes en Meudon, después de completar su biografía de Alejandro Primero (una tediosa obra en dos volúmenes titulada El monarca y el místico, ahora al alcance de los estudiantes norteamericanos en una traducción mediocre, Harvard, 1970).

Lyuba Savich empezó a trabajar para mí el 1° de febrero de 1934. Iba a mi casa todas las veces que era necesario y se mostraba dispuesta a quedarse cualquier número de horas (la marca que alcanzó en una memorable ocasión fue de una a ocho). Si hubiera existido una Miss Rusia y la edad de las candidatas a los premios de belleza se hubiera prolongado hasta el borde de los treinta, la hermosa Lyuba habría ganado el título. Era una mujer alta, de caderas estrechas, pechos generosos, hombros anchos, alegres ojos de un azul grisáceo en la cara redonda y rosada. El pelo castaño debía de inspirarle la sensación de un inminente desorden, porque cuando hablaba conmigo siempre se tocaba una onda al costado, levantando con gracia el codo. Zdraste, y una vez más zdraste, Lyubov Serafimovna. ¡Y qué deliciosa amalgama era esa, ya que lyubovsignifica "amor" y Serafim("serafín") era el nombre de pila de un terrorista reformado!

Como mecanógrafa, L. S. era magnífica. No acababa yo de dictarle una frase, yendo y viniendo por el cuarto, cuando mis palabras ya habían caído en su surco como un puñado de grano y ella me miraba, una ceja alzada, esperando la próxima simiente. Si en mitad de la sesión se me ocurría un cambio súbito, prefería no alterar el ritmo maravilloso de nuestro trabajo introduciendo penosas pausas para sopesar las palabras —pausas especialmente irritantes y estériles cuando un autor cohibido es consciente de que la sagaz dama que espera ante la máquina de escribir anhela contribuir con una útil sugerencia—; me contentaba, pues, con señalar el pasaje en mi manuscrito para profanar después con mis garabatos la inmaculada creación de Lyuba. Desde luego, ella siempre estaba dispuesta a copiar una vez más la página.

Solíamos hacer un intervalo de diez minutos a eso de las cuatro, a las cuatro y media si yo no lograba sofrenar de inmediato a mi piafante Pegaso. Lyuba iba a la humilde toilette situada al otro extremo del corredor, cerrando puerta tras puerta con inverosímil suavidad, y reaparecía un minuto después con la nariz recién empolvada y los labios pintados de nuevo. Yo la esperaba con un vaso de vin ordinairey una gaufretterosada. Fue durante esos intervalos cuando se inició unv movimiento temático por parte del destino! —¿Sabe usted una cosa?