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Sorbo dilatorio; otra pausa para pasarse la lengua por los labios. Bueno, ella había asistido a todas mis lecturas en la Salle Planiol, desde la primera, el 3 de setiembre de 1928; había aplaudido hasta sentir dolor en las manos (un ademán para mostrármelas) y había resuelto que en la próxima ocasión se las ingeniaría para abrirse paso entre la multitud (sí, multitud, nada de sonrisas irónicas) con la firme intención de darme la mano y abrir su alma en una sola palabra que, sin embargo, no podía encontrar: por eso, inexorablemente, se quedaba de pie, sonriendo como una idiota, en medio de la sala vacía. ¿Me reiría de ella al saber que conservaba pegadas en un álbum todas las reseñas de mis libros (los encantadores ensayos de Morozov y Yablokov, así como esa basura que eran las diatribas de Boris Nyet y Boyarski)? ¿Sabía que era ella quien había dejado aquel misterioso ramo de lirios en el sitio donde habían sepultado la urna con las cenizas de mi mujer, cuatro años antes? ¿Podía imaginar que ella podía recitar de memoria todos los poemas que yo había publicado en los diarios emigres de media docena de países? ¿O que recordaba miles de deliciosos detalles tomados de todas mis novelas, tales como el cuac-cuac del pato real (en Tamara), "que al final de nuestras vidas nos sabe a pan de centeno ruso, porque durante nuestra niñez lo hemos compartido con patos", o el juego de ajedrez (en El peón se come a la reina), en el cual faltaba un caballo que "había sido reemplazado por una especie de ficha de otro juego desconocido"?

Todas esas confidencias hábilmente destiladas fueron surgiendo a lo largo de varias sesiones, y ya a fines de febrero, cuando una impecable copia a máquina de El sombrero de copa rojoen un sobre opulento fue depositada (por Lyuba, desde luego) en las oficinas de Patria(la revista rusa más importante en París) me sentía envuelto en una red fastidiosa.

Nunca había sentido siquiera un asomo de deseo hacia la hermosa Lyuba; más aún, la indiferencia de mis sentidos se convertía en verdadera repulsión. Cuanto más suaves eran sus miradas, menos caballeresca era mi reacción. Su refinamiento misjno tenía un dejo de vulgaridad que infestaba con la dulzura de la podredumbre su personalidad. Empecé a advertir con creciente irritación detalles tan patéticos como su olor, un respetable perfume ( Adoration, creo que se llamaba) que cubría apenas el tufo natural del cuerpo de una doncella rusa poco bañado: Adorationpersistía durante casi una hora, pero después los olores subterráneos hacían incursiones cada vez más frecuentes y cuando Lyuba levantaba los brazos para ponerse el sombrero... Pero dejemos esto. Lyuba era una mujer de grandes virtudes y espero que hoy sea una abuela feliz.

Sería un canalla si relatara nuestro último encuentro (el 19 de marzo del mismo año). Baste decir que mientras yo le dictaba una traducción al ruso, en verso, de "Al otoño" de Keats ("estación de brumas y frutos maduros"), Lyuba no pudo contenerse y me atormentó hasta las ocho con sus confesiones y sus lágrimas. Cuando al fin se fue, perdí otra hora escribiendo una carta donde le pedía que no volviera. Entre paréntesis, esa fue la primera vez que Lyuba dejó una hoja sin terminar en mi máquina de escribir. La saqué de la máquina y varias semanas después la descubrí entre mis papeles. Después la conservé porque fue Annette quien completó la tarea, con un par de erratas y una tachadura hecha con equis en el último verso. En esa yuxtaposición hubo algo que estimuló mi placer combinacional.

3

En estas memorias, mis mujeres y mis libros se entrelazan como las letras de un monograma o los dibujos de una marca de agua o un ex libris. Y al escribir esta autobiografía —tangencial, porque no se atiene a la historia pedestre, sino a los espejismos de la vida romántica y literaria— hago un esfuerzo sobrehumano para referirme lo menos posible a mi enfermedad mental. Sin embargo, Demencia es uno de los personajes de mi relato.

A mediados de la década del treinta, poco había cambiado mi salud desde la primera mitad de 1922, con sus espantosos tormentos. Mi batalla con el respetable vivir objetivo aún consistía en súbitas confusiones, súbitas reconstrucciones —caleidoscópicas, semejantes a los vidrios coloreados de un ventanal— del espacio fragmentado. La Gravedad, esa infernal y humillante contribución a nuestro mundo perceptible, crecía en mí como una garra monstruosa que me atormentaba con dolores insoportables (cosa incomprensible para el dichoso inocente que no ve nada fantástico ni tremendo en el lápiz o la moneda que rueda bajo algo: bajo el escritorio frente al cual vivimos, bajo la cama en que moriremos. Todavía me era imposible abstraer la dirección en el espacio, de modo que un determinado lugar del mundo estaba para mí siempre "a la derecha" o siempre "a la izquierda", posiciones que sólo podía cambiar mediante un esfuerzo de la voluntad que me dejaba agotado. ¡Oh, amada mía, era imposible explicarte hasta qué punto me torturaban las cosas y la gente! Por lo demás, aún no habías nacido por entonces.

A mediados de la década del treinta, en la negra, execrable París, recuerdo que visité a una pariente lejana (sobrina de la dama de ¡Mira los arlequines!). Era una dulce anciana extranjera. Permanecía el día entero sentada en una mecedora de respaldo recto, expuesta a los continuos ataques de tres, cuatro, más de cuatro niños infernales a quienes cuidaba (era un empleo que le había ofrecido la Asociación de Ayuda a las Damas Nobles Rusas Indigentes), mientras sus padres trabajaban en lugares quizá menos sórdidos que los medios de transporte utilizados para trasladarse a ellos. Me senté a los pies de la anciana en un viejo escabel. Sus palabras fluían suavemente, sin pausa, reflejando la imagen de días luminosos, llenos de riqueza, serenidad y bondad. Pero mientras tanto, uno de esos niños monstruosos, bizco y con boca de negrero, se arrojaba sobre ella desde su escondrijo tras un biombo o bajo una mesa y le sacudía la mecedora o le tiraba de la falda. Cuando los chillidos aumentaban demasiado, la dama pestañeaba apenas, sin que ello alterara su sonrisa reminiscente. Tenía al alcance de la mano un espantamoscas que de cuando en cuando esgrimía para alejar a los agresores más audaces; pero jamás interrumpía su tenue monólogo, y yo comprendí que también debía ignorar la barahúnda y el alboroto que la rodeaban.

Debo admitir que mi vida, mi modo de conducirme, la voz de las palabras que era mi única alegría y la secreta lucha con la forma engañosa de las cosas se parecían de algún modo a la actitud de la pobre anciana. Y advierto que esos eran mis mejores días, apenas perturbados por las muecas de un grupo de duendes que lograba mantener a raya.

El brío, la fuerza, la claridad de mi arte permanecían intactos —al menos en cierta medida. Disfrutaba, me obligaba a mí mismo a disfrutar de la soledad del trabajo y esa otra soledad, aún más sutil, del escritor que tras el brillante escudo de su manuscrito enfrenta un público amorfo, apenas visible en su oscura platea.

La confusión de obstáculos espaciales que separaban mi lámpara de cabecera y el atril que usaba para las lecturas públicas me era evitada gracias a la solicitud de amigos que me ayudaban a trasladarme a algún salón remoto sin que tuviera que luchar con los boletos de ómnibus, horriblemente pequeños, delgados, pegajosos, o sin necesidad de aventurarme en el estrepitoso laberinto del Metro. No bien me sentía a salvo en el estrado, con mis páginas escritas a mano o mecanografiadas a la altura de mi esternón sobre el atril, olvidaba por completo la presencia de trescientos oyentes. Un botellón de agua con vodka, mi único estimulante para las lecturas, era también mi único vínculo con el universo material. Como el foco de luz proyectado por un pintor sobre la oscura frente de un extático sacerdote en el momento de la revelación divina, la iluminación que me enmarcaba revelaba con precisión oracular las imperfecciones de mi texto. Un biógrafo ha anotado que no sólo aminoraba de cuando en cuando el ritmo de mi lectura mientras tomaba un lápiz y reemplazaba una coma por un punto y coma, sino que además solía detenerme y fruncir el ceño ante una frase, para releerla, tacharla, agregar una corrección y "releer una vez más el pasaje entero con una especie de desafiante complacencia".