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Mi letra era muy legible en las copias definitivas, pero me sentía más cómodo con una página mecanografiada. Pero ya no tenía mecanógrafa. Publicar el mismo aviso en el mismo periódico habría sido un desatino: era incitar a que Lyuba regresara henchida de renovadas esperanzas para iniciar de nuevo su insoportable ciclo.

Llamé a Stepanov, pensando que podría ayudarme; me dijo que quizá pudiera y, después de un aparte con su puntillosa mujer, a milímetros del teléfono (todo cuanto pude entender fue "los locos son imprevisibles"), ella resolvió encargarse del asunto. Conocían a una muchacha muy decente que había trabajado en el jardín de infantes ruso Passy na Rousial que Dolly había ido cuatro o cinco años antes. La muchacha se llamaba Anna Ivanovna Blagovo. ¿Conocía yo a Oksman, el dueño de la librería rusa de la rue Cuvier?

—Sí, un poco. Pero quisiera preguntarle...

—Bueno —siguió la señora Stepanov, interrumpiéndome—, Annette sekretarstvovcda para él cuando la mecanógrafa que empleaba se enfermó. Pero como ahora la mecanógrafa se ha repuesto, usted podría...

—Muy bien —dije—. Pero quiero preguntarle algo, Berta Abramovna: ¿por qué me ha acusado de ser "un loco imprevisible"? Puedo asegurarle que no tengo la costumbre de violar a las muchachas...

—Gospod's vami, golubchik! (¡Qué idea, querido!) —exclamó la señora Stepanov, y me explicó que había dicho la frase a su marido, al verlo sentarse distraídamente sobre su cartera nueva cuando atendió el teléfono.

Aunque no creí una sola palabra de su versión (¡tan rápida, tan traída de los pelos!) fingí aceptarla y prometí ir a ver al librero. Pocos minutos después estaba a punto de abrir la ventana y desnudarme frente a ella (en momentos de penosa viudez una apacible noche primaveral es la mejor voyeuse que pueda imaginarse), Berta Stepanov me telefoneó para decirme que Oksman solía quedarse hasta el amanecer entre la pesadilla de sus estanterías. (Asocié el nombre Oksman a la palabra inglesa oxman: boyero. ¡Qué estremecimiento provocaban en mi Iris algunos episodios en el zoológico de la isla del doctor Moreau, sobre todo aquella "forma aullante", aún semivendada, que escapaba del laboratorio!) La señora Stepanov sabía muy bien, je-je (ironía rusa), que yo era un noctámbulo. Quizá podría ir hasta la librería de Oksman sans tarder, sin tardanza, frase abominable. Sí, iría hasta allí.

Después de ese desapacible llamado, no encontré demasiado que elegir entre mi lucha contra el insomnio y un paseo hasta la rue Cuvier, que da al Sena, donde según las estadísticas policiales, en el período entre ambas guerras se ahogó cada año un término medio de cuarenta extranjeros y sabe Dios cuántos desdichados franceses. Nunca he sentido la menor inclinación hacia el suicidio, ese absurdo despilfarro del Yo (una piedra preciosa bajo cualquier luz). Pero debo admitir que esa noche, en el cuarto, quinto o quincuagésimo aniversario de la muerte de mi amada, debía tener un aspecto harto sospechoso (con mi traje negro y mi dramática bufanda) ante los ojos de cualquier policía de la zona ribereña. Y es muy mala señal que un hombre sin sombrero ande por las calles sollozando, conmovido no por versos que él mismo podría haber escrito, sino por algo que abominablemente confunde con su propia obra; un hombre que pronto se acobarda, pero es demasiado cobarde para rectificarse:

Zvezdoobraznost' nebesnyh zvyozd

Vidish' tol'ko skvoz' ilyozy...

(Los astros celestiales sólo se ven como estrellas

a través de lágrimas.)

Ahora soy mucho más valiente, desde luego, más valiente y orgulloso que el ambiguo matón que avanzaba aquella noche entre una cerca que parecía infinita, cubierta de carteles en jirones, y una hilera de faroles espaciados cuya luz elegía exquisitamente para, su desgarrador juego en las alturas a una joven hofa de tilo, brillante como una esmeralda. Confieso que aquella noche, y la siguiente, así como las que las precedieron, me perturbaba la vaga sensación de que mi vida era una hermana gemela no idéntica, una parodia, una variante de la vida de otro hombre que vivía en alguna parte de esta o de otra tierra. Sentía que un demonio me obligaba a imitar a ese otro hombre, a ese otro escritor que era y sería siempre incomparablemente más grande, más sano, más cruel que este humilde servidor.

4

La Editorial "Boyan" (Morozov y yo publicábamos en "El Jinete de Bronce", su principal rival), con una librería (donde se vendían no sólo ediciones émigrées, sino también novelas rurales de Moscú) y una biblioteca circulante, ocupaba un elegante edificio de tres pisos del tipo hotel particulier. En mi época, se alzaba entre un garaje y un cinematógrafo; cuarenta años antes (en la perspectiva de una metamorfosis al revés), el primero había sido una fuente y el segundo un grupo de ninfas de piedra. La casa había pertenecido a la familia Merlin de Malaune y a fines de siglo la había comprado un ruso cosmopolita, Dmitri de Midoff, que con su amigo S. I. Stepanov estableció en ella la sede de una conspiración antidespótica. Stepanov se complacía en recordar las contraseñas de la anticuada rebelión: una cortina a medio correr y un florero de alabastro expuesto tras la ventana del salón indicaban al huésped que debía llegar de Rusia que la vía estaba libre. En aquellos años jamás faltaba el toque estético en las intrigas revolucionarias. Midoff murió poco después de la primera guerra mundial y por aquella época'el Partido Terrorista, al que pertenecían esos hombres tan refinados, ya había perdido su "atractivo estilístico", como solía decir el propio Stepanov. No sé quién compró después la casa ni cuándo la alquiló Oks (Osip Lvovich Oksman, ¿1885?-¿1943?) para su librería.

La casa era oscura, a pesar de las tres ventanas: dos rectángulos de luz adyacentes en el piso superior, en d8 y e8, según la notación europea (la letra indica la fila y el número la posición en un tablero de ajedrez), y otra boca de luz justo debajo, en e7. Santo Dios, ¿habría olvidado en mi casa la nota que había escrito para la desconocida señorita Blagovo? No, la llevaba en el bolsillo de la chaqueta, bajo la vieja bufanda del Trinity College, tan querida, tan larga, tan insoportablemente abrigada. Vacilé entre una puerta lateral, a mi derecha —con una placa que decía Magazin— y la entrada principal, con una corona de ajedrez sobre el timbre. Me decidí por la corona. Había iniciado una partida relámpago: mi adversario hizo de inmediato su jugada, iluminando el abanico de vidrios sobre la puerta de la entrada en d6. No pude sino preguntarme si acaso no existirían debajo de la casa otros cinco pisos que completarían el tablero de ajedrez sobre el cual, en un subterráneo misterio, nuevos hombres decidirían la suerte de una tiranía aún más atroz.