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Oks, un anciano alto, huesudo, de cabeza shakespeareana, empezó a decirme qué honrado se sentía ante la oportunidad de dar la bienvenida al autor de Camera. Le metí en la mano extendida la nota que llevaba conmigo y me dispuse a largarme de allí. Pero Oks estaba habituado a vérselas con escritores histéricos. Nadie podía resistirse a su estilo dulzón y rezumante de literatura.

—Sí, ya sé de qué se trata —dijo, reteniéndome y palmeándome la mano—. Ella lo llamará, aunque a decir verdad, no envidio a quien utilice los servicios de esa joven caprichosa y distraída. Subiremos a mi estudio, aunque quizá usted prefiera... no, no lo creo —siguió, mientras abría una puerta doble a la izquierda y dudaba antes de encender la luz para revelar por un instante un helado cuarto de lectura en el cual una larga mesa cubierta de bayeta, unas cuantas sillas desvencijadas y unos baratos bustos de clásicos rusos se oponían al cielo raso pintado de manera encantadora, lleno de niños desnudos entre racimos de uvas purpúreas, rosadas, ambarinas. A la derecha (nueva vacilación al encender otra luz) un breve pasillo conducía a la tienda misma, donde recordé la pelea que tuve en cierta ocasión con una vieja descarada que se opuso a mis deseos de no pagar unos pocos ejemplares de una novela mía.

Oks y yo subimos las escaleras que en otras épocas habían sido tan nobles y que ahora poseían un detalle muy pocas veces visto, siquiera en las historietas vienesas: dos balaustradas absolutamente dispares, la izquierda nueva, con detestable pasamano de hierro; la otra con la labrada madera original, malherida, condenada a muerte, pero aún encantadora con sus balaustres en forma de piezas de ajedrez agrandadas.

—Me siento muy honrado... —empezó de nuevo Oks cuando llegamos a lo que llamaba su Kabinet(estudio), un cuarto atestado de libros de cuentas, libros envueltos, libros semienvueltos, torres de libros, montañas de periódicos, panfletos, pruebas de galera y colecciones de unos delgados libros de poemas, blancos y en rústica, trágicos despojos con los títulos fríos y discretos por entonces de moda: Prokhlada("Frialdad"), Sderzhannost'("Contención").

Oks era una de esas personas que por un motivo u otro solemos interrumpir, pero a quienes ninguna fuerza de nuestra bendita galaxia impedirá nunca que completen una frase, a pesar de nuevas interrupciones de índole poética o elemental, tales como la muerte de su interlocutor ("En ese momento estaba diciéndole, doctor...") o la entrada de un dragón. En realidad, parecería que esas interrupciones sólo sirven para ayudar a pulir la frase y darle su forma definitiva. En el ínterin, la terrible comezón producida por el ser incompleto de esa frase envenena la mente. Es algo peor que el grano que no podemos apretarnos antes de regresar a casa, y casi tan atroz como el recuerdo de un condenado a prisión perpetua que evoca aquel último placer que estuvo a punto de tomarse con un tierno capullo y fue malogrado por la intrusión de un maldito policía.

—Me siento profundamente honrado —acabó por fin Oks— por dar la bienvenida en esta histórica casa al autor de Camera Obscura, el mejor de sus libros, en mi modesta opinión.

—Hace bien en ser modesta —dije, dominándome a duras penas (hielo opalino en Nepal antes del alud)—. ¿No sabe usted, idiota, que el título de mi novela es Camera Lucida?

—Vamos, vamos... —dijo Oks (en verdad, un hombre muy bienintencionado y caballeresco) después de una terrible pausa durante la cual todos los recuerdos acumulados en su memoria se abrieron como flores de cuento de hadas en una película fantástica—. Un lapsus linguaeno merece respuesta tan dura. —¡Lucida, Lucida, es verdad! A propos —agregó, refiriéndose a Anna Blagovo (asunto del que aún no habíamos hablado, o quizá un patético intento de distraerme y calmarme con una anécdota interesante)—, no estoy seguro de que usted sepa que soy primo hermano de Berta. Hace veinticinco años, ella y yo trabajábamos en San Petersburgo para la misma organización estudiantil. Planeábamos el asesinato del primer ministro. ¡Cuánto tiempo hace de todo eso! Debíamos estudiar cuidadosamente el itinerario cotidiano del ministro. Yo era uno de los observadores. ¡Parado todos los días en una esquina, disfrazado de vendedor de helados de vainilla! ¿Puede imaginarse semejante cosa? Nada resultó de nuestros planes. Los desbarató Azef, el gran contraespía.

No vi motivos para prolongar mi visita, pero Oks tomó una botella de cognac y acepté una copa, porque ya empezaba a temblar de nuevo.

—Su Camera—dijo Oks, consultando un libro de cuentas— no se ha vendido mal en nuestra librería, nada maclass="underline" veintitrés, no, perdón, veinticinco ejemplares en la primera mitad del año pasado y catorce en la segunda. Desde luego, la verdadera fama, a diferencia del éxito comercial, depende de la salida que tiene un libro en la Sección Préstamos. Y en ella sus obras son las más populares. Para comprobarlo, subamos a la biblioteca circulante.

Seguí a mi entusiasta huésped al piso siguiente. La biblioteca circulante se extendía como una araña gigantesca, abultaba como un tumor monstruoso, oprimía el cerebro como el mundo en expansión del delirio. Entre los oscuros estantes distinguí a un grupo de personas sentadas ante una mesa ovalada. Los colores eran vívidos, chillones, pero al mismo tiempo remotos como en una escena proyectada por una linterna mágica. Una cantidad respetable de vino y dorado cognac acompañaba la discusión. Reconocí al crítico Basilevski, a sus aduladores Hristov y Boyarski, a mi amigo Morozov, a los novelistas Shipogradov y Sokolovski, al honrado e insignificante Suknovalov, autor de la popular sátira social Geroy nashey ery("Héroe de nuestra era") y a dos poetas jóvenes, Lazarev (colección Serenidad) y Fartuk (colección Silencio). Algunas cabezas se volvieron hacia nosotros y si benévolo oso Morozov se puso trabajosamente de pie, sonriendo. Pero mi huésped dijo que estaban en una reunión de trabajo y no debíamos molestarlos.

—Usted ha vislumbrado el nacimiento de una nueva revista literaria, Números primos. Por lo menos, ellos creen que están engendrándola. En realidad, no hacen más que emborracharse y charlar. Ahora quiero mostrarle algo.

Me guió hasta un rincón alejado y paseó triunfalmente la luz de su linterna por los huecos en mi estante de libros.

—Vea usted cuántos ejemplares están prestados. Todos los volúmenes de La princesa Maríaestán afuera. Quiero decir María... ¡Qué imbécil soy! Quiero decir Tamara. Me encanta Tamara, me refiero a su Tamara; no la de Lermontov ni la de Rubinstein. Perdóneme. Uno se confunde tanto con todas esas obras maestras del demonio...

Le dije que no me sentía bien y tenía ganas de volverme a mi casa. Se ofreció para acompañarme. ¿O prefería tomar un taxi? Furtivamente dirigía hacia mí la luz de la linterna a través de sus dedos enrojecidos por la luz para comprobar si no estaba a punto de desmayarme. Entre murmullos reconfortantes me condujo por una escalera lateral. Cuando al fin estuvimos en la calle, sentí la noche de primavera como algo real.

Después de un momento de vacilación y una mirada hacia las ventanas iluminadas, Oks saludó al sereno, que acariciaba un perro sacado a pasear por su dueño. Vi que mi precavido compañero daba la mano al individuo de capa gris, después señalaba la luz de los juerguistas, después consultaba su reloj, después entregaba una propina al hombre y le daba la mano al partir, como si los diez minutos de marcha hacia donde yo vivía hubieran sido una peligrosa peregrinación.