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— Bon, si no quiere un taxi —dijo, volviéndose hacia mí—, vayamos caminando. Ese hombre se encargará de mis visitantes prisioneros. Hay montones de cosas que quiero preguntarle sobre su vida y su obra. Sus confrèresdicen que usted es "arrogante e insociable", como Onegin se describe a sí mismo ante Tatiana. Pero no todos podemos ser Lenski, ¿verdad? Permítame aprovechar este agradable paseo para describir mis dos encuentros con su celebrado padre. El primero fue en la ópera, en los días de la Primera Asamblea Legislativa. Desde luego, yo conocía los retratos de sus miembros más prominentes. Desde las alturas en el paraíso yo, pobre estudiante, lo vi aparecer en un palco rosado, con su mujer y dos niños pequeños, uno de los cuales debía ser usted. La segunda vez fue durante un debate público sobre la política del momento, en el período auroral de la revolución. Su padre habló inmediatamente después de Kerenski, y el contraste entre nuestro vehemente amigo y su padre, con su sang-froidde inglés y su falta de gesticulación...

—Mi padre murió seis meses antes de que yo naciera —dije.

—Bueno, parece que he hecho otro papelón —( opyat' oskandaliesya) observó Oks después de tomarse un buen minuto para buscar su pañuelo, sonarse la nariz con la grandiosa deliberación de Varlamov en el papel del alcalde de Gogol, envolver el resultado y guardar ese pañal en el bolsillo—. Sí, no tengo suerte con usted. Sin embargo, esa imagen no se ha borrado de mi mente. El contraste era notable, en verdad.

En los años cada vez más difíciles antes de la segunda guerra mundial, habría de volver a encontrarme nuevamente con Oks por lo menos tres o cuatro veces. Tenía la costumbre de saludarme con un guiño cargado de sobreentendidos, como si ambos compartiéramos un secreto muy íntimo y bastante escabroso. Los alemanes acabarían apoderándose de su soberbia biblioteca para después dejarla en manos de los rusos, aún más codiciosos en ese juego honrado por el tiempo. El propio Osip Lvovich habría de morir al intentar una intrépida huida y cuando ya casi había logrado escapar, descalzo, en ropa interior manchada de sangre, del "hospital experimental" de un campo de concentración nazi.

5

Mi padre era un jugador, un libertino. Su apodo en los círculos sociales era Demonio. Vrubel lo retrató con sus pálidas mejillas de vampiro, sus ojos como diamantes, su pelo negro. Yo, Vadim, hijo de Vadim, utilicé lo que quedó en la paleta para crear la imagen del padre de los hermanos en la mejor de mis novelas inglesas, Ardis(1970).

Vástago de una familia principesca que veneraba una galería de doce zares, mi padre residía en los idílicos alrededores de la historia. Sus ideas políticas eran confusas y de índole reaccionaria. Llevaba una vida sensual deslumbrante y complicada. Pero su cultura era fragmentaria y trivial. Nacido en 1865, casado en 1896, murió después de una pelea ante una mesa de juego en Deauville, un lugar de veraneo en la gris Normandía.

Quizá no haya nada demasiado inquietante en un viejo bienintencionado, de ideas confusas y esencialmente absurdo, que me confundía con algún otro escritor. Yo mismo he dicho Shelley en algún salón de conferencias cuando me refería a Schiller. Pero que un tonto lapsus linguaeo un error de la memoria establezca una súbita comunicación con otro mundo —sobre todo cuando yo imaginaba que tal vez encarnaba permanentemente la imagen de otro hombre que vivía como un ser real más allá de la constelación de mis lágrimas y asteriscos—, eso sí era insoportable, algo que no podía ocurrir.

No bien se extinguía el último sonido de las despedidas y excusas del pobre Oks, me arrancaba de encima la rayada serpiente de lana que me estrangulaba y anotaba en escritura cifrada todos los detalles de mi encuentro con él. Después trazaba una gruesa línea y dibujaba una serie de signos de interrogación.

¿Debía pasar por alto la coincidencia y sus implicaciones? ¿O al contrario, debía reorganizar mi vida entera? ¿Debía abandonar mi arte, elegir otra forma para realizarme, tomar el ajedrez más en serio o convertirme, por ejemplo, en lepidóptero, o pasar una docena de años como un oscuro estudioso entregado a una versión al ruso del Paraíso perdido que dejaría pasmados de asombro a los criticastros? Peroro único que podía mantenerme más o menos cuerdo era (escribir relatos: una infinita recreación de mi fluido yo. En resumidas cuentas, lo único que hice fue abandonar mi seudónimo literario, "V. Irisin", bastante empalagoso y susceptible de confusiones (mi propia Iris solía decir que sonaba como si yo fuera una villa) y retomar mi verdadero nombre.

Fue con ese nombre como resolví firmar la primera entrega de mi nueva novela, El audaz, prometida a Patria, la revista émigrée. Acababa de reescribir con tinta de color verde reptil (un tónico para animar mi tarea) unía segunda o tercera copia en limpio del capítulo inicial, cuando Annette Blagovo fue a verme para resolver las horas de trabajo y los honorarios.

Llegó el 2 de mayo de 1934, con media hora de retraso, y como las personas que no tienen sentido de la duración echó la culpa de su tardanza a su inocente reloj, objeto para medir el movimiento y no el tiempo. Era una rubia graciosa, de unos veintiséis años y rasgos muy atractivos, aunque no excepcionalmente bonitos. Usaba una chaqueta gris sobre una blusa de seda blanca que tenía aspecto de vaporosa alegría a causa de un lazo entre las dos solapas, en una de las cuales llevaba un ramo de violetas. La falda corta y muy bien hecha era muy elegante, y en general la muchacha era mucho más chic y soignéeque la típica mujer rusa.

Le expliqué (según me dijo mucho después, en el tono desagradable y burlón de un cínico que husmea una posible conquista) que me proponía dictarle todas las tardes "directamente a la maquinita de escribir" ( prya-mo v mashinku) borradores muy corregidos o fragmentos de la copia en limpio que quizá revisaría "en las horas solitarias de la noche", para citar a A. K. Tolstoy, y volvería a dictarle al día siguiente. Ella no se quitó el ceñido sombrero, pero sí los guantes; apretando los labios recién pintados de rosa brillante se puso unos grandes anteojos de carey y el efecto destacó sus encantos: deseaba ver mi máquina de escribir (su gélida solemnidad habría convertido a un santo en un bufón soez). Estaba apurada porque tenía otra cita, pero quería comprobar si podía usarla. Se quitó el anillo con el cabochon verde (que encontré después de su partida) y pareció a punto de escribir una rápida frase, pero una segunda mirada le demostró que mi máquina de escribir era similar a la de ella.

Nuestra primera sesión resultó terrible. Me había aprendido mi papel con la preocupación de un actor nervioso, pero no había previsto al compañero de actuación que confunde o no oye un pie de cada dos. Me pidió que no le dictara tan rápido. Me desanimó con observaciones petulantes: "Esa expresión no existe en ruso" o "Nadie conoce esa palabra ( vzvoderí; oleaje). "¿Por qué no emplea simplemente 'gran ola', si eso es lo que quiere decir?" Cuando la rabia alteró mi ritmo y me llevó algún tiempo encontrar el final de una frase en el laberinto —ya desconocido para mí— de sus tachaduras e intercalaciones, ella empezó a apoyarse en el respaldo de la silla y a esperar como un mártir provocador, sofocando un bostezo o estudiándose las uñas. Después de tres horas de trabajo examiné el resultado de su presumido y descarado tableteo. Abundaba en errores de ortografía y feos borrones. Tímidamente dije que parecía poco habituada a vérselas con material literario (es decir, valioso). Me contestó que me equivocaba, que le encantaba la literatura. A decir verdad, agregó, en los últimos cinco meses había leído a Galsworthy (en ruso), a Dostoyevski (en francés), la inmensa novela histórica Zar Bronshtein(en el original) del general Pudov-Usurovski y L'Atlantide(de la que yo no había odio hablar pero que un diccionario atribuye a Pierre Benoit, romancier français' né d’Albi, un hiato en el Tarn). ¿Conocía ella la poesía de Morozov? No, ninguna clase de poesía le interesaba; la poesía no tenía nada que ver con el ritmo de la vida moderna. La reprendí porque no había leído ninguno de mis relatos o novelas y ella pareció confusa y quizá un poco asustada (temiendo que la despidiera), y acabó dándome la erótica satisfacción de prometerme que buscaría todos mis libros y se aprendería de memoria El audaz.