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—Ya idiotka—dijo—. Soy una idiota. Buscaba mi linda toca de flores, cuando papá empezó a leerme algo sobre un antepasado suyo que se peleó con Pedro el Terrible.

—Iván —dije.

—No entendí el nombre. Pero me di cuenta de qué estaba retrasada y me encasqueté ( natsepila) este shapochkaen vez de la toca, la guirnalda, su guirnalda, la guirnalda que usted me pidió.

La ayudaba a quitarse la chaqueta y sus palabras me llenaron de un coraje alimentado por mis sueños. La abracé. Busqué con la boca el tibio hueco entre el cuello y la clavícula. Fue un abrazo breve pero apasionado y mi enardecimiento desbordó discretamente, deliciosamente, por el solo acto de apretarme a ella tomando con una mano su firme y pequeño trasero y sintiendo con la otra h cuerdas de arpa de sus costillas. Anna Ivanovna temblaba de pies a cabeza. Virgen ardiente pero ingenua, no comprendió por qué mi ceñido abrazo se aflojó de repente, como el sueño que se disipa o las velas abandonadas por el viento.

¿Acaso ella sólo había leído el comienzo y el final de mi carta? Y bien, sí, se había salteado la parte poética. En otras palabras, ¿no tenía entonces la menor idea de cuáles eran mis intenciones? Me prometió releer la carta. ¿Por lo menos se había dado cuenta de que yo la quería? Eso sí. Pero ¿cómo podía estar segura de que la quería de veras? Era algo tan extraño, tan, tan... No podía expresarlo. Era tan extraño, en todo sentido. Nunca había conocido a alguien como yo. ¿A quiénes había conocido, entonces?, pregunté. ¿A trepanadores? ¿A trombonistas? ¿A astrónomos? Bueno, casi todos habían sido militares, si yo quería saberlo; gente interesante, que hablaban de peligro y deber, de vivaques en las estepas. Ah, un momento, también yo podía hablar de "vanos desiertos, ásperas canteras, rocas". No, dijo ella, los otros no inventaban. Hablaban de espías a quienes habían ahorcado, de política internacional, de una nueva película o un libro que explicaban el sentido de la vida. Y nunca una broma deshonesta, ni una sola comparación atrevida... ¿Como en mis libros? ¡Ejemplos, ejemplos! No, ella no me daría ejemplos. No me permitiría que la atravesara con un alfiler para hacerla girar en torno a él como una mosca sin alas.

O una mariposa.

Una mañana deliciosa caminábamos por las afueras de Bellefontaine. Algo revoloteó, centelleando.

—Mira ese arlequín —murmuré, señalando cautelosamente con el codo.

Tomando sol contra la pared blanca de un jardín había una mariposa chata, simétricamente desplegada, que el pintor había ubicado en leve ángulo con respecto al horizonte de su cuadro. El animal estaba pintado de un rojo sonriente, con intervalos amarillos entre manchones negros; a lo largo de los bordes dentados de las alas corría una hilera de medias lunas azules. El único rasgo que justificaba en mí un estremecimiento de desagrado eran las relucientes franjas de vello broncíneo que corrían a ambos lados del cuerpo.

—Como he sido maestra de jardín de infantes —me dijo la servicial Annette—, puedo decirle que es una mariposa común, la mariposa de las ortigas ( kraptvnitsa). ¡Cuántos chicos les arrancaban las alas y me las llevaban para que las viera!

La mariposa agitó las alas y desapareció.

8

Preocupada por la cantidad de páginas que debía mecanografiar y por la lentitud y torpeza con que lo hacía, Annette me obligó a prometerle que no interrumpiría su trabajo con eso que los rusos llaman "mimos de cachorro". En otros momentos, todo lo que me permitía eran besos razonables y abrazos contenidos: nuestro primer abrazo había sido "brutal", dijo cuando ya estuvo más al corriente acerca de ciertos secretos masculinos. Hacía lo posible para ocultar el dulce abandono a que se entregaba durante el trascurso natural de nuestras caricias, cuando empezaba a palpitar entre mis brazos antes de apartarme con severidad puritana. En una ocasión me rozó por casualidad la tensa delantera de los pantalones con el dorso de la mano; murmuró un gélido " pardon" (francés) y después permaneció enfadada porque le dije que esperaba que no se hubiese lastimado.

Me quejé del estilo ridículo y anticuado que iban adquiriendo nuestras relaciones. Annette lo pensó y me prometió que en cuanto "nos comprometiéramos oficialmente" nuestras relaciones entrarían en una era más moderna. Le aseguré que estaba dispuesto a proclamar su advenimiento en cualquier día, en cualquier momento.

Me llevó a conocer a sus padres, con quienes compartía un departamento de dos cuartos en Passy. El padre había sido cirujano militar antes de la revolución y con su pelo gris al rape, su bigote recortado y su pulcra perilla, se parecía de manera asombrosa (sobre todo por la vehemente ansiedad que remienda partes desgastadas del pasado con impresiones nuevas del mismo orden) al médico bondadoso —aunque de orejas y dedos fríos— a quien consulté por la "inflamación de los pulmones" que tuve en el invierno de 1907.

Como ocurre con tantos emigres rusos de fuerzas declinantes y profesiones perdidas, era difícil decir con exactitud cuáles eran los recursos personales del doctor Blagovo. Parecía dedicar el nublado ocaso de la vida a seguir el rumbo de la historia en colecciones de voluminosas revistas (desde 1830 hasta 1900 o desde 1850 hasta 1910) que Annette pedía en la Biblioteca Circulante de Oksman, o se pasaba el tiempo sentado ante una mesa para llenar por medio de un chasqueante inyector de tabaco los extremos semitrasparentes de cigarrillos con boquilla de cartón, de los cuales nunca consumía más de treinta por día para evitar la arritmia nocturna. Carecía casi por completo de conversación y era incapaz de volver a contar sin errores cualquiera de las infinitas anécdotas históricas que encontraba en los maltratados tomos de Russkaya Starina("Antigüedad rusa"), lo cual explica de dónde provenía la inhabilidad de Annette para recordar los poemas, ensayos, relatos o novelas que me había pasado a máquina. (Ya me he quejado muchas veces de esto, pero es que la torpeza de Annette me hacía envidiar la tranquilidad de un soltero, palabra que proviene de solitarius.) El viejo médico militar era, además, uno de los últimos caballeros a quienes vi usar pechera y botines con elásticos laterales.

El doctor Blagovo me preguntó —y esa fue su única pregunta memorable— por qué no firmaba mis libros con el título que acompañaba mi nombre milenario. Le contesté que precisamente por ser snob consideraba que los malos lectores siempre están enterados de la ascendencia de un escritor, y esperaba que los buenos lectores estuvieran más interesados en mis libros que en mi árbol genealógico. El doctor Blagovo era un viejo chocho y sus puños postizos podrían haber estado más limpios; pero hoy, al evocarlo en una apenada perspectiva de años, respetp su memoria: no sólo era el padre de mi pobre Annette, sino también el abuelo de mi adorada y mi quizás aún más infortunada hija.

El doctor Blagovo (1867-1940) se había casado a los cuarenta años con una beldad provinciana de Kineshma, una aldea junto al Volga, a pocos kilómetros al Sur de una de mis fincas campestres más románticas, famosa por sus desfiladeros agrestes que ahora son fosas para cadáveres y escenarios de matanzas, pero que entonces eran magníficas evocaciones de jardines hundidos. La señora de Blagovo usaba complicados cosméticos y hablaba con inflexiones cargadas de afectación, reduciendo sustantivos y adjetivos a formas empalagosas que aun el idioma ruso, famoso por sus diminutivos, sólo autoriza en los labios húmedos de un niño o una tierna nodriza. ("Toma —decía la señora de Blagovo—, aquí tienes tu chaishko s molochishkom[tu tecito con lechita].) Me impresionó como una dama extraordinariamente locuaz, afable, trivial, con buen gusto para vestirse (trabajaba en un salón de couture). En su casa se percibía cierta atmósfera de tensión. Annette era, sin duda, una hija difícil. Durante el breve lapso de mi visita no pude sino advertir en la voz del padre un tono de pánico servil ( notkí podobostrastnoy paniki) cuando se dirigía a ella. De cuando en cuando, Annette refrenaba la locuacidad de su madre con una mirada opaca, viperina. En el momento de despedirme, la amable dama me dijo lo que creyó un cumplido: "Habla usted ruso con grasseyement parisiense y tiene los modales de un inglés." Annette, tras ella, gruñó por lo bajo amonestándola.