Esa misma noche escribí a su padre para informarle que Annette y yo habíamos decidido casarnos. Y la tarde siguiente, a la hora de nuestro trabajo, recibí a Annette en bata de seda y babuchas marroquíes. Era un día de fiesta —el Festival de Flora—, le dije, señalando con sonrisa no del todo normal los claveles, camomilas, anémonas, asfódelos y campánulas que adornaban mi cuarto en nuestro honor. Su mirada se deslizó sobre las flores, el champagne, los canapés de caviar; frunció el ceño y se volvió para huir. La tomé del brazo para volverla al cuarto, cerré la puerta y me guardé la llave en el bolsillo.
No ocultaré que nuestro primer encuentro fue un fracaso. Me llevó tanto tiempo persuadirla de que ese era el día señalado, y ella hizo tanta alharaca acerca del último centímetro de ropa que podía quitarse y las partes de su cuerpo que Venus, la Virgen y el maire de nuestro arrondissement me permitían tocarle, que cuando la tuve en una actitud de rendición más o menos apropiada quedé convertido en un desecho imponente. Yacíamos desnudos, en un flojo abrazo. Al fin abrió la boca contra la mía. Eso reanimó mi vigor. Me apresuré a poseerla. Annette exclamó que la lastimaba de manera repugnante y con un vigoroso sacudón del cuerpo expulsó al sangriento y ansioso pez. Cuando procuré que lo rodeara con sus dedos, como humilde sucedáneo, me arrebató la mano, diciéndome que era un asqueroso débauché ( gryaznyy razvratnik). Me resigné a satisfacerme con el solitario, sucio acto, mientras ella miraba perpleja y angustiada.
Al día siguiente nos fue mejor y terminamos el champagneya sin burbujas. Nunca logré adiestrarla del todo, sin embargo. Recuerdo noches muy promisorias en hoteles junto a lagos italianos, en que de pronto sus absurdos remilgos lo estropeaban todo. Pero a la vez, hoy me siento feliz por no haber sido nunca lo bastante infame ni torpe como para ignorar los exquisitos contrastes entre su irritante gazmoñería y esos raros momentos de dulce pasión, cuando sus rasgos adquirían una expresión de ansiedad infantil, de solemne deleite, y sus breves quejidos llegaban al umbral de mi indigna lucidez.
9
Hacia fines del verano —y del capítulo siguiente de El audaz— el doctor Blagovo y su mujer esperaban unas bodas según el rito ortodoxo: una ceremonia iluminada por cirios, con oro y gasa, obispo, sacerdote y doble coro. No sé si Annette se quedó atónita cuando le dije que tenía la intención de suprimir todo ese ridículo ceremonial y de registrar prosaicamente nuestra unión ante un funcionario municipal en París, Londres, Calais o en una de las Islas de Normandía. Lo cierto es que a Annette no le importaba dejar atónitos a sus padres. El doctor Blagovo me pidió una entrevista en una carta de pomposa redacción ("¡Príncipe!: Anna nos ha informado que usted prefiere..."); convinimos una conversación telefónica: dos minutos del doctor Blagovo (incluidas las pautas motivadas por su esfuerzo para descifrar una letra que debió desesperar a los farmacéuticos) y cinco de su mujer, que después de divagar sobre trivialidades me suplicó que modificara mi decisión. Me negué y fui abordado por un intermediario, el bueno y viejo Stepanov, quien de manera bastante inesperada, dadas sus opiniones liberales, me urgió durante un llamado telefónico hecho desde alguna parte de Inglaterra (adonde se habían trasladado los Borg) para que respetara la hermosa tradición cristiana. Cambié de tema y le pedí que cuando volviera a París me organizara una hermosa soiréeliteraria.
En el ínterin, uno de los dioses más alegres acudió con regalos. Tres golpes de fortuna cayeron sobre mí en un acto simultáneo de celebración: un editor inglés pagó doscientas guineas de anticipo para la traducción de El sombrero de copa rojo; James Lodge, de Nueva York, ofreció por Camera Lucidauna suma aún más atractiva (en aquella época era más fácil satisfacer mi sentido de la belleza); y el medio hermano de Ivor Black redactó un contrato en Los Ángeles para la adaptación cinematográfica de un cuento mío. Ahora sólo me faltaba encontrar un lugar apropiado donde terminar El audazcon más comodidad que en el sitio donde escribí la primera parte. Después, o mientras terminaba su último capítulo, debería revisar y sin duda rehacer en buena parte la traducción inglesa de mi Krasnyy Tsilindr, hecha en Londres por una dama desconocida (que había empezado de manera poco auspiciosa, sugiriendo —antes de que un rugido de cólera la interrumpiera— que "para bien del sobrio lector inglés, debía apaciguar o suprimir por completo ciertos pasajes no del todo adecuados, o escritos con estilo demasiado barroco u oscuro"). Además, esperaba que se me presentara un viaje de negocios a los Estados Unidos.
Por alguna extraña razón psicológica, los padres de Annette, que seguían el desarrollo de esos acontecimientos, la instaron a que se casara en seguida mediante cualquier ceremonia, civil o pagana ( grazhdanskiy ili basurmanskiy). Terminada esa pequeña farsa tricolor, Annette y yo pagamos nuestro tributo a la tradición rusa yendo de hotel en hotel durante dos meses, y viajando hasta Venecia y Rávena, donde pensé en Byron y traduje a Musset. De regreso a París, alquilamos un departamento de tres cuartos en la encantadora rue Guevara (nombre de un viejo dramaturgo andaluz), a dos minutos de marcha desde el Bois. Solíamos almorzar en el cercano Le Petit Diable Boileux, un restaurante modesto pero excelente, y cenábamos fiambres en nuestra kitchenette. Yo había imaginado que Annette sería una cocinera polifacética; mejoró después, en la vigorosa Norteamérica. Sus mejores éxitos los obtuvo siempre en la rue Guevara con los huevos pasados por agua: no sé cómo lo conseguía, pero se las arreglaba para evitar esa fatal rotura que producía una invasión ectoplástica en el agua danzante cuando era yo quien los preparaba.
Le gustaban los largos paseos por el parque, entre las tranquilas hayas y los niños que eran la imagen del futuro; la estusiasmaban los cafés, los desfiles de modelos, los partidos de tenis, las carreras circulares de bicicletas en el Vélodrome y sobre todo el cinematógrafo. Pronto advertí que esas diversiones le despertaban ganas de hacer el amor; y en aquellos días de París yo era fuerte, tremendamente amoroso e incapaz de soportar negativas caprichosas. Sin embargo, evité las dosis excesivas de deportes atléticos (una metronómica pelota de tenis yendo y viniendo, o las horribles piernas peludas de jorobados sobre ruedas).
La segunda mitad de la década del treinta que pasamos en París se caracterizó por un maravilloso auge de las artes exiliadas. Y sería presuntuoso y necio de mi parte no admitir que pese a lo que escribieron sobre mí algunos de los críticos más deshonestos, permanecí en la cumbre de ese período. En los salones de conferencias, en las trastiendas de los cafés más frecuentados, en las reuniones literarias, me divertía señalar a mi silenciosa y elegante compañera a los diversos necrófagos del infierno, a los peores rastreros, a las benévolas nulidades, a los despóticos jefes de grupo, a los chiflados, a los piadosos pederastas, a las lesbianas de encantadora histeria, a los viejos realistas de mechones grises, a los talentosos, iletrados, intuitivos nuevos críticos (Adam Atropovich era su inolvidable jefe).