Como sucedería también con mis demás libros en inglés (inclusive este borrador), el título del primero se me ocurrió en el momento de la fecundación, mucho antes del nacimiento y el desarrollo. Sosteniendo ese título contra la luz, percibí todo el contenido de la cápsula semitrasparente. El título debía ser, sin posibilidad de alternativa o de cambio, Véase en Realidad. Ni siquiera lograron disuadirme las tribulaciones que semejante título padecería en los catálogos de las bibliotecas públicas.
La idea del libro quizá haya sido un efecto colateral de ese insulto a mi cuidadoso estilo que fueron las traducciones de los dos chapuceros: Un novelista inglés, artista brillante e incomparable, acaba de morir. Hamlet Godman, dinamarqués de Oxford, caracterizado por su ignorancia, su torpeza y su malevolencia, resuelve pergeñar la.biografía del novelista, viendo en esa tarea grotesca un desquite kovalevskiano de los fracasos literarios debidos a su innata mediocridad. El indignado hermano del novelista muerto decide poner en su lugar a Godman y emprende la revisión de la biografía. El deleite y la magia de mi libro empiezan en el primer capítulo, no bien se inician los ataques viperinos de Godman al insinuar en el novelista un "complejo de masturbación" y adjudicarle la castración de soldaditos de plomo. El hermano agrega notas al pie de página, cada una, de doce líneas por lo menos; siguen más notas, y después muchas más aún, que ponen en duda, refutan y reducen al absurdo las anécdotas fraguadas y las vulgares invenciones del supuesto biógrafo. La multiplicación de esas notas al pie de página redunda en un aumento amenazador (que sin duda perturba a los lectores selectos o convalecientes) de los símbolos astronómicos que salpican el texto. Hacia el fin de la época universitaria del biografiado, la altura del aparato crítico ha llegado a un tercio de cada página. Anuncios de una catástrofe nacional —campos inundados, etc.— acompañan el aumento del nivel del agua. Hacia la página 200, el material de las notas ocupa los tres cuartos del texto y la tipografía de los comentarios ha cambiado de tamaño, por lo menos psicológicamente (detesto los jugueteos tipográficos en los libros). En los últimos capítulos, esos comentarios no sólo han reemplazado el texto mismo, sino que aparecen con una tipografía de frondosidad delirante. "Presenciamos aquí el admirable fenómeno de una biographie romancee fraudulenta reemplazada poco a poco por la verdadera historia de la vida de un gran hombre." Por añadidura, el libro se cierra con un informe de tres páginas sobre la carrera universitaria del anotador: "En la actualidad enseña Literatura Moderna (incluyendo las obras de su hermano) en Paragon University, Oregon."
He descrito una novela escrita hace casi cuarenta y cinco años y sin duda olvidada por el público. Nunca la releí porque sólo he releído ( je relis, perechityvayu: bromeo con una amante adorable) las pruebas de página de mis ediciones en rústica. Y por razones que, estoy seguro, J. Lodge encuentra muy justificadas, esta obra no ha pasado de la edición encuadernada a la edición en rústica. Pero en la rosada perspectiva del recuerdo, la veo como algo placentero y la he disociado por completo de los terrores y tormentos que me acechaban mientras escribía aquella sátira sin presunciones.
La verdad es que la composición de esa sátira, a pesar del deleite (quizás nocivo en sí mismo) que las burbujas iridiscentes de mis alambiques me proporcionaron después de una noche de inspiración, esfuerzo y triunfo (¡miren los arlequines, mírenlos todas: Iris, Annette, Bel, Louise y tú, la última, la inmortal!) me llevó casi a la parálisis general que temí desde mi juventud.
En el mundo de los deportes creo que no ha existido nunca un campeón mundial de tenis y esquí. Pero he sido el primero en cumplir esa hazaña en dos literaturas tan diferentes como la hierba y la nieve. Como nada tengo de atlético y las páginas deportivas de los diarios me aburren casi tanto como las de cocina, ignoro qué destreza física se necesita para lograr un día una serie de treinta y seis tiros perfectos al nivel del mar de la cancha de tenis, y remontarse al día siguiente en un salto de esquí ciento treinta y seis metros en el aire luminoso de la montaña. Una fuerza colosal, sin duda, y quizás inconcebible. Pero yo me las he arreglado para superar las torturas de La Metamorfosisliteraria.
Pensamos con imágenes, no con palabras; sin embargo, cuando componemos, recordamos o reelaboramos mentalmente, a medianoche, algo que deseamos decir en el sermón del día siguiente, o que hemos dicho a Dolly en un sueño reciente, o que desearíamos haber dicho veinte años antes a un celador impertinente, las imágenes con que pensamos son, desde luego, verbales y hasta audibles, cuando somos viejos y estamos solos. No solemos pensar con palabras, ya que casi todo el vivir es un mimodrama. Pero sin duda imaginamos palabras cuando las necesitamos, así como imaginamos todo lo que puede percibirse en este mundo y hasta en otro mundo aún más improbable. En mi mente el libro se presentó, bajo mi mejilla derecha (duermo sobre el lado opuesto al corazón), como una procesión multicolor con cabeza y cola, avanzando como un dragón hacia el oeste a través de una aldea fascinada. Los niños que hay en ustedes y todos mis antiguos yos en sus humildes asistían a la promesa de un espectácuIo asombroso. Entonces vi él espectáculo con los más vivos detalles, cada escena en su sitio, cada trapecio en las estrellas. Pero no era una mascarada ni un circo, sino un libro encuadernado, una novela breve escrita en un idioma tan alejado de la prosa ilusoria que engendré en el desierto del exilio como lo estaría el tracto o el pahlavi. Sentí una náusea al sólo pensar en el esfuerzo de imaginar cien mil palabras adecuadas; prendí la luz y llamé a Annette en el dormitorio contiguo para que me diera una de mis píldoras estrictamente racionadas.
La evolución de mi inglés, como la de los pájaros, tuvo sus alternativas. Desde 1900, cuando tenía un año de edad, hasta 1903, estuve al cuidado de una querida niñera cockney. La sucedieron tres institutrices inglesas (1903-1906, 1907-1909 y noviembre de 1909, Navidad de ese mismo año), a quienes veo, por encima del hombro del tiempo, representando mitológicamente a la Prosa Didáctica, la Poesía Dramática y el Idilio Erótico. Mi tía abuela, una mujer encantadora de mentalidad insólitamente liberal, cedió al fin ante las exigencias del decoro hogareño y despidió a Cherry Neaple, mi última pastora. Tras un interludio de pedagogía rusa y francesa, dos tutores ingleses se alternaron con cierta regularidad entre 1912 y 1916, aunque se superpusieron de manera bastante cómica en la primavera de 1914, cuando compitieron por los favores de una joven belleza aldeana que ya había estado en mis brazos. Hacia 1910 dejé de leer los cuentos de hadas ingleses por el B.O.P., que en seguida reemplacé por todos los volúmenes del Tauchnitz acumulados en las bibliotecas familiares. Durante la adolescencia leí, a pares, Oteloy Onegin, Tyuchev y Tennyson, Browning y Blok. Durante mis tres años universitarios de Cambridge (1919-1922) y hasta el 23 de abril de 1930, mi lengua doméstica continuó siendo el inglés, mientras el cuerpo de mis obras en ruso empezaba a crecer y pronto habría de sacar de órbita a mis penates.
Hasta aquí las cosas bien. Pero esta frase no es más que un clisé remanido. Y el problema que debía resolver en París a fines de los años treinta era precisamente este: ¿sería yo capaz de desechar fórmulas y lugares comunes idiomáticos, y apartarme de mi glorioso ruso autodesarrollado para aventurarme no ya en el océano de un inglés chato y plomizo, con maniquíes vestidos de marinero, sino un inglés genuinamente mío, en todas sus luces cambiantes y movimientos imprevistos?