—Es un verdadero ángel —me confió Annette en su conmovedor seudoinglés.
Reconocí en la mujer a la profesora ayudante de ruso que me habían presentado en la universidad, cuando el jefe de esa lamentable sección, el viejo, sumiso, miope Noteboke, me invitó a asistir a una clase con alumnos avanzados ( My govorim porusski. Vy govorite? Pogovorimte íogda: tonterías por el estilo). Por suerte yo no tenía relación con la gramática rusa en la universidad, aunque mi mujer encontró refugio contra el insoportable aburrimiento cuando la señora Langley la puso a cargo de los alumnos principiantes.
Ninel Ilinishna Langley, persona fuera de lugar en más de un sentido, acababa de dejar a su marido, el "gran" Langley, autor de la Historia marxista de Norteamérica(agotada), la biblia de toda una generación de imbéciles. No sé por qué se separaron (al cabo de un año de sexo norteamericano, según dijo la mujer a Annette, que me trasmitió la información en tono de irritante condolencia). Pero tuve ocasión de conocer y odiar al profesor Langley durante una cena que se le ofreció la víspera de su partida a Oxford. Lo odié porque se atrevió a desaprobar mi manera de enseñar el Ulisesde Joyce: un comentario del texto sin alegorías orgánicas, mitos cuasi griegos ni esa clase de idioteces. Por otro lado, el "marxismo" de Langley era bastante cómico y moderado (demasiado moderado, quizá, para los gustos de su mujer), en comparación con esa actitud de admiración ignorante que los intelectuales norteamericanos tenían ante la Rusia soviética. Recuerdo el súbito silencio, el intercambio furtivo de gestos asombrados durante una fiesta que me ofreció el miembro más importante de la sección de Literatura Inglesa, cuando describí el gobierno bolchevique como filisteo en estado de reposo y bestial en la acción, rival internacional de la mantis religiosa por su rapacidad, aficionado a sanear la mediocridad de su literatura mediante el recurso de perdonar a algunos pocos talentos del período previo sólo para ahogarlos después en su propia sangre. Un profesor, moralista de izquierda y esforzado muralista (ese año experimentaba con pintura para automóviles) se fue de la casa. Pero al día siguiente me escribió una carta de disculpas magnífica y muy larga, diciéndome que no podía enojarse con el autor de Esmeralda y su Parandro(1941), libro que a pesar de "su estilo sobrecargado y sus metáforas barrocas" era una obra maestra donde se "tocaban cuerdas de íntima emoción que él jamás haría vibrar en sí mismo". Los críticos de mis libros seguían esa línea: me reprochaban formalmente que subestimara la "grandeza" de Lenin, pero me hacían cumplidos que, a la larga, eran conmovedores, inclusive para mí, autor desdeñoso y austero, ignorado en París. Hasta el rector de la universidad, que de puro timorato simpatizaba con los izquierdistas a la moda, estaba en el fondo de mi parte: cuando fue a visitarnos (incitando a Ninel a subir a nuestro piso y aguzar el oído tras nuestra puerta), me dijo que estaba orgulloso, etc., y que había encontrado "muy interesante mi último (?) libro, aunque lamentaba que yo no desperdiciara oportunidad para criticar en mis clases a "nuestra gran aliada". Le contesté, riendo, que esa crítica era una caricia de niño comparada con la conferencia pública sobre "El tractor en la literatura soviética" que pensaba dar al final del período de clases. También él rió, y preguntó a Annette cómo era vivir con un genio (ella se limitó a encoger sus hermosos hombros). Todo eso fue très américainy derritió una aurícula de mi congelado corazón.
Pero volvamos a la buena Ninel.
La habían bautizado con el nombre de Nonna, en 1902; veinte años después le habían dado el nuevo nombre de Ninel (o Ninella) a pedido de su padre, un Héroe del Trabajo y un servil adulador. Ella firmaba con ese nombre, pero sus amigos la llamaban Ninette o Nelly, así como el nombre de pila de mi mujer era Anna (como se complacía en señalar Norma) pero se había convertido en Annette o en Netty.
Ninella Langley era un personaje corpulento, de cara roja y sonrosada (ambos matices azarosamente distribuidos), pelo corto teñido de un color barcino como el de las suegras, ojos castaños aún más demenciales que los míos, labios muy delgados, gorda nariz rusa y tres o cuatro pelos en el mentón. Antes de que el lector joven se encamine hacia Lesbos deseo aclarar que, en la medida en que había podido averiguarlo (y soy un espía muy diestro), no había nada sexual en el afecto ridículo e ilimitado que sentía por mi mujer. Yo no había comprado todavía el automóvil blanco que Annette nunca llegó a ver, de manera que era Ninella quien la llevaba de compras en un armatoste desvencijado, mientras su ingenioso inquilino, ahorrándose los ejemplares de sus novelas, autografiaba a las agradecidas mellizas novelas de misterio y panfletos ilegibles tomados de la colección Langley, en el altillo, cuya ventana daba, afortunadamente, hacia la calle que iba y venía del Shopping Center. Era Ninella quien mantenía a su adorada "Netty" bien abastecida de lana de tejer blanca. Era Ninella quien dos veces por día la invitaba a tomar una taza de café o té en su departamento: la mujer evitaba escrupulosamente nuestro piso, al menos cuando estábamos en él, so pretexto de que aún apestaba al tabaco de su marido. Le expliqué que era el de mi pipa; más tarde, ese mismo día, Annette me dijo que no debería fumar tanto, sobre todo en los interiores; además me trasmitió otra absurda queja de su amiga, molesta porque yo me pasaba largas horas de la noche yendo y viniendo exactamente sobre su cabeza. Sí. Y un tercer reclamo: ¿por qué no ponía los volúmenes de la enciclopedia en orden alfabético, como siempre hacía su cuidadoso marido, ya que (decía él) "un libro mal ubicado es un libro perdido"? Todo un aforismo.
A nuestra querida señora Langley no le gustaba mucho su trabajo. Era dueña de una cabaña junto al lago ("Rosas silvestres"), a cincuenta kilómetros al norte de Quirn, no muy lejos del Honeywell College, donde daba cursos de verano y donde pensaba concentrar todas sus actividades si continuaba la "atmósfera reaccionaria" en Quirn. En realidad, su único motivo de rencor era la decrépita Madame de Korchakov, que la había acusado en público de hablar ruso con sdobnyy("un dejo de") acento soviético y con vocabulario provinciano, cosas que no podían negarse aunque Annette sostenía que yo era un burgués desalmado al decir eso.
2
En mi conciencia los primeros cuatro años de vida de Isabel están a tal punto separados por un vacío de siete años de la adolescencia de Bel, que tengo la sensación de ser el padre de dos hijas distintas: una niña alegre y de mejillas sonrosadas, y su hermana mayor, pálida y taciturna.
Me había provisto de una cantidad de tapones para los oídos. Resultaron innecesarios, ya que del cuarto de niños no llegaba el menor llanto que perturbara mi trabajo: La doctora Olga Repnin, historia ficticia de una profesora de ruso en Norteamérica que, después de aparecer por entregas (cosa que me obligó a infinitas correcciones de pruebas), Lodge publicaría en 1946, el mismo año en que Annette me abandonó. La novela fue aclamada como "una mezcla de humorismo y humanismo" por críticos propensos a la aliteración que no sabían aún las obras que quince años después yo escribiría para su horrorizado deleite.
Me divertía mirar a Annette cuando nos tomaba en el jardín instantáneas de color a Isabel y a mí. Me gustaba mucho pasear a la fascinada Isabel por los bosques de alerces y hayas junto al río Quirn Cascade, donde cada rayo de luz, cada mancha de sombra parecía contar con la entusiasta aprobación de la niña. Hasta consentí en pasar buena parte del verano de 1945 en "Rosas silvestres". Allí, al volver un día con la señora Langley de comprar un diario o una botella de vino, algo que dijo, una entonación o un gesto suscitó en mí el fugaz estremecimiento, la atroz sospecha de que esa desdichada mujer no se había enamorado de mi mujer sino de mí.