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La tortuosa ternura que siempre había sentido yo por Annette se hizo más intensa a causa de los sentimientos que ambos compartíamos hacia nuestra hija. Yo "temblaba" por ella, como Ninella decía en su ruso torpe, quejándose de que eso quizá fuera nocivo para la niña, aun "restando importancia a mi exageración". Ese era el lado humano de nuestro matrimonio. El aspecto sexual había desaparecido por completo.

Durante un buen tiempo, cuando Annette volvió de la maternidad, ecos de sus dolores en los corredores más oscuros de mi mente y una aterradora ventana en cada ángulo —el espectro de un orificio lastimado— me persiguieron y adormecieron todo mi vigor. Cuando me sentí curado y se reanimó mi deseo por sus pálidos encantos, la violencia y el volumen de mis exigencias pusieron fin a los esfuerzos, enconados pero esencialmente ineficaces, que Annette hacía para restablecer una especie de armonía amorosa entre nosotros, aunque sin apartarse en lo más mínimo de la norma puritana. Ahora tenía el descaro (un lamentable descaro de chiquilla) de insistir para que consultara a un psiquiatra recomendado por la señora Langley, quien me ayudaría a "serenar" mis pensamientos en momentos de excesiva voracidad. Le dije que ella era una santurrona y su amiga un monstruo, y tuvimos la peor pelea conyugal en años.

Las mellizas de muslos lechosos ya habían regresado con sus bicicletas a su isla natal. Muchachas más feas las reemplazaron en las tareas domésticas. Hacia fines de 1945, ya había interrumpido mis visitas al frío dormitorio de mi mujer.

A mediados de mayo de 1946 viajé a Nueva York —cinco horas de tren— para almorzar con un editor que me ofrecía mejores condiciones que el bueno de Lodge por la publicación de una serie de cuentos, Exilio de Mayda. Después de la agradable comida, fui caminando en la bruma soleada de aquel día trivial hacia la Biblioteca Pública. Por un simple milagro de sincronización ella, Dolly von Borg, que ya tenía veinticuatro años, bajaba ágilmente las escaleras de la Biblioteca en el instante en que yo, famoso y gordo escritor en su imponente cuarentena, las subía con esfuerzo. Salvo por los reflejos grises en la abundante melena que había adoptado para mis conferencias en París, diez años antes, no creo que estuviera tan cambiado como para que ella dijera (como en efecto empezó a decir) que nunca me habría reconocido si no hubiera admirado tanto mi retrato meditabundo en la cubierta de Véase en Realidad. Por mi parte, la reconocí porque nunca había perdido de vista su imagen, corrigiéndola de cuando en cuando: el último retoque lo había hecho en 1939, cuando su abuela, en respuesta al saludo de Navidad enviado por mi mujer, nos mandó desde Londres una fotografía tamaño postal de una adolescente con pestañas postizas y abanico de plumas en una representación estudiantil, de una tremenda cursilería. En los dos minutos que permanecimos en aquellas escaleras —ella apretando un libro con ambas manos contra el pecho; yo en un nivel inferior, con el pie derecho sobre el escalón siguiente, golpeándome la rodilla con un guante en un gesto típico de tenor—, en esos dos minutos intercambiamos muchas informaciones triviales.

Dolly estudiaba Historia del Teatro en la Universidad de Columbia. Sus padres y abuelos estaban en Londres. Yo tenía una hija, ¿verdad? Mis zapatos eran muy elegantes. Los estudiantes decían que mis clases eran estupendas. ¿Me sentía feliz?

Sacudí la cabeza. ¿Cuándo y dónde podía verla?

Ella había estado siempre loca por mí, desde la época en que la sentaba en mis rodillas y la fascinaba representando el papel del cariñoso tío Gasper, con alguno que otro furcio. Ahora todo aquello había vuelto y ella no estaba dispuesta a perder la ocasión.

Su vocabulario era notable. La definía a las claras. Todo es según el color del cristal con que se mira: yo veía espejismos de acogedores hotelitos a la espera de nosotros. ¿Tenía ella automóvil?

¡Vaya, qué rápido iba yo! (Risas.) Quizá le pediría prestado el viejo sedan, aunque a él no le gustaría mucho la cosa (señalando a un joven indefinible que la esperaba en la acera). Acababa de comprarse un Hummer fabulso para salir con ella.

Por favor, ¿podía decirme cuándo podíamos encontrarnos?

Había leído todas mis novelas, por lo menos las traducidas al inglés. Estaba olvidándose del ruso.

¡Al diablo con mis novelas! ¿Cuándo?

Tenía que dejarla pensar. Tal vez fuera a visitarme al terminar las clases. Terry Todd (que ya medía las escaleras con la mirada, disponiéndose a subirlas) había sido estudiante mío durante algún tiempo; casi lo había aplazado en el primer examen y había dejado la universidad.

Le contesté que relegaba a un olvido eterno a los aplazados. Eso de "al terminar las clases" también podía equivaler a una eternidad. Exigí más precisión.

Ella me avisaría. Me llamaría la semana próxima. No, yo no la dejaría ir sin que me diera su número de teléfono. Me dijo que mirara al payaso (ya subía las escaleras). Paraísoera una palabra persa. Nuestro nuevo encuentro había sido sencillamente persa. Ella se aparecería alguna vez por mi oficina, para charlar sobre los viejos tiempos. Sabía qué ocupado...

—¡Oh, Terry, este es el escritor, el hombre que escribió Esmeralda y su Meandro).

No recuerdo para qué había ido yo a la Biblioteca. En todo caso, no en busca de ese libro desconocido. Vagué sin rumbo por varias salas, acabé en la abyección del water closet. Pero sólo castrándome habría podido sacarme de la cabeza la nueva imagen de Dolly, iluminada por su resplandor portátil (pálido cabello lacio, pecas, infantiles labios abultados, largos ojos de endemoniada), aunque sabía que ella era sólo lo que solía llamarse una "perdularia", y quizá porque lo era.

Di mi penúltima clase sobre "Obras maestras" en el semestre de primavera. Di la última. Mi ayudante distribuyó los cuadernos azules para el examen final de ese curso (que yo había abreviado por razones de salud) y los recogí mientras tres o cuatro ilusos ya desesperados seguían escribiendo como poseídos en diferentes lugares del aula. Continué con mi último seminario del año sobre Joyce. La pequeña baronesa Borg había olvidado el final del sueño.

En los últimos días del semestre de primavera, una baby-sitterparticularmente estúpida me dijo que había telefoneado una muchacha cuyo nombre no había entendido bien —Tallbird o Dalberg— para anunciarme que iría a verme a la universidad. Recordé que cierta Lily Talbot, una alumna de mi clase sobre Obras Maestras, había faltado al examen. Al día siguiente fui a mi oficina para someterme al tormento de corregir el montón de papeles sobre mi escritorio. "Cuadernos de Examen de la Universidad de Quirn." Todo el que emprende una tarea universitaria se dispone a algo espantoso. "Escriba su examen en las páginas consecutivas, pares e impares." ¿Qué significa "consecutivas", profesor? ¿Quiere usted que describamos todos los pájaros del relato o sólo uno? Por lo común, un décimo de los trescientos cerebros preferían la ortografía "Stern" a "Sterne" y "Austin" a "Austen".

Sonó el teléfono en mi amplio escritorio ("grande como cama para dos", solía decir mi procaz vecino, el profesor King) y esa Lily Talbot empezó a explicarme por qué había faltado al examen, locuaz, poco convincente y con voz deliciosa, aterciopelada, confidencial. Yo no recordaba su cara ni su silueta, pero la suave melodía que me tintineaba en el oído insinuaba tales encantos, tal mansa actitud de entrega que me reproché no haberme fijado en ella en la clase. Cuando estaba a punto de decirme lo más importante, me distrajo un enérgico golpe infantil en la puerta. Dolly entró sonriendo. Sonriendo me indicó con un movimiento del mentón que debía colgar el tubo. Sonriendo apartó los cuadernos sobre el escritorio y se sentó, con las piernas desnudas ante mi cara. Lo que prometía los ardores más refinados acabó en la escena más vulgar que recuerdo. Me apresuré a saciar una sed cuyo ardor había empezado a abrir un agujero en la turbia metáfora de mi vida desde la época, trece años antes, en que acariciaba a una Dolly muy diferente. La convulsión final sacudió la lámpara del escritorio, y del aula situada al otro lado del corredor llegó una salva de aplausos, al final de la clase con que el profesor King terminaba el semestre.