Ya estábamos. La enfermera Dolan, en pos de la atmósfera deseada y por énfasis profesional había arreglado su dormitorio en estilo de hospitaclass="underline" una cama blanca como la nieve con un sistema de palancas que habría dejado impotente hasta a Big Peter (en El sombrero de copa rojo); cómodas blanqueadas, armarios de cristal, una planilla de cuadro clínico al pie de la cama, como las que divierten a los humoristas, y otra con reglamentaciones fijada en la puerta del cuarto de baño.
—Ahora quítate esa chaqueta —exclamó Dolly con alegría— mientras te desato los cordones de esos zapatos fabulosos (se puso ágilmente una y otra vez en cuclillas frente a mis pies en retirada).
—Estás mal de la cabeza, querida, si piensas que puedo hacer el amor en este sitio espantoso.
—¿Qué pretendes, entonces? —me preguntó irritada, apartándose un mechón de la cara enrojecida e incorporándose—. ¿Dónde podrías encontrar algo tan elegante, tan higiénico, tan...
Un visitante la interrumpió: un perro viejo, de pelo castaño y bigotes grises, que llevaba horizontalmente un hueso de goma en la boca. Entró desde el cuarto vecino, depositó sobre el linóleo el obsceno objeto rojo y me miró, miró a Dolly, me miró de nuevo a mí, con melancólica esperanza en sus ojos levantados. Una linda muchacha vestida de negro y con los brazos al aire apareció tras él, levantó el animal, dio un puntapié al juguete y dijo:
—¡Hola, Dolly! Si tú y tu amigo quieren unos tragos después, reúnanse con nosotros. Bridget telefoneó para decir que volverá temprano. Es el cumpleaños de J. B.
—Está bien, Carmen —contestó Dolly y volviéndose hacia mí continuó en ruso—: Creo que necesitas un trago ahora mismo. ¡Oh, vamos! Y por Dios, deja aquí esa chaqueta y ese chaleco. Estás empapado de sudor.
Me obligó a salir del cuarto. Avancé entre rezongos; ella dio una palmada a la cama impoluta y siguió al hombre de nieve, el hombre de sebo, el hombre moribundo a punto de desplomarse.
La fiesta ya había invadido la sala desde el cuarto vecino. Me encogí y traté de ocultar la cara cuando reconocí a Terry Todd, que levantó el vaso en gesto de delicada felicitación. Nunca llegaré a saber qué hizo la puerca de Dolly para asegurarse la complicidad de un amante despechado; pero no debí ponerla en mi Krasnyy Tsilindr. Así es como criamos monstruos vivientes... empezando con una pequeña bailarina en un libro. Otra persona a quien ya había visto —un joven actor de agradables rasgos irlandeses que nos pasó varias veces con su auto en algún camino campestre— me puso en la mano un vaso de lo que llamó un Honolulu Cooler, pero en la etapa eónica de mis ataques estoy más allá del alcohol, de modo que sólo sentí el gusto del ananá en la mezcla. En un círculo de aduladores, un viejo grandote como un buey, con camisa de mangas cortas y monograma "J. B.", posaba con un brazo en el talle de Dolly para una foto atrevida que le tomaba su mujer. Carmen se llevó mi vaso pegajoso en una pulcra bandeja con una cajita de píldoras y un termómetro en un ángulo. Como no encontré dónde sentarme, me apoyé contra la pared; con la cabeza hice oscilar una barata pintura abstracta en marco de material plástico. Terry Todd detuvo el movimiento del cuadro; se había deslizado junto a mí y bajando la voz me dijo:
—Todo está arreglado, Prof, para satisfacción de todos. Me he puesto en contacto con la señora Langley. Ella y su mujer van a escribirle. Creo que ya han volado de su casa. Su hija cree que usted se ha ido al cielo... Vamos, vamos, ¿qué le pasa?
No soy buen peleador. No hice más que lastimarme una mano contra una lámpara de pie y perder ambos zapatos en la refriega. Terry Todd desapareció para siempre. El teléfono sonaba en un cuarto y en el otro. Dolly, retransformada por su furia explosiva —y de nuevo idéntica a aquella niña que me insultó con una palabra francesa de tres letras cuando le dije que era más sensato no seguir aprovechándose de la hospitalidad de su abuelo— casi me desgarró en dos partes la corbata, aullando que podía mandarme a la cárcel por violación, aunque prefería verme arrastrándome de vuelta a los pies de mi consorte y mi harén de baby-sitters(por lo visto, su nuevo vocabulario no había perdido su riqueza teatral, ni siquiera cuando chillaba).
Me sentí atrapado como una bola plateada en el centro de un laberinto de juguete. Una multitud amenazadora, contenida por J. B., me separaba de la puerta. Me batí en retirada hacia la salita privada de Bridget y con una sensación de alivio (también "eónica", por desgracia) vi que más allá de una puerta vidriera entreabierta y hasta entonces inadvertida por mí se extendía prodigiosamente un jardín interior —o por lo menos su parte delantera—, con pacientes circulando en bata por una geometría de canteros y muros o apaciblemente sentados en bancos. Salí a los tropezones; cuando a través de las medias blancas sentí en los pies la frescura del césped, me di cuenta de que esa mujerzuela vagabunda me había desatado los lazos de los calzoncillos largos. De algún modo, en alguna parte, había desparramado y perdido el resto de mi indumentaria. Mientras permanecía allí, con la cabeza colmada por la negrura de un dolor increíble, percibí cierta agitación más allá del jardín. Lejos, muy lejos, la enfermera Dolan o Nolan (a semejante distancia ya no importaban esas sutilezas) corrió en mi ayuda desde un ala del hospital. La seguían dos individuos con una camilla. Un paciente servicial recogió la frazada que dejaron caer.
—¡No ha debido hacer eso! —exclamó la enfermera, jadeante—. No se mueva, lo ayudarán a levantarse —me había caído sobre el césped—. Si hubiera escapado después de la operación, habría muerto aquí mismo. ¡Y en un día tan lindo como este!
Así fui transportado por dos vigorosos camilleros que apestaban (el primero, con solidez; el segundo, en ráfagas rítmicas). No fuimos hacia el lecho de Bridget, sino hacia una verdadera cama de hospital en una sala para tres, entre dos ancianos que agonizaban de cerebritis.
4
Rosas silvestres 13-IV-1946
El paso que he dado, Vadim, no está sujeto a discusión ( ne podlezhit obsuzhdeniyu). Debes aceptar mi partida como un fait accompli. Si te hubiera querido de veras no te habría abandonado; pero nunca te quise de veras y tu aventura —que sin duda no es la primera desde que llegamos a este siniestro ( zloveshchuyu) país "libre”— quizá sea para mí sólo un pretexto para abandonarte.
Nunca hemos sido felices durante nuestros doce años de matrimonio. Desde el principio me consideraste como un animalito de circo, bonito y obediente, pero muy torpe, al que procurabas enseñar artimañas inmorales y repugnantes, condenadas como tales por las últimas luminarias científicas de nuestra patria, según me ha dicho la fiel compañera sin la cual yo no hubiese sobrevivido en la sórdida "Kvirn". Por otro lado, me sentía a tal punto confundida por tu trenne (sic) de vie, tus costumbres, tus amigos moishe, tus novelas decadentes y, por qué no admitirlo, tu aversión patológica contra el Arte y el Progreso en la Tierra Soviética (incluyendo la restauración de encantadoras iglesias antiguas"). que me habría divorciado de ti si me hubiese atrevido a disgustar a papá y a mamá, tan ansiosos, los pobres, en medio de su candor y su dignidad, de que su hija recibiera el tratamiento —¿por parte de quiénes, santo Dios?— de "Su Serenidad" ( Siyatel'stvo).