Si Bel vive aún, tiene treinta y dos años —exactamente tu misma edad en el momento en que escribo (15 de febrero de 1974). La última vez que la vi, en 1959, tenía apenas diecisiete años y entre los once y medio y los diecisiete y medio ha cambiado muy poco en el ámbito de la memoria, donde la sangre no corre tan rápido en el tiempo inmóvil como en el presente perceptual. La visión que conservo de Bel entre 1953 y 1955, los tres años en que fue totalmente, únicamente mía, no ha sido alterada por el crecimiento lineal. Hoy la veo como una imagen compuesta y extática, en la cual una montaña de Colorado, mi traducción al inglés de Tamara, los triunfos de Bel en la escuela secundaria y un bosque de Oregón se funden en diseños de tiempo traspuesto y espacios concurrentes que desafían la cronología y los mapas.
Sin embargo, debo registrar un cambio, una línea evolutiva. Se relaciona con la conciencia cada vez mayor que fui adquiriendo de su belleza. Apenas un mes después de su llegada, ya no podía entender cómo me había parecido "fea". Al cabo de otro mes, el perfil élfico de su nariz y su labio superior se presentaron como una "esperada revelación", para usar una fórmula que he aplicado a algunos milagros prosódicos de Blake y de Blok. A causa del contraste entre las pupilas color gris pálido y las pestañas muy negras, sus ojos parecían contorneados con kohl. Sus mejillas hundidas, su largo cuello eran como los de Annette, pero su pelo rubio, que usaba más bien corto, tenía un brillo más suntuoso, como si las hebras leonadas se mezclaran con otras de un dorado oliváceo en espesos mechones de matices alternados. Me es fácil describir todo eso —así como esas estrías regulares de brillante lozanía en sus brazos y piernas—; además, al hacerlo he caído en una forma de autoplagio, ya que he atribuido esos rasgos a Tamaray a Esmeralda, sin contar a varias muchachas que aparecen en mis cuentos (véase, por ejemplo, la pág. 537 de Exilio de Mayda, Goodminton, Nueva York, 1947). Pero no puedo emprender la descripción de su tipo general y de la estructura de sus huesos durante su resplandor pubescente con el brío de un campeón de tenis. Estoy obligado —¡triste confesión!— a emplear un recurso que ya he usado antes, inclusive en este libro: el método harto conocido que consiste en degradar una forma de arte acudiendo a otra. Pienso en Lila de cinco pétalos, óleo de Serov que muestra a una niña rubia de unos doce años sentada ante una mesa iluminada por el sol y que hurga en un racimo de lilas buscando esa flor de la suerte. La niña no es otra que Ada Bredow, prima hermana mía a quien cortejé sin fortuna ese mismo verano, cuyo sol aviva con manchas de luz la mesa verde y sus brazos desnudos. Eso que los criticastros llaman "el interés humano" de una novela abrumará a mi lector, el amable turista, cuando visite el Museo del Hermitage en Leningrado, donde he visto con mis ojos legañosos, durante la visita que hice a Sovietlandia hace pocos años, ese cuadro que pertenecía a la abuela de Ada antes de ser donado al Pueblo por un concienzudo ladrón. Creo que esa niña encantadora era el modelo de otra que se me aparecía en un reiterado sueño mío, con un tramo de parquet entre dos camas, en un demoníaco cuarto de huéspedes improvisado. El parecido de Bel con la niña —los mismos pómulos, el mismo mentón, las mismas muñecas nudosas, la misma suave flor— sólo puede insinuarse, nunca detallarse. Pero basta de todo esto. He procurado hacer algo muy difícil y romperé estas páginas si me dicen que lo he logrado muy bien, porque no deseo ni deseé nunca lucirme al evocar esta desdichada relación con Isabel Lee (aunque al mismo tiempo era increíblemente feliz).
Cuando le pregunté —¡al fin!— si había querido a su madre pues no podía entender la aparente indiferencia de Bel con respecto a la horrible muerte de Annette, lo pensó durante tanto tiempo que supuse que había olvidado mi pregunta. Pero al fin, como un jugador de ajedrez que se da por vencido después de un abismo de meditación, sacudió la cabeza. ¿Y qué pensaba de Nelly Langley? Contestó en seguida: Langley era mezquina y cruel, y la odiaba. El año anterior la había azotado: tenía el cuerpo lleno de marcas (para demostrarlo se descubrió el muslo derecho, que ya estaba impecablemente blanco y terso).
Las enseñanzas que adquirió en la mejor escuela privada para niñas de Quirn (tú, su coetánea, pasaste unas cuantas semanas en su mismo curso, pero nunca llegaste a hacerte amiga de ella) se enriquecieron con los dos veranos que pasamos vagabundeando por los estados del oeste. Qué recuerdos, qué aromas encantadores, qué espejismos, casi espejismos, espejismos concretos se acumularon a lo largo de la Ruta 138 —Sterling, Fort Morgan (El.4325), Greeley, llamada con acierto Loveland-mientras nos acercábamos al paraíso de Colorado.
Desde el hotel Lupine, Estes Parle, donde pasamos todo un mes, un sendero bordeado con flores azules llevaba entre alamedas hacia lo que Bel llamaba, de manera extravagante, El Pie de la Cara. También existía el Pulgar de la Cara, en su extremo sur. Tengo una gran fotografía brillante tomada por William Garrell, que fue el primero, según creo, en subir a El Pulgar en 1940 o por entonces: en ella se ve la cara este de Longs Peak, con las líneas entrecruzadas de la subida sobreimpresas en un diseño sinuoso. En el reverso de esa fotografía —y tan inmortal por sus méritos como el tema de la foto— hay un poema de Bel, cuidadosamente copiado con tinta violeta y dedicado a Addie Alexander, "la primera mujer que subió al Peak, hace ochenta años". Conmemora nuestras modestas excursiones:
El Lago Pavo Real de Long: la Choza y su Vieja Marmota; Boulderfield y su Mariposa Negra; y el sendero inteligente...
Lo compuso mientras compartíamos un picnic en algún sitio entre esas grandes rocas y el principio de El Cable. Después de juzgar el resultado mentalmente, en ceñudo silencio, lo escribió en una servilleta de papel que me entregó con mi lápiz.
Le dije qué hermoso y artístico era, sobre todo el último verso. ¿Qué es "artístico"?, me preguntó. "Tu poema, tú misma, tu manera de usar las palabras", le dije.
Durante aquel paseo, o quizá en otra ocasión, pero sin duda en la misma zona, una súbita tormenta barrió con la gloria de aquel día de verano. Nuestras camisas, pantalones cortos, zapatillas, parecían inexistentes en la bruma helada. Una primera piedra de granizo dio contra un envase de lata; otra contra mi coronilla. Buscamos refugio en una cavidad bajo una roca saliente. Las tempestades son una tortura para mí. Su presión demoníaca me destruye; los relámpagos me atraviesan el pecho y el cerebro. Bel lo sabía. Acurrucada contra mí (¡más para mi consuelo que para el de ella!), me besaba levemente en la sien ante cada trueno, como diciéndome: "Éste ya ha pasado, todavía estás a salvo." Empecé a desear que esos estallidos no cesaran nunca, pero al fin se convirtieron en un rumor sordo y el sol descubrió esmeraldas en un tramo de hierba mojada. Bel no podía contener su temblor y deslicé las manos bajo la camisa y le froté el delgado cuerpo hasta que ardió, para alejar el peligro de la "neumonía", palabra que la hizo reír y que asoció con "nuevo" y con "luna" y con "luna nueva", y con "quejido" y con "quejido nuevo".
Después hubo un momento que en mi recuerdo es brumoso. Pero debió ocurrir poco después, en el mismo motel o en el siguiente, durante el viaje de regreso, cuando Bel se deslizó en mi cuarto al amanecer, se sentó en mi cama —aparta las piernas— con la parte superior de su pijama para leerme otro poema:
En el oscuro sótano acaricié
la sedosa cabeza de un zorro.