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BEL (corrigiendo a Louise): Isa.

VADÍM: Isabel, te presento a Louise Adamson, una gran amiga mía que acaba de volver de Roma. Espero que nos visite con frecuencia.

BEL: Cómo le va (sin signos de interrogación).

VADIM: Bueno, ve a ponerte algo, Bel. El desayuno está listo. (A Louise.) ¿No quieres desayunar con nosotros? ¿Huevos duros? ¿Una coca-cola con pajita? (Pálido violín sube las escaleras?)

LOUISE: Non, merci.Me he quedado estupefacta.

VADIM: Sí, las cosas se han puesto algo raras aquí. Pero ya verás, Bel es una niña muy especial, no hay otra como ella. Lo que hace falta es tu presencia, tu influjo. Ha heredado de mí la costumbre de andar como vino al mundo. Un gene edénico. Curioso.

LOUISE: ¿Es un campamento nudista de dos, o la señora O'Leary también forma parte de él?

VADIM (riendo): No, no viene aquí los domingos. Todo es normal, te lo aseguro. Bel es un ángel muy dócil. Ella...

LOUISE (poniéndose de pie para irse): Ya vuelve para que la alimenten. (Bel baja las escaleras con una bata roja muy corta.) Vé a mi casa a la hora del té. Jane Kirig llevará a Fay a ver un partido de hockeyen Rosedale. (Mutis.)

BEL: ¿Quién es? ¿Una estudiante tuya? ¿Teatro? ¿Elocución?

VADIM (precipitándose): Bozhe moy! (¡Dios santo!) ¡Los huevos! ya estarán tan duros como el jade. Vamos. Te pondré al corriente de la situación, como dice tu maestra.

6

Lo primero que salió de mi casa fue el piano de cola. Una cuadrilla de obreros tambaleantes transportó el iceberg a la escuela de Bel, a la cual lo había donado en un intento de adulación. No me dejo asustar fácilmente, pero cuando me asusto me asusto de veras, y durante una segunda entrevista con la directora de esa escuela mi representación de un indignado Charles Dodgson se salvó del fracaso sólo gracias a la sensacional noticia de que me casaría con una irreprochable mundana, viuda de uno de nuestros filósofos más decorosos. Louise, por otro lado, consideró el despilfarro de un símbolo de lujo como una afrenta personal y un crimen: un piano de concierto de esa marca cuesta, dijo, por lo menos tanto como su viejo convertible Hécate, y ella no era tan rica como sin duda yo imaginaba. Esa declaración era el ejemplo de un nudo lógico: dos mentiras entrelazadas no forman una verdad. La apacigüé llenando poco a poco el Cuarto de Música (si es que una serie temporal puede transformarse en un súbito espacio) con los melancólicos aparatos que la fascinaban: muebles canoros, aparatos de televisión en miniatura, estéreos, orquestas portátiles, nuevos aparatos de TV cada vez mejores, instrumentos de control remoto para encender y apagar esas cosas y un discador telefónico automático. Louise regaló a Bel para su cumpleaños una máquina que facilita el sueño produciendo ruido de lluvia y para celebrar mi cumpleaños asesinó la noche de un neurótico comprándome un reloj Pantomima de mil dólares, con doce radios amarillos en su esfera negra en vez de cifras, que me cegaba o me hacía aparecer como un mendigo repulsivo que finge ceguera en una sórdida ciudad tropical. En compensación, ese objeto terrible poseía un rayo secreto que proyectaba números arábigos (2,00; 2,05; 2,10; 2,15 y así sucesivamente) en el cielo raso de mi nuevo dormitorio, anulando así la sagrada, completa, laboriosa oclusión de su ventana ovalada. Le dije que me compraría un revólver y le pegaría un tiro en la jeta al reloj si no lo devolvía al enemigo que se lo había vendido. Lo reemplazó por "algo especialmente creado para los amantes de la originalidad": un paragüero plateado en forma de bota gigantesca ("en la lluvia había algo que me atraía de manera extraña", me escribió su "analista" en una de las cartas más imbéciles que se hayan escrito nunca). También le gustaban los animales pequeños, pero en eso me mantuve firme y Louise nunca tuvo el chihuahua de pelo largo que me suplicó.

Nunca esperé demasiado de Louise, la Intelectual. La única vez que la vi derramar gruesas lágrimas, con interesantes quejidos de verdadero pesar, fue el primer domingo de nuestro matrimonio, cuando todos los diarios publicaron fotografías de dos autores albaneses (un viejo calvo autor de poemas épicos y una mujer de pelo muy largo, compiladora de libros infantiles) que compartían el Premio Prestigioso para el cual yo era el candidato más seguro, según informó Louise a todo el mundo. Por otro lado, apenas si había hojeado mis novelas (aunque después leería con más atención Un reino junto al mar, que empecé a extraer lentamente de mi cabeza en 1957, como una larga lombriz cerebral, esperando que no se rompiera), mientras consumía todos los bestsellers "serios" de que hablaban sus camaradas de consumo en el Grupo Literario donde le gustaba pavonearse como esposa de un escritor.

También descubrí que se consideraba una experta en Arte Moderno. Se puso furiosa cuando le dije que una raya verde contra un fondo azul no tenía para mí la menor relación con la exégesis de un catálogo, donde se la describía como "una atmósfera oriental de tiempo sin espacio y espacio sin tiempo". Me acusó de que intentaba trastornar su visión del mundo —en broma, suponía—, sosteniendo que sólo un filisteo embobado por los solemnes imbéciles que escribían sobre exposiciones podía tolerar los trapos y los papeles sucios rescatados en tachos de basura y alabados como tibias "manchas de color" y "tierna ironía". Pero quizá lo más conmovedor y terrible era su genuina creencia de que los pintores "pintan lo que sienten", que un tosco paisaje garabateado en Provenza podía ser interpretado con orgullo por los estudiantes de pintura, si un psiquiatra les explicaba que un nubarrón amenazador representaba la ruptura del pintor con su padre y un trigal ondulante aludía a la muerte de su madre durante un naufragio.

No podía evitar que Louise comprara muestras del arte pictórico en boga, pero logré confinar algunos de los objetos más repulsivos (como la colección de cuadros pintados por convictos " naïve") al comedor redondo, donde se sumergían en la bruma cuando cenábamos con invitados a la luz de las velas. Nuestras comidas habituales tenían lugar en un recodo entre la cocina y el cuarto de servicio. Allí instaló Louise su Máquina Expreso Cappuccino, mientras yo alojé en el extremo opuesto de la casa, el Cuarto Ópalo, un lecho imponente, hedónicamente aparejado y con respaldar acolchado. El cuarto de baño adyacente tenía una bañera menos cómoda que la usada hasta entonces y ciertas incomodidades perturbaban mis excursiones, dos o tres noches por semana, a la cámara nupcial (a través de la sala, escaleras crujientes, corredor del primer piso, y el inescrutable hilo de luz bajo la puerta de Bel). Pero mi intimidad me importaba mucho más que sus desventajas. Tenía el "toupet turco", como decía Louise, de prohibirle que se comunicara conmigo golpeando en su piso. Al fin hice instalar un teléfono interior en mi cuarto sólo para usarlo en alguna emergencia: pensaba en estados de nerviosismo tales como la sensación de derrumbe inminente que tenía a veces, durante mis ataques nocturnos con obsesiones escatológicas. Y siempre estaba la caja semillena de píldoras para dormir que sólo ella podía quitarme.

Decidimos, pues, dejar a Bel en su departamento, con Louise como su única vecina, en vez de reamueblar un espacio en espiral para adjudicar a Louise esos dos cuartos del este ("¿No crees que también yo necesito un estadio?") y trasladar a Bel, con cama y libros, al Cuarto Ópalo, en la planta baja, y dejarme a mí en el primer piso, en mi antiguo dormitorio. Tomé esa decisión con firmeza, a pesar de las enconadas sugerencias de Louise en el sentido de que sacara del sótano mis instrumentos de trabajo y desterrara a Bel con todas sus pertenencias a ese cubil tibio, seco, acogedor. Aunque estaba seguro de que nunca cedería, el proceso de transformar mentalmente cuartos y trasladar sus accesorios me enfermaba. No estaba arrepentido de haberme casado, reconocía los encantos y la eficacia funcional de Louise, pero mi adoración por Bel era el único esplendor, la única montaña majestuosa en la diatura de mi vida emocional. No bien me despertaba —o más bien, en cuanto resolvía levantarme para acabar con mi insomnio de la madrugada—, empezaba a preguntarme qué proyecto urdiría Louise para hostigar a mi hija. Dos años después, cuando el gris e imbécil autor de estas páginas y su voluble mujer llevaron a Bel a un tedioso viaje por Suiza y la dejaron en Larive, entre Hex y Trex, en una escuela donde "terminaría sus estudios" (donde terminaría con su niñez y la inocencia de la imaginación joven), fue el período entre 1955 y 1957 de nuestra vida à troixen la casa de Quirn, y no mis errores anteriores, el que recordaría entre sollozos y maldiciones.