Mi viejo y buen pasaporte británico, apenas revisado por tantos funcionarios que nunca habían abierto mis libros (únicos documentos de identidad genuinos de su ocasional portador), después de un procedimiento que tanto el pudor como la incapacidad me impiden describir permaneció físicamente inalterado en muchos aspectos. Pero otros de sus rasgos —detalles de sustancia, pormenores de información— quedaron "modificados", por así decirlo, mediante un nuevo método, un tratamiento alqui-misterioso, una técnica genial "todavía ignorada en el resto del mundo", según dijeron con discreción los tipos del laboratorio para referirse a la falta de trascendencia de un descubrimiento que pudo salvar a incontables fugitivos y agentes secretos. En otras palabras, nadie, ningún químico forense que no estuviera al tanto era capaz de sospechar, y menos aún de probar, que mi pasaporte era falso. No sé por qué me demoro en este tema con persistencia tan tediosa. Quizá porque otlynivayu—"esquivo"— la tarea de describir mi visita a Leningrado. Pero ya no puedo evitarla.
2
Al cabo de casi tres meses de inquietud, estuve en condiciones de partir. Me sentía barnizado de la cabeza a los pies, como aquel efebo desnudo, el brillante cloude una procesión pagana que murió de asfixia dérmica bajo su revestimiento de esmalte dorado. Pocos días antes de mi partida hubo un cambio que entonces pareció insignificante. Mi vuelo desde París estaba fijado para un jueves. El lunes, una melodiosa voz femenina me llamó a mi hotel de la rue Rivoli, cargado de nostalgias, para decirme que algo —quizá un accidente mantenido tras un velo de bruma soviética— había alterado los horarios y que yo podía tomar el turbohélice a Moscú ese miércoles o el siguiente. Elegí el primero, desde luego, ya que así no debía modificar la fecha de mi cita.
Mis compañeros de viaje eran unos cuantos turistas ingleses y franceses, y un correcto grupo de tristes funcionarios soviéticos que regresaban de una misión comercial. Una vez dentro del avión me envolvió cierta ilusión de barata irrealidad que fluctuó sobre mí durante el resto del viaje. Era un día de verano muy caliente y el absurdo sistema acondicionador de aire no superaba las vaharadas de sudor y la invasión del Krasnaya Moskva, un perfume insidioso que impregnaba hasta los caramelos duros (denominados en la envoltura Ledenets vzlyotnyy, "caramelos de despegue") generosamente distribuidos antes de la partida. Otro rasgo de cuento de hadas eran las brillantes viñetas —rúbricas amarillas y motas violetas— que adornaban las ventanillas. Un bolso imperdonable en el respaldo del asiento frente a mí llevaba un rótulo siniestro: "Para depositar desperdicios"... tales como el depósito de mi identidad en ese país de hadas.
Mi estado de ánimo y mi condición mental exigían un vaso de bebida fuerte, más que otra ración de vzlyotnyyo alguna lectura liviana. Sin embargo, acepté la revista de propaganda que me ofreció una azafata robusta, de expresión austera y brazos al aire, y me interesó enterarme de que (en contraste con los triunfos habituales) Rusia no había hecho buen papel en las Olimpíadas de Fútbol de 1912, cuando el "equipo zarista" (sin duda compuesto por diez boyardos y un oso) perdió por 12 a 0 contra los alemanes.
Había tomado un sedante y me disponía a dormir al menos durante parte del trayecto. Pero el primero y único intento de conciliar el sueño fracasó gracias a una azafata aún más robusta y con un aura de sudor y cebolla, quien me ordenó ásperamente que recogiera la pierna, demasiado estirada hacia el pasillo por donde ella circulaba cada vez con más materiales de propaganda. Envidié furiosamente a mi vecino del lado de la ventanilla, un anciano francés —o en todo caso, apenas compatriota mío— de desordenada barba entrecana y corbata abominable, que durmió durante las cinco horas del viaje, desdeñando las sardinas y el vodka que yo no pude resistir, aunque llevaba un frasco de algo mejor en el bolsillo del pantalón. Quizá los historiadores de la fotografía me ayuden alguna vez a explicarme qué índices me hacen retroceder el recuerdo de una cara anónima e inubicable hasta el período 1930-1935, por ejemplo, y no hasta 1945-1950. Mi hermano era como el hermano mellizo de una persona que yo había conocido en París. Pero ¿quién? ¿Otro escritor? ¿Un portero? ¿Un zapatero remendón? La dificultad de determinarlo era menos ardua que el enigma de los límites apenas sugeridos por el "sombreado" y la "calidad" de la imagen.
Tuve una visión más inmediata y divertida del francés cuando, hacia el fin de nuestro viaje, mi impermeable cayó del portaequipaje y aterrizó sobre él, que me sonrió con bastante amabilidad al emerger del súbito alud. Volví a atisbar su perfil carnoso y sus cejas hirsutas mientras sometía a la inspección mi única valija y contenía la tentación demencial de criticar el estilo de la versión inglesa en la Declaración de Aduana: "... gráficos en miniatura, aves sacrificadas y animales y pájaros vivos".
Lo vi de nuevo, aunque con menos claridad, mientras nos trasladaban en ómnibus de un aeropuerto a otro por los míseros alrededores de Moscú, ciudad que no había visto en mi vida y que me interesaba tanto como, por ejemplo, Birmingham. Pero en el avión a Leningrado volvió a sentarse junto a mí, esta vez del lado del pasillo. Olores mezclados a austera azafata y "Moscú Rojo", con gradual preeminencia del primer ingrediente, a medida que nuestros ángeles de brazos al aire multiplicaban sus últimas ofertas, nos acompañaron desde las 21.18 hasta las 22.33. Para identificar a mi vecino antes que él y su enigma se desvanecieran, le pregunté en francés si sabía algo sobre un pintoresco grupo que había abordado nuestro avión en Moscú. Me contestó, con grasseyementparisiense, que debían ser los integrantes de un circo iraní en gira por Europa. Los hombres parecían arlequines en traje de paisano; las mujeres, aves de paraíso; los niños, medallones de oro. Y había una pálida belleza de pelo negro que me recordó a Iris o un prototipo de Iris.
—Espero que actuarán en Leningrado —dije.
—¡Bah! —contestó—. No pueden competir con nuestros circos soviéticos.
Reparé en ese instintivo "nuestros".
A ambos nos habían asignado el Astoria, un horrible bloque construido en épocas de la primera guerra mundial, según creo. El cuarto de luxe, lleno de micrófonos ocultos (Guy Gayley me había enseñado a descubrirlos en un abrir y cerrar de ojos) y por lo tanto con aspecto inocente, con cortinas anaranjadas y colgaduras también anaranjadas en la cama, dentro del nicho estilo viejo mundo; tenía baño privado, según lo convenido, pero me llevó algún tiempo entendérmelas con un convulso torrente de agua color tiza. Encontré la última versión de "Moscú Rojo" en la pastilla de jabón color carne. Por puro masoquismo pedí la cena; nada ocurrió y pasé otra hambrienta hora en un restaurante inamistoso. La Cortina de Hierro es en verdad una pantalla de lámpara: allí su variante estaba adornada con incrustaciones de vidrio en un rompecabeza de pétalos. La kotleta po kievskique pedí tardó cuarenta y cuatro minutos en llegar desde Kiev y dos minutos en ser devuelta por su desemejanza con una chuleta, con una minúscula palabrota (murmurada en ruso) que dejó boquiabierta a la camarera ante mí y mi Daily Worker. El vino caucásico era impotable.