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—¿Con la barba?

—Oh, no lo cambia en lo más mínimo. Es como las pelucas o los anteojos verdes en las viejas comedias. De chica, soñaba con llegar a ser payasa de un circo. "Madame Brown" o "Trek Trek". Pero dígame una cosa, Vadim Vadimovich... quiero decir, Gospodin Long, ¿no han descubierto que ha venido a Rusia? ¿No piensan aprovechar su presencia? Después de todo, usted es el orgullo secreto de Rusia. ¿Tiene que irse en seguida?

Me levanté del banco —con algunas virutas de L'Humanitéempeñadas en acompañarme— y le dije que sí: era mejor que me fuera antes que el orgullo venciera la prudencia. Le besé la mano y ella observó que sólo había visto hacer eso en una película llamada La guerra y la paz. También le supliqué, bajo las lilas que goteaban, que aceptara un fajo de billetes y los usara en lo que quisiera. Inclusive para comprarse la valija que necesitaba para el viaje a Sochi.

—También se llevó mis alfileres de gancho —murmuró Dora con la sonrisa que le iluminaba la cara.

3

No estoy seguro de si era mi compañero de viaje (el del sombrero negro) un hombre a quien vi alejarse mientras me despedía de Dora y de Nuestro Poeta Nacional, dejando a este último para siempre preocupado por el despilfarro de agua (compárese con la estatua de Tsarsko-selski en que se ve a la doncella cavernícola de uno de sus poemas lamentándose por su cántaro roto, aunque aún rebosante). Pero estoy seguro de que vi a MonsieurPouf por lo menos dos veces en el restaurante del Astoria, así como en el pasillo del vagón dormitorio, en el tren nocturno que tomé para alcanzar el primer avión de Moscú a París. En ese avión le impidió sentarse junto a mí la presencia de una anciana norteamericana con arrugas de un color entre rosa y violeta y pelo amarillento. La dama y yo conversamos, dormitamos, bebimos Bloody Marshas: una broma de ella que no festejó nuestra celestial azafata. Me divirtió observar el asombro de la vieja señorita Havemeyer (apellido casi increíble) cuando le dije que había rechazado la invitación de la Oficina de Turismo para una excursión por Leningrado; que no había echado una mirada al cuarto de Lenin en el Smolny; que no había visitado una sola catedral; que no había comido algo llamado "pollo tabaka"; que había partido de esa ciudad hermosa, hermosa, sin ver siquiera un ballet o un espectáculo de variedades.

—Es que soy un triple agente —expliqué—, y ya sabe usted cómo son esas cosas...

—¡Oh! —exclamó la señorita Havemeyer, apartándose un poco como para observarme desde una perspectiva más noble—. ¡Oh! ¡Eso es formidable!

Tuve que esperar algún tiempo la partida de mi jet a Nueva York, medio borracho y bastante complacido con mi valiente travesía (después de todo, Bel no estaba demasiado enferma ni su matrimonio era tan desgraciado); Rosabel estaría sin duda en mi living room, leyendo una revista de Hollywood y comprobando en ella las medidas ideales de sus piernas (tobillos: 18 cm; pantorrillas: 30 cm; muslos lechosos: 44 cm); Louise estaría en Florencia o en Florida. Con una vaga sonrisa descubrí y recogí un libro en rústica que alguien había dejado sobre un asiento junto al mío, en la sala para pasajeros en tránsito del aeropuerto de Orly. Fue la obra del destino, en una agradable tarde de junio, entre un quiosco de bebidas alcohólicas y otro de perfumes libres de impuestos.

Tenía entre manos una edición en rústica hecha en Formosa (!) que reproducía la edición norteamericana de Un remo junto al mar. Aún no la había visto y preferí no revisar la sífilis de erratas que, sin duda, desfiguraba el texto pirateado. En la cubierta, una fotografía publicitaria de la actriz infantil que había hecho el papel de mi Virginia en la reciente versión cinematográfica hacía más justicia a la bonita Lola Sloan y a su chupetín que al sentido de mi novela. Aunque torpemente redactado por un gacetillero que no tenía la menor idea de la importancia del libro, el texto en la contratapa resumía con bastante fidelidad el argumento de mi Remo.

Bertram, un muchacho desequilibrado y condenado a morir muy pronto en un hospital para criminales dementes, vende por diez dólares a su hija Ginny, de diez años de edad, al solterón Al Garden, un poeta adinerado que vagabundea con la hermosa niña de hotel en hotel por Norteamérica y otros países. Una situación que, vista desde fuera —¡habría que decir espiada por el ojo de la cerradura!—, es de una irresponsable perversidad (descrita con una viveza de detalles nunca intentada hasta ahora) y que va convirtiéndose poco a poco en un verdadero diálogo de tierno cantor(errata). Los sentimientos de Garden encuentran eco en los de Ginny, la "víctima" inicial que, a los dieciocho años, cuando ya es una ninfa normal, se casa con él en una ceremonia religiosa descrita con emoción. Todo parece acabar a pedir de boca (¡ sic!) en una eterna felicidad en la cual podrían encontrar satisfacción para sus necesidades sexuales los amantes más rígidos o frígidos o humanitarios. Sin embargo, más allá de la dichosa intimidad en que vive nuestra pareja se precipita en caótica carrera el trágico destono (¿destino?) de los inconsolables padres de la ninfa, Oliver y (?), a quienes el astuto narrador impide por todos los medios posibles que sigan las huellas de su ovejita descarrillada (¡ sic!). Libro elegido por el club "Las mejores novelas de la década".

Me puse el libro en el bolsillo al advertir que mi compañero de viaje, con su barba de chivo y su sombrero negro, volvía del baño o del bar. ¿Me seguiría hasta Nueva York o ese sería nuestro último encuentro? El último. Se traicionó a sí mismo: cuando se me acercó y sacudiendo con tristeza la cabeza de arriba abajo abrió la boca y estiró el labio inferior para lanzar la exclamación " Ekh!" supe de inmediato no sólo que era tan ruso como yo, sino también a quién se parecía tanto: al padre de un joven poeta, Oleg Orlov, que coincidió conmigo en París por los años 20. Oleg escribía "poemas en prosa" (largos, a la manera de Turgenev) sin el menor interés, que su padre, un viudo medio loco, procuraba "ubicar" acosando con las fruslerías de su hijo a los periódicos emigrés. Solía vérselo en las salas de espera, adulando con abyección a alguna irritada y brusca secretaria, o saliendo al paso de un asesor literario entre baño y oficina, o escribiendo con estoica desdicha, en el ángulo de una mesa atestada, una carta para defender la causa de algún horrible poemita ya rechazado. Murió en el mismo Asilo para Ancianos donde la madre de Annette pasó los últimos años. En el ínterin, Oleg se había sumado al corto número de littérateursque resolvieron vender la triste libertad del exilio por el tentador plato de lentejas soviético. Sus años primaverales habían mantenido su promesa. Lo mejor que Oleg había producido durante los últimos cuarenta o cincuenta años era un popurrí de artículos propagandísticos, traducciones comerciales, denuncias perversas y —en el ámbito del arte— una asombrosa semejanza con el aspecto físico, la voz, la afectación, el descaro obsecuente de su padre.