No había ninguno en ese momento. En un rincón, una silla contenía a un individuo gordo con un ramo de claveles apoyado en los muslos. Dos damas maduras estaban instaladas en un sofá marrón: eran extrañas la una para la otra, a juzgar por el urbano intervalo que las separaba. A leguas de distancia, sentado en un taburete con almohadones, un muchacho de aire culto, quizá un novelista, sostenía un cuaderno de notas en el cual escribía con lápiz frases aisladas, sin duda la descripción de varios objetos que sus ojos examinaban entre frase y frase: el cielo raso, el papel de la pared, el cuadro, la nuca peluda de un hombre de pie frente a la ventana, con las manos tomadas a sus espaldas y la mirada perdida, más allá de la ropa interior colgada, más allá de la ventana malva del haño de los Junker, más allá de los tejados y las colinas, en una distante cadena de montañas donde —pensé distraídamente— quizá aún existiría el pino caído que atravesaba el torrente.
Al fin, en el extremo del cuarto se abrió una puerta con un chirrido risueño y entró el dentista: un hombre de tez sonrosada, con corbata de moño, traje mal cortado de un gris muy alegre y un brazal negro bastante llamativo. Siguieron apretones de manos y felicitaciones. Empecé a hablar para recordarle nuestra cita, pero una dama de aire muy digno en quien reconocí a Madame Junker me interrumpió para decir que el error era de ella. Mientras tanto, Miranda, la hija del dentista a quien yo había visto hacía instantes, introdujo los largos y pálidos tallos de los claveles en un delgado florero sobre la mesa, que para entonces ya estaba milagrosamente cubierta por un mantel. Una criada de comedia depositó en ella, entre grandes aplausos, una torta de color crepúsculo con la cifra "50" dibujada con crema caligráfica.
—¡Qué detalle tan encantador! —exclamó el viudo.
Sirvieron el té; unas cuantas personas se sentaron y otras permanecieron de pie, vaso en mano. Iris me advirtió en un tibio susurro que era jugo de manzanas con canela, sin alcohol, de manera que retrocedí con las manos en alto ante la bandeja que me adelantaba el novio de Miranda, el joven a quien había sorprendido ocupando su espera para registrar ciertos detalles de la dote.
—No te esperábamos —dijo Iris, resignándose a la verdad, pues esa no podía ser la partie de plaisir a que me habían invitado ("Tienen una casa maravillosa sobre una roca"). No, creo que muchas de las confusas impresiones que registro aquí en relación con médicos y dentistas deben considerarse como una experiencia onírica durante una siesta después de una borrachera. Mi manuscrito lo corrobora. Al revisar las anotaciones más antiguas en mis agendas —donde números telefónicos y nombres se codean con la mención de acontecimientos reales o más o menos ficticios—, advierto que los sueños y otras distorsiones de la "realidad" están escritos con una letra peculiar, inclinada hacia la izquierda. Por lo menos eso ocurre en las primeras anotaciones, antes de que renunciara a respetar las distinciones admitidas. Muchos de los sucesos precantábricos corresponden a esa letra (pero es verdad que el soldado se desplomó en el sendero del rey fugitivo).
5
Sé que muchos me consideran un buho pomposo, pero detesto las bromas pesadas y me muero de aburrimiento ("Sólo las personas sin sentido del humor usan esa expresión", dice Ivor) cuando oigo una incesante retahila de insultos chistosos y juegos de palabras vulgares ("Morirse de aburrimiento es mejor que morirse de tristeza": Ivor de nuevo). Sin embargo, Ivor era un buen tipo y si me alegraban sus ausencias durante la semana, no era en verdad porque descansaba de sus chistes. Ivor trabajaba en una agencia de viajes cuyo dueño era el antiguo homme d' affaires de su tía Betty: otra excéntrica que había prometido a Ivor como aguinaldo un faetón de Icaro si se portaba bien.
Mi salud y mi letra pronto volvieron a ser normales y empecé a disfrutar del sur. Iris y yo pasábamos horas enteras (ella en traje de baño negro; yo con pantalones de franela y blazer) en el jardín, que al principio, antes de la inevitable seducción de los baños de mar, yo prefería a la carne de la plage. Traduje para ella varios poemas breves de Pushkin y Lermontov, parafraseándolos y retocándolos para lograr mejor efecto. Le conté con dramáticos pormenores mi huida de mi país. Mencioné a grandes exiliados de otros tiempos. Iris me escuchaba como Desdémona.
—Me fascinaría aprender ruso —me dijo con la cortés ansiedad que corresponde a esa confesión—. Mi tía nació en Kiev, y a los setenta y cinco todavía recordaba algunas palabras en ruso y en rumano. Pero yo soy terrible para los idiomas. ¿Cómo se dice "eucalipto" en ruso?
— Evkalipt.
—Oh, parece un buen nombre para un personaje de un cuento. "FoClipton". Wells tiene un personaje llamado "Snooks" y resulta que ese nombre deriva de "Seven Oaks". Adoro a Wells. ¿Y tú?
Le dije que era el mejor novelista y mago de nuestro tiempo, pero que no podía soportar su chachara sociológica.
Ella tampoco. Y me preguntó si yo recordaba lo que Stephen decía en Los amigos apasionados al salir del cuarto —el cuarto neutral— donde le habían permitido ver a su amante por última vez.
—Puedo responderte. Los muebles estaban cubiertos con fundas y Stephen dijo: "Es por las moscas."
—¡Sí! ¿No es maravilloso? Eso es decir lo primero que se le pasa a uno por la cabeza para no echarse a llorar. Me hace pensar en la mosca que un pintor de otros tiempos pondría sobre la mano de alguien sentado, para indicar que esa persona habría muerto entre una y otra pose.
Dije que siempre prefería el sentido literal de una descripción al símbolo oculto tras ella. Iris asintió con aire pensativo, pero no pareció convencida.
¿Y quién era nuestro poeta favorito entre los modernos? ¿Qué opinábamos de Housman?
Yo lo había visto muchas veces desde lejos y una vez desde cerca. En la biblioteca del Trinity College. Estaba de pie, sosteniendo un libro abierto pero con los ojos fijos en el cielo raso, como tratando de recordar algo, quizá el modo en que otro autor había traducido ese verso.
Iris dijo que en mi caso ella se habría sentido "terriblemente impresionada". Murmuró esas palabras adelantando la carita vehemente y agitando el brillante flequillo.
—Deberías sentirte impresionada ahora. Después de todo, estoy aquí, este es el verano de 1922, esta es la casa de tu hermano...
—No lo es —dijo Iris, ignorando mi frase (y ante el nuevo giro que ella dio a la conversación, sentí como si la trama del tiempo se hubiera vuelto sobre sí misma y lo que estaba ocurriendo ya hubiese ocurrido antes o pudiese ocurrir una vez más)—. En mi casa. Tía Betty me la dejó a mí. También me dejó algún dinero, pero Ivor es demasiado estúpido o demasiado orgulloso para dejarme pagar sus tremendas deudas.
La sombra del reproche que yo le había hecho era más que una sombra. Aún entonces, con mis veinte años ya bien cumplidos, estaba de veras convencido de que a mediados del siglo llegaría a ser un autor libre y famoso que viviría en una Rusia libre y umversalmente respetada, en el muelle inglés del Neva o en una de mis fabulosas propiedades campestres, donde escribiría prosa y verso en la lengua, infinitamente maleable, de mis antecesores: entre ellos, figuraban una de las tías abuelas de Tolstoy y dos de los alegres compañeros de Pushkin. El sabor anticipado de la fama era tan embriagador como los viejos vinos de la nostalgia. Era un recuerdo invertido, un gran roble junto a un lago reflejado de manera tan pintoresca en aguas a tal punto claras que sus ramas parecían en la superficie raíces gigantescas. Sentía esa fama futura en los pies, en la punta de los dedos, en el pelo, así como sentimos el estremecimiento causado por una tormenta eléctrica, o por la moribunda belleza de la oscura voz de una cantante justo antes del trueno, o por un verso del Rey Lear. ¿Por qué las lágrimas empañan ahora los vidrios de mis anteojos, cuando evoco ese espectro de la fama que hace cinco décadas me tentaba y me torturaba? Su imagen era inocente, su imagen era genuina, y la diferencia con lo que habría de llegar a ser en la realidad me destroza el corazón como la angustia de la despedida.