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—¡ Ekh!—exclamó—. ¡ Ekh, dorogoy(querido) Vadim Vadimovich! ¿No te avergüenza engañar con trucos tan pueriles a nuestro bondadoso país, a nuestro crédulo gobierno, a nuestra Oficina de Turismo abrumada de trabajo? ¡Un escritor ruso! ¡Espiando! ¡Y de incógnito! A propósito: me llamo Oleg Igorevich Orlov y nos conocimos en París cuando éramos jóvenes.

—¿Qué quieres, merzavetz(odioso)? —pregunté con frialdad mientras él se desplomaba en la silla a mi izquierda.

Oleg levantó ambas manos en el gesto "Estoy desarmado":

—Nada, nada, salvo sacudirte ( potormoshit') la conciencia. Podíamos tomar dos decisiones. Había que elegir. Era el propio Fyodor Mihaylovich (?) quien debía elegir. Podíamos darte la bienvenida po amerikanski(a la norteamericana), con periodistas, reportajes, fotografías, muchachas, guirnaldas y, desde luego, Fyodor Mihaylovich (¿Presidente del Sindicato de Escritores? ¿Jefe de Policía?) O bien podíamos ignorarte. Eso fue lo que hicimos. Entre paréntesis: los pasaportes falsos son divertidos en las novelas policiales, pero a nosotros no nos interesan. ¿No te arrepientes, ahora?

Hice un movimiento como para trasladarme a la otra silla, pero pareció dispuesto a acompañarme. Me quedé, pues, donde estaba y arrebaté algo para leer: el libro que me había metido en el bolsillo del abrigo.

— Et ce n'est pas tout!—siguió—. En vez de escribir para nosotros, tus compatriotas, tú, un escritor ruso de genio, nos traicionas fabricando esto para tus amos. (Señaló con un dramático temblor del índice el ejemplar de Un reino junto al marque yo tenía entre manos.) Esta novelucha obscena sobre Lolita o Lotte, la chica que un judío austríaco o un pederasta reformado viola después de asesinar a su madre... No, perdón, después de casarse con la madre, antes de asesinarla. En el oeste nos gusta legalizarlo todo, ¿no es cierto, Vadim Vadimovich?

Aunque consciente de la incontrolable nube de negra furia que crecía en mi mente, me dominé y dije:

—Estás equivocado. Eres un imbécil sin remedio. La novela que escribí, la novela que tengo entre manos, es Un reino junto al mar. Tú hablas de no sé qué otro libro.

— Vraiment?¿Y acaso visitaste Leningrado sólo para charlar con una dama vestida de rosa bajo las lilas? Deberías saber que tus amigos son increíblemente cándidos. El motivo por el cual Mister Vetrov ha podido salir de un campo de concentración en Vadim —extraña coincidencia— para reunirse con su mujer es que se ha curado de la manía mística. Curado por loqueros y psicoanalistas totalmente desconocidos en la filosofía de tu sharlatanyoccidental. Oh, sí, mi ponderado ( dragotsennyy) Vadim Vadimovich...

El puñetazo que di al viejo Oleg con la izquierda fue bastante fuerte, sobre todo teniendo en cuenta —cosa que recordé al trompearlo— que nuestras edades sumaban ciento cuarenta años.

Hubo una pausa mientras procuraba ponerme de pie (mi insólito ímpetu me había derribado al suelo).

— Nu, dali v mordu. Nu, tak chtozh?(Bueno, me la has dado en la jeta. Bueno, ¿qué importa?) —murmuró Oleg.

El pañuelo que se aplicó contra la gorda nariz de mujikse empapó de sangre.

— Nu, dali—repitió antes de alejarse.

Me miré los nudillos. Estaban rojos pero intactos. Me llevé el reloj pulsera al oído. Sus tictacs eran enloquecidos.

SEXTA PARTE

1

Hablando de filosofía, cuando empecé a readaptarme, muy transitoriamente, a los recovecos de Quirn recordé que en algún sitio de mi oficina conservaba una serie de notas (sobre la Sustancia del Espacio) preparadas mucho antes para el relato de mis años y mis pesadillas juveniles (obra que ahora se conoce con el título de Ardis). Además, debía ordenar y retirar de mi oficina, o destruir implacablemente, toda la miscelánea acumulada desde que me inicié en la enseñanza.

Aquella tarde —una tarde de setiembre soleada y ventosa— había decidido, con la inexplicable rapidez de la inspiración genuina, que el período 1969-1970 sería el último que enseñaría en la Universidad de Quirn. Interrumpí mi siesta para solicitar una entrevista inmediata con el decano. Me pareció que su secretaria sonaba un tanto malhumorada en el teléfono. No quise explicarle nada de antemano y me limité a confiarle, en tono de broma, que el número "7" me había recordado siempre la bandera que el explorador clava en el cráneo del Polo Norte.

Salí de casa resuelto a ir a pie a la universidad; cuando llegué al séptimo álamo, pensé que quizá debería retirar un montón de papeles de mi oficina y regresé en busca de mi auto. Después me costó trabajo encontrar un lugar donde estacionar cerca de la biblioteca, a la cual pensaba devolver muchos libros pedidos meses, si no años, antes. Lo cierto es que llegué con algún retraso a mi cita con el decano, hombre nuevo en el puesto y lector nada asiduo de mis obras. Consultó con aire significativo su reloj y murmuró que tenía una entrevista dentro de pocos minutos en otro lugar, sin duda inventada.

Me produjo más gracia que sorpresa la vulgar alegría que el decano no se tomó la molestia de ocultar ante la noticia de mi renuncia. Apenas escuchó los motivos que una elemental cortesía me obligaba a darle (frecuentes dolores de cabeza, aburrimiento, la eficacia de las grabaciones modernas, los buenos ingresos que me procuraba mi novela, etcétera). Cambió por completo de actitud, para usar un lugar común que el individuo se merece. Fue y vino por su despacho, radiante de satisfacción. Me tomó la mano en un estallido de brutal efusión. Algunos animales de sangre azul prefieren desprenderse de un miembro frente al animal de rapiña antes que sufrir un innoble contacto. Dejé al decano cargado con un brazo de mármol que llevó en sus idas y venidas como un trofeo en bandeja, sin saber dónde ponerlo.

Salí con paso majestuoso rumbo a mi oficina, feliz amputado, más deseoso que nunca de ordenar cajones y estantes. Pero lo primero que hice fue escribir una nota al Presidente de la universidad, también nuevo en el cargo, para informarle con un toque de malicefrancesa, más que malevolencia, que estaba a punto de vender la serie entera de mis cien clases sobre Obras Maestras Europeas a un generoso editor que me ofrecía un anticipo de medio millón de dólares (saludable exageración); por lo tanto, estaban prohibidas las futuras transmisiones de mis cursos a los estudiantes, lo saluda respetuosamente, lamento no haberlo conocido personalmente.

En nombre de la higiene moral me había librado mucho tiempo antes de mi escritorio Bechstein. Su reemplazante, mucho menor, contenía papel de escribir, anotadores, sobres con membrete, copias xerografiadas de mis clases, un ejemplar encuadernado de La doctora Olga Repnin, prometido a un colega y arruinado por el error que cometí al escribir mal el nombre del destinatario, y un par de guantes abrigados pertenecientes a Exkul, mi ayudante (y sucesor). Además, tres cajas de broches y una botella semivacía de whisky. Arrojé desde los estantes al cesto de papeles y al piso, en sus alrededores, montones de circulares, separatas, una monografía de un ecólogo refugiado acerca de los estragos cometidos por un ave, el Ozimaya Sovka("¿Pequeño buho de las siembras invernales?") y las pruebas de página encuadernadas con esmero (las mías me llegaban siempre como largas serpientes torpes y horriblemente resbalosas) de cierta basura picaresca, plagada de cijas y ponchas, que me habían impuesto orgullosos editores con la esperanza de provocarme un delirio de entusiasmo. Metí un montón de correspondencia comercial y mis notas sobre el Espacio en una gran carpeta maltrecha. ¡Adiós, antro del saber!