¡Tonterías de dibujos animados, basura folklórica, cómico respeto atávico hacia los minerales preciosos!
Y sin embargo...
Sin embargo, siento que durante tres meses de parálisis general (si eso es lo que he tenido) he adquirido cierta experiencia y cuando llegue de veras mi noche no me encontrará desprevenido. Aunque no solucionados, los problemas de mi identidad ya no me hostigarán. Se habrán confirmado mis intuiciones artísticas. Podré llevarme la paleta hasta los confines remotos del ser dudoso y ambiguo.
¡Velocidad! Si hubiese tenido que definir la muerte al asombrado pescador; al segador que dejó de limpiar su guadaña con un puñado de hierba; al ciclista que abrazaba aterrorizado un sauce joven en una orilla y acabó subido a la copa de un árbol más alto en la orilla opuesta, con su máquina y su amiga; a los caballos negros, boquiabiertos como gente con dentadura postiza ante mi desvanecimiento, habría exclamado una sola palabra: ¡velocidad! No es que haya tenido esos testigos rurales. Mi sensación de una velocidad prodigiosa, inexplicable y, a decir verdad, bastante absurda y degradante (la muerte es absurda, degradante) se habría transformado en un vacío perfecto, sin ningún pescador estupefacto, sin ninguna hoja de hierba ensangrentada por la mano que la sostenía, sin ningún punto de referencia. Imaginen ustedes a un viejo caballero, un autor distinguido cayendo velozmente de espaldas, más allá de sus pies separados y muertos, primero a través de esa abertura en el granito, después sobre un pinar, después entre brumosos regadíos, después entre márgenes de niebla infinita. ¡Imaginen ese espectáculo!
La locura me había acechado desde la infancia, tras un aliso o un guijarro. Fui habituándome a la mirada de esos vigilantes ojos color sepia que seguían mi rumbo imperturbablemente. Pero no sólo he conocido la muerte como una mala sombra. También la he visto en un relámpago de goce tan intenso y estremecedor que la ausencia de un objeto inmediato sobre el cual pudiera posarse era para mí una forma de evasión.
Por motivos prácticos —tales como mantener mente y cuerpo en equilibrio normal para no arriesgar mi vida o convertirme en una carga para amigos o gobiernos— prefería la variedad latente, el horror de ese acecho que por lo común provocaba la puñalada de la neuralgia, la angustia del insomnio, la lucha contra cosas inanimadas que nunca ocultaban su odio hacia mí (el botón huidizo que condesciende en dejarse encontrar, el broche para papeles, el esclavo ladrón que, insatisfecho con el par de cartas aburridas ya hurtadas, se las arregla para apoderarse de una hoja preciosa entre mis escritos), y que en el peor de los casos me producía un súbito espasmo de espacio, como esas visitas al dentista que se convierten en una fiesta inverosímil. Prefería el caos de esos ataques al vértigo de la locura que, fingiendo adornar mi existencia con formas especiales de inspiración, éxtasis mental y cosas parecidas, dejaría de bailar y revolotear a mi alrededor y se precipitaría sobre mí para mutilarme y, supongo, destruirme.
2
Al principio del ataque debí estar totalmente paralizado, de la cabeza a los pies, aunque mi mente, las imágenes que corrían a través de mí, el sabor del pensamiento, el genio del insomnio, permanecían tan activos e intensos como siempre (salvo durante lapsos de vaguedad que alternaban con ellos). Cuando me llevaron al Hospital Lecouchant, en la costa de Francia, muy recomendado por el doctor Genfer, pariente suizo de su director, adquirí conciencia de algunos detalles: a partir de la cabeza estaba paralizado en zonas simétricas, separadas por una geografía de escasa sensibilidad. Durante esas primeras semanas, cuando mis dedos "despertaron" (circunstancia que asombró y enfureció a las sabios de Lecouchant, expertos en parálisis generalizada que te aconsejaron que me trasladaras a otro sanatorio más exótico y de ideas más avanzadas: lo hiciste), me divertí trazando el mapa de mis zonas sensibles, siempre situadas en oposición exacta, por ejemplo a ambos lados de la frente, en las mandíbulas, en las órbitas, los pechos, los testículos, las rodillas, los costados. Después de una observación prolongada el término medio de cada lugar viviente no superaba la extensión de Australia (a veces los sentía gigantescos) y nunca era inferior al diámetro de una medalla de valor corriente, y en ese nivel percibía toda mi piel como la de un leopardo pintado por un loco minucioso en un hospicio en ruinas.
En cierta relación con esas "simetrías táctiles" (acerca de las cuales aún intento mantener correspondencia con una revista médica no del todo responsable y llena de freudianos), desearía ubicar las primeras composiciones pictóricas, imágenes chatas, primitivas, que se presentaban en duplicado, a derecha e izquierda de mi cuerpo ambulante, en las pantallas opuestas de mis alucinaciones. Si, por ejemplo, Annette tomaba un ómnibus a la derecha de mi ser con una cesta vacía, bajaba de ese ómnibus a mi derecha con la cesta llena de verduras, una majestuosa coliflor presidiendo los pepinos. A medida que pasaban los días, las simetrías eran reemplazadas por interrelaciones más complicadas o reaparecían en miniatura dentro de los límites de una determinada imagen. Empezaron a ocurrir episodios pintorescos durante mi misterioso viaje. Vislumbré a Bel afanándose entre niños desnudos en el dispensario comunal, buscando frenéticamente a su primogénito, ya de diez meses, reconocible por manchas simétricas de eccema roja en el tronco y las piernas. Un nadador de espalda reluciente se apartaba de la cara mechones mojados y con la otra mano (al otro lado de mi mente) empujaba la balsa en que yo estaba tendido: un anciano con un harapo en torno a su mástil, deslizándose boca arriba hacia una luna llena cuyos reflejos serpeaban entre los lirios acuáticos. Un largo túnel me devoraba, me prometía a medias un círculo de luz en su extremo, cumplía a medias su promesa revelando un sol de anuncio publicitario, pero nunca llegaba hasta él, el túnel se desvanecía y la niebla habitual volvía a rodearme. Ese verano yo estaba "listo"; grupos de elegantes ociosos visitaban mi cama, trasladada a una sala de exposición donde Ivor Black, en el papel de joven médico de moda, explicaba mi caso a tres actrices que representaban el papel de niñas de sociedad: sus faldas se ahuecaban al sentarse en sillas blancas y una dama, señalando mis ingles, las habría tocado con su frío abanico si el doctor moro no lo hubiera desviado con su puntero de marfil, tras lo cual mi balsa empezaba de nuevo a deslizarse.
Quien trazó el rumbo de mi destino tuvo momentos de vulgaridad. A veces, mi rápido avance se transformaba en una experiencia celestial a una altitud alegóiica de ingratas connotaciones religiosas (a menos que fuera tan sólo un reflejo del transporte de cadáveres por aviones comerciales). Cierta noción del día y la noche, en alternancia más o menos regular, fue estableciéndose poco a poco en mi mente, mientras mi grotesca aventura se acercaba al final. Al principio, las enfermeras y otros tramoyistas obtenían indirectamente efectos diurnos y nocturnos extremando el uso de aparatos tales como superficies brillantes que proyectaban una falsa luz estelar, o creando penumbras de amanecer a intervalos convenientes. Nunca se me había ocurrido hasta entonces que, históricamente, el arte, o al menos los artefactos, han precedido a la naturaleza, en vez de seguirla. Eso es precisamente lo que ocurrió en mi caso. Así, en la muda lejanía que me circundaba se producían sonidos reconocibles, al principio ópticamente, en el pálido margen de la película, durante la filmación de la escena real (por ejemplo, la ceremonia de la alimentación científica); después, algo en la película sugería al oído que cediera su lugar a la vista; al fin, el oído volvía con una venganza. El primer crujido del uniforme de la enfermera era un trueno; el primer gorgoteo de mis entrañas, un estallido de címbalos.