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Ni ambiciones ni honores maculaban ese futuro soñado. El presidente de la Academia de Letras de Rusia avanzaba hacia mí al ritmo de una lenta música, con una guirnalda sobre el cojín que sostenían sus manos; pero debía retroceder humillado al verme sacudir la cabeza entrecana. Me veía a mí mismo corrigiendo las pruebas de página de una nueva novela que habría de cambiar el destino de la literatura rusa con su nuevo estilo (mi estilo, ante el cual yo mismo no sentía presunción, complacencia, ni sorpresa) y reelaborando a tal punto el texto en los márgenes (donde la inspiración encuentra el trébol más fragante) que el tipógrafo debía recomponerlo por entero. Ya aparecido el demorado libro, en mi apacible madurez, disfrutaría agasajando a unos pocos amigos íntimos y aduladores en la glorieta de mi finca preferida, en Marevo (donde "había mirado los arlequines" por primera vez), con sus avenidas de surtidores y ante el panorama de un tramo virginal de las estepas del Volga bañadas por la luz de la luna.

Desde mi frío lecho en Cambridge dominaba todo un período de la literatura rusa. Preveía la estimulante presencia de críticos enemigos pero deferentes que en las revistas literarias de San Petersburgo me reprocharían mi patológica indiferencia hacia la política, las grandes ideas de los espíritus pequeños y ciertos problemas tan vitales como el exceso de población en los centros urbanos. No menos divertido era imaginar la inevitable manada de canallas e imbéciles que injuriarían el sonriente mármol y que enfermos de envidia, enfurecidos por su propia mediocridad, se precipitarían al mar en tumultuosas hordas como los lemmings hacia el suicidio en masa, pero sólo para regresar en seguida por el otro lado del escenario sin haber logrado descubrir el sentido de mi libro ni su roedora Gadara.

Los poemas que empecé a componer cuando conocí a Iris procuraban describir sus rasgos verdaderos, únicos: el modo en que se le arrugaba la frente cuando levantaba las cejas, esperando que yo entendiera una de sus bromas, o los pliegues totalmente distintos que se le formaban cuando fruncía el ceño sobre el Tauchnitz, en el cual buscaba un pasaje que deseaba compartir conmigo. Pero mi instrumento era demasiado torpe e inmaduro: no podía expresar los divinos detalles y sus ojos, su pelo, aparecían lamentablemente generalizados en mis estrofas, por lo demás bien construidas.

Ninguna de esas composiciones descriptivas (y, seamos francos, triviales) merecía que se la mostrara a Iris, sobre todo en austeras versiones inglesas, sin rima ni traición. Además, una extraña timidez que nunca había sentido hasta entonces, en los efervescentes preliminares de mi lasciva juventud, me impedía someter a Iris a un catálogo de sus encantos. Sin embargo, la noche del 20 de julio escribí un poema menos directo, más metafísico que decidí leerle durante el desayuno en una traducción literal que me exigió más tiempo que el original. El título bajo el cual apareció en un diario emigréde París (el 8 de octubre de 1922, después de varios reclamos de mi parte y de una carta en que solicité la devolución del manuscrito) era y es, en las diversas antologías y colecciones que habrían de reimprimirlo durante los cincuenta años que siguieron, Vlyublyonnost?, melodioso término que condensa lo que en otras lenguas exige más palabras para expresarse.

My zabyvaem chto vlyublyonnost'.

Ne prosto povorót litsá,

A pod kupávami bezdonnost',

Nochnáya pánika plovtsá.

Pokuda snitsya, snis', vlyublyonnost',

No probuzhdéniem ne much',

l luchshe nedogovoryonnost'

Chem éta shchel' étot luch.

Napominayu chto vlyublyonnost'

Ne yav', chto métiny ne te ,

Chto mozeht-byt' potustorotmost'

Priotvorilas' v temnoté.

—Delicioso —dijo Iris—. Suena como un encantamiento. ¿Qué significa?

—En el reverso está la traducción. Dice así: Olvidamos —o más bien tendemos a olvidar— que estar enamorados ( vlyublyonnost') no depende del ángulo facial de la amada; es un abismo sin fondo bajo los nenúfares, el pánico de un nadador en la noche, como dice el tetrámetro yámbico que cierra la primera estrofa: nochnáya pánika plovtsá. La segunda estrofa: Mientras soñar sea placentero (en el sentido de "mientras soñar sea posible"), sigue apareciéndote en nuestros sueños, vlyublyonnost', pero no nos atormentes despertándonos o —diciéndonos demasiado: la reticencia es mejor que esa hendedura o ese rayo de luna. Y ahora, la última estrofa de este poema de amor filosófico.

—¿Este qué?

—Poema de amor filosófico. Napominayu, te recuerdo, que vlyublyonnost'no es la realidad de la vigilia, que las cosas se nos aparecen siempre distintas (por ejemplo: un cielo raso iluminado por la luna no es la misma clase de realidad que un cielo raso durante el día) y que el futuro quizá empiece a vislumbrarse en la oscuridad.

Voild.

—La chica que te ha inspirado ese poema debe de divertirse mucho contigo —observó Iris—. Ah, aquí llega el sostén del hogar. Bonjour, Ives. Me temo que ya no queden tostadas. Creíamos que ya habías salido.

Durante un instante apoyó la palma de la mano sobre el vientre de la tetera. Y todo eso quedó registrado para siempre en las páginas de Aráis, mi pobre amor muerto.

6

Después de cincuenta veranos o diez mil horas de baños de sol en diferentes países, en playas, bancos, techos, rocas, barcos, cornisas, jardines, tinglados y balcones, tal vez sería incapaz de evocar mi noviciado y todas mis sensaciones físicas de entonces si no existieran estas viejas notas mías: son un gran alivio para un pedante autor de memorias empeñado en registrar sus enfermedades, sus matrimonios y los pormenores de su vida literaria. Hincada junto a mí, la arrulladora Iris me pasaba por la espalda enormes cantidades de cold cream, mientras permanecía echado boca abajo sobre una áspera toalla, en el resplandor de la plage. Tras mis párpados, apretados contra mi antebrazo, fluctuaban purpúreas formas fotomáticas. "Entre la prosa de mis ampollas se deslizaba la poesía de su roce", así leo en mi cuaderno de notas, pero puedo mejorar mi juvenil preciosismo. Sobre el escozor de mi piel —y sazonado por ese escozor hasta adquirir un exquisito grado de placer bastante ridículo—, el roce de la mano de Iris en mis omóplatos y a lo largo de mi columna vertebral se parecía demasiado a una caricia deliberada para no ser la deliberada imitación de una caricia. Y yo era incapaz de contener mi oculta reacción cuando esos hábiles dedos, en un último, superfluo revoloteo, descendían hasta mi coxis antes de alejarse.