—Ya está —dijo Iris, exactamente con la misma entonación que empleaba, al final de tratamientos mucho más especiales, una de mis amigas de Cambridge, Violet McD., virgen compadecida y experta.
Iris había tenido varios amantes; y cuando yo abría los ojos y me volvía hacia ella y la miraba y veía, más allá, los diamantes que bailaban en la verde concavidad de cada ola que avanzaba para desplomarse, cuando veía los húmedos guijarros negros en la orilla reluciente de espuma muerta que esperaba la espuma viva —oh, ya se acerca la vanguardia del oleaje, trotando como un tropel de blancos caballos circenses—, cuando miraba a Iris recortada contra ese telón, comprendía cuántos amantes habían contribuido para formar y perfeccionar la impecable tersura de su piel, la certeza de sus altos pómulos, la elegancia del hueco debajo de ellos, la diestra coquetería de su accroche-coeur.
—A propósito —dijo Iris, tendiéndose en la arena y recogiendo las piernas—: aún no te he pedido disculpas por mi tonta observación acerca de ese poema. He releído cien veces tu... ¿cómo es el título en ruso? Vlyublyonnost... Lo he releído en inglés para captar el sentido y en ruso para oír la melodía. Creo que es una obra maravillosa. ¿Me perdonas?
Junté los labios para besar la dorada rodilla iridiscente que tenía junto a mí pero su mano, como calculando la fiebre de un niño, se posó en mi frente y detuvo su avance.
—Nos observan mil ojos que parecen mirar a todos lados, salvo en nuestra dirección —dijo Iris—. Esas dos simpáticas maestras inglesas que están a mi derecha, a unos veinte pasos, ya me han dicho que tu parecido con la fotografía de Rupert Brooke con el cuello de la camisa abierto es a-houri-sang. Saben un poco de francés... Si intentas besarme de nuevo, te pediré que te vayas. Ya me han ofendido bastante en la vida.
Hubo una pausa. La iridiscencia provenía de átomos de cuarzo. Cuando una muchacha se pone a hablar como la heroína de una novela, sólo hay que tener un poco de paciencia.
¿Había enviado ya mi poema a ese periódico emigré? Todavía no. Antes debía enviar mi colección de sonetos. Las dos personas (dicho en voz más baja) que tenía a mi derecha también eran emigrados, a juzgar por algunos detalles.
—Sí —dijo Iris—. Parecían a punto de hacer la venia cuando empezaste a recitar esa cosa de Pushkin sobre las olas que se prosternan adorando los pies de la amada. ¿Qué otros detalles?
—Él se acaricia lentamente la barba mientras mira el horizonte y ella fuma un cigarrillo con boquilla de cartón.
Había además una niña de unos diez años que acunaba en sus brazos desnudos una enorme pelota de goma amarilla. No parecía llevar otra cosa que una especie de vaporoso corpino y una falda tableada que dejaba al aire sus muslos bruñidos. Era lo que años después los aficionados llamarían una "nínfula". Cuando advirtió mi mirada, me sonrió con dulce lascivia por encima de nuestro globo soleado y por debajo de su flequillo castaño.
—A los once o doce años —dijo Iris— yo era más linda que esa huérfana francesa. La que está sentada allá, sobre las páginas extendidas del Cannice-Matin, vestida de negro y tejiendo, es su abuela. Yo permitía que ios caballeros malolientes me acariciaran. Jugaba con Ivor a juegos indecentes... Oh, nada demasiado insólito. Por lo demás, ahora él prefiere los caballerps a las damas. Al menos, eso dice.
Me habló un rato de sus padres que, por una fascinante coincidencia, habían muerto el mismo día: ella a las siete de la mañana, en Nueva York; él, al mediodía, en Londres, hacía apenas dos años. Se habían divorciado poco después de la guerra. Ella era norteamericana y horrible. No hay que hablar así de las madres. Pero en verdad era horrible. Papá era vicepresidente de la Compañía de Cemento Samuels. Provenía de una familia respetable y tenía "buenas relaciones". Pregunté a Iris qué tenía Ivor en contra de la "buena sociedad" y viceversa. Iris respondió vagamente que Ivor detestaba a "los amantes de la caza del zorro" y a los "jóvenes deportistas náuticos". Le dije que esas eran abominables frases hechas qué sólo empleaban los filisteos. En mi medio, en mi mundo, en la opulenta Rusia de mi adolescencia, estábamos tan por encima de todo concepto de clase que nos limitábamos a reír o a bostezar cuando leíamos algo sobre los "barones japoneses" o los "patricios de Nueva Inglaterra". Pero lo curioso era que Ivor dejaba de conducirse como un payaso y se convertía en un individuo serio y normal sólo cuando montaba su viejo pony moteado y empezaba a burlarse del inglés hablado por las "clases superiores", sobre todo de su pronunciación. Objeté que era un acento de calidad muy superior a la del mejor francés parisiense, y aun al del ruso de San Peterbsburgo: un relincho deliciosamente modulado que tanto él como Iris imitaban muy bien —aunque de manera inconsciente— en sus conversaciones diarias, cuando no ridículizaban inexorablemente el inglés pomposo o anticuado de algún indefenso extranjero. Entre paréntesis, ¿de qué nacionalidad sería ese viejo bronceado, de hirsuto pecho canoso, que salía del mar precedido de su perro chorreante? Su cara me era familiar.
Era Kanner, dijo Iris, el gran pianista y cazador de mariposas. Su rostro y su nombre aparecían en todas las columnas del Morris. Ella compraría entradas por lo menos para dos de sus conciertos. Y allí, junto a él, donde se sacudía su perro, solía tomar el sol la familia de P. (un antiguo apellido muy ilustre), en junio, cuando el lugar estaba casi desierto. El joven P. había negado el saludo a Ivor, aunque ambos se conocían desde la época del Trinity College. Ahora la familia se había trasladado a otro sitio. Un lugar mucho más elegante. Aquella mancha amarilla que se veía a lo lejos era su toldo. Al pie del Mirana Palace. No dije nada, pero también yo conocía al joven P. y no le tenía la menor simpatía.
El mismo día. Encuentro casual con el joven P. en el baño para caballeros del Mirana. Efusivo saludo. ¿No quería conocer a su hermana? ¿Al día siguiente, quizá? Sábado. Ambos podrían ir caminando, por la tarde, hasta el pie del Victoria. Una especie de ensenada, a mi derecha. Estoy siempre allí, con amigos. Desde luego, ya conoces a Ivor Black. El joven P. acudió puntualmente a la cita acompañado de su encantadora hermana, de brazos y piernas esbeltos. Ivor, tremendamente grosero. Vamos, Iris, has olvidado que tomaremos el té con Rapallovich y Chicherini. Esa clase de tonterías. Absurdas enemistades. Lydia P. estalló de risa.
Cuando descubrí los efectos de esa crema milagrosa, en mi etapa de langosta hervida, cambié mi tradicional calefon de bainpor una variedad más sucinta (aún proscrita, por entonces, en paraísos más estrictos). El tardío cambio redundó en una extraña estratificación de mi bronceado. Recuerdo que me deslicé en el cuarto de Iris para contemplarme en un espejo de cuerpo entero —el único de la casa—, una mañana en que ella resolvió ir a un salón de belleza (al cual telefoneé para cerciorarme de que estaba allí y no en brazos de un amante). Con excepción de un joven provenzal que lustraba los pasamanos, no había nadie en la casa: eso me permitió entregarme a uno de mis placeres más arraigados y traviesos: pasearme totalmente desnudo por una casa ajena.