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– ¿Tres meses? ¿Piensa usted tirar la pared con una cucharita de café? -preguntó Mathias, cuyo interés por la conversación acababa de duplicarse.

McKenzie explicó que en ese barrio toda obra estaba condicionada a las autorizaciones adecuadas. Las gestiones llevarían ocho semanas, al término de las cuales la agencia podría solicitar a los servicios de aparcamiento que autorizaran la presencia de un volquete que se llevara los desechos. La demolición no llevaría más de dos o tres días.

– ¿Y si nos saltamos la autorización? -le sugirió Mathias a McKenzie al oído.

El jefe de agencia no se tomó la molestia de responderle. Recogió su chaqueta y le prometió a Antoine que prepararía las solicitudes de autorización ese mismo fin de semana.

Antoine miró su reloj. Sophie había aceptado cerrar su tienda para ir a buscar a los niños a la escuela, y había que ir a liberarla de su carga. Los dos amigos llegaron a la tienda con media hora de retraso. Sentada en el suelo, Emily ayudaba a Sophie a limpiar las rosas, mientras que Louis escogía, tras el mostrador, las tiras de rafia por su tamaño. Para hacerse perdonar, los dos padres la invitaron a cenar. Sophie aceptó con una sola condición, que fueran al local de Yvonne. Así, tal vez, Antoine cenaría al mismo tiempo que ellos. Éste no hizo comentario alguno.

A mitad de la comida, Yvonne se unió a su mesa.

– Mañana cerraré -dijo ella a la vez que se servía un vaso de vino.

– ¿Un sábado? -preguntó Antoine.

– Necesito descansar.

Mathias se mordisqueaba las uñas, y Antoine le asestó un golpe en la mano.

– ¡No hagas eso!

– ¿De qué hablas? -preguntó inocentemente Antoine.

– ¡Sabes bien de lo que estoy hablando!

– Y pensar que vais a vivir juntos… -repuso Yvonne, esbozando una sonrisa.

– Vamos a tirar una pared, nada más.

Aquel sábado por la mañana, Antoine llevó a los niños al Chelsea Farmers Market. Mientras se paseaban por los puestos del vivero, Emily escogió dos rosales para plantarlos con Sophie en el jardín. Como se avecinaba tormenta, tomaron la decisión de ir a la Torre de Londres. Louis les hizo de guía durante toda la visita al Museo de los Horrores, tomándose como un deber tranquilizar a su padre a la entrada de cada sala. No tenía razón alguna por la que inquietarse, pues los personajes eran de cera.

Mathias, por su parte, aprovechaba esa mañana para preparar sus encargos. Consultaba la lista de los libros vendidos durante aquella primera semana, satisfecho del resultado. Mientras apuntaba en el margen de su cuaderno los títulos de las obras que debían pedir, la mina de su lápiz se paró frente a la línea en la que figuraba un ejemplar de un Lagarde y Michard del siglo xviii. Apartó los ojos del cuaderno, y su mirada se fue a detener en la vieja escalera clavada en el raíl de cobre.

Sophie ahogó un grito. El corte iba de un lado a otro de su falange. La podadera había resbalado sobre el tallo. Fue a refugiarse a la trastienda. El alcohol de 90 grados le produjo una quemazón pasmosa. Respiró hondo, roció de nuevo la herida y aguardó un momento para recuperar el ánimo. La puerta de la tienda se había abierto, cogió una caja de tiritas de un estante del botiquín, cerró la puerta y volvió a ocuparse de su clientela.

Yvonne cerró la puerta del armarito que estaba encima del lavabo. Se puso un poco de colorete en las mejillas, se atusó el pelo y decidió que le iría bien un fular. Atravesó la habitación, cogió su bolso, se puso las gafas de sol y bajó por la pequeña escalera que conducía al restaurante. La persiana estaba bajada, entreabrió la puerta que daba al rellano, verificó que había vía libre y pasó frente a los escaparates de Bute Street, procurando pasar rápido por el de Sophie. Se subió al autobús que tomaba Oíd Brompton Road, le compró un billete al revisor y subió al piso superior. Si la circulación era fluida, llegaría a tiempo.

El autobús la dejó frente a la verja del cementerio de Oíd Brompton. El lugar estaba lleno de magia. Los fines de semana, los niños iban en bicicleta por los caminos que verdeaban y se cruzaban con los que se dedicaban a correr. Sobre las lápidas, de varios siglos de antigüedad, había ardillas, que no mostraban temor alguno hacia los paseantes. Levantándose sobre sus patas traseras, los pequeños roedores atrapaban las nueces que les daban para gran placer de las parejas de enamorados que disfrutaban bajo los árboles. Yvonne subió por la avenida principal hasta la puerta que daba a Fulham Road. Era su camino preferido para llegar al estadio. El Stamford Bridge Stadium ya estaba lleno. Como cada sábado, los gritos que se elevaban de las gradas alegrarían durante algunas horas la vida apacible del cementerio. Yvonne cogió la entrada del fondo de su bolso y se ajustó su fular y sus gafas de sol.

En Portobello Road, una joven periodista bebía té en la terraza del bar Electric, en compañía de su técnico de cámara. Aquella misma mañana, en la casa alquilada en Brick Lane por la cadena de televisión que la había contratado, había visto todas las grabaciones de la semana. El trabajo realizado era satisfactorio. A ese ritmo, Audrey habría acabado muy pronto su reportaje y podría volver a París a ocuparse del montaje. Pagó la cuenta que le había llevado el camarero y dejó a su operario, decidida a aprovechar el resto de la tarde para ir de tiendas, que había en abundancia en el barrio. Al levantarse, cedió el paso a un hombre y a dos niños hambrientos y extenuados después de una mañana movidita.

Los hinchas del Manchester United se levantaron todos a la vez. El balón había chocado contra la portería del equipo del Chelsea. Yvonne se volvió a sentar sin dejar de aplaudir.

– ¡Qué ocasión desperdiciada! ¡Menuda vergüenza!

El hombre sentado a su lado sonrió.

– Créeme, en los tiempos de Cantona esto no habría pasado -continuó diciendo ella, furiosa-. Vamos, no me digas que con un poco más de concentración, estos imbéciles no habrían podido marcar.

– No iba a decir nada -repuso el hombre con voz tierna.

– De todos modos, no sabes nada de fútbol.

– A mí me gusta el críquet.

Yvonne posó la cabeza sobre su hombro.

– No sabes nada de fútbol; pero, de todas maneras, me gusta estar contigo.

– ¿Eres consciente de lo que pasaría en tu barrio si se enteraran de que eres del Manchester United? -le susurró el hombre al oído.

– ¿Por qué crees que tomo tantas precauciones para venir aquí?

El hombre miraba a Yvonne, que tenía la mirada fija en el césped. Él hojeó el folleto que tenía sobre sus rodillas.

– Es el final de temporada, ¿no?

Yvonne no respondió, pues estaba absorta en el partido.

– Entonces, ¿es posible que el próximo fin de semana tenga la suerte de que te reúnas conmigo? -añadió él.

– Ya veremos -dijo ella mientras seguía al delantero del Chelsea que avanzaba peligrosamente por el terreno de juego, Posó un dedo sobre la boca de su compañero y añadió -: No puedo hacer dos cosas a la vez y, a menos que alguien se decida a parar a ese bobo, mi tarde se ha ido al cuerno y la tuya también.

John Glover cogió la mano de Yvonne y acarició las manchas oscuras que la vida había dibujado en ella. Yvonne se encogió de hombros.

– Mis manos eran bellas cuando era joven.

Yvonne se levantó de un bote, con el rostro crispado y aguantando el aliento. Desviaron el balón en el último momento y lo enviaron a la otra punta del campo. Ella resopló y se volvió a sentar.

– Esta semana te he echado de menos, ¿sabes? -dijo ella más tranquila.

– ¡Pues ven el próximo fin de semana

– ¡Tú eres el que se ha jubilado, no yo!

El árbitro acababa de pitar la media parte. Ellos se levantaron para ir a buscar refrescos al quiosco. Cuando subían las escaleras de las gradas, John le pidió noticias de su librería.