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– Es su primera semana, tu Popinot se está adaptando, si eso es lo que quieres saber -respondió Yvonne.

– Eso es exactamente lo que quería saber -repitió John.

Después de volver temprano, los niños jugaban en su habitación mientras esperaban una merienda digna de ese nombre. Antoine, con un delantal de cuadros, apoyado en el mostrador de su cocina, leía atentamente una nueva receta de crepés. Llamaron a la puerta. Mathias esperaba en la escalera, recto como un palo. Intrigado por su ridículo atavío, Antoine lo miró fija mente.

– ¿Puedo saber por qué llevas gafas de esquiar? -preguntó él.

Mathias lo empujó para que volviera a entrar. Cada vez más perplejo, Antoine no le quitaba la vista de encima. Mathias dejó a sus pies un toldo doblado.

– ¿Dónde está tu cortadora de césped?

– ¿Y qué quieres hacer con una cortadora de césped en mi salón?

– ¡La de preguntas que puedes llegar a hacer! ¡Es agotador!

Mathias atravesó la habitación y volvió a salir al jardín trasero de la casa, y Antoine siguió sus pasos. Mathias abrió la puerta del pequeño trastero, sacó la cortadora y, con mucho esfuerzo, la levantó sobre dos bancos de madera abandonados. Verificó que las ruedas no tocaban el suelo y se aseguró de que el conjunto estaba en equilibrio. Después de poner la palanca del embrague en punto muerto, tiró del cordón para encenderla.

El motor de dos marchas se puso en marcha causando un ruido ensordecedor.

– Voy a llamar a un médico -gritó Antoine.

Mathias volvió en sentido inverso, atravesó la casa, desplegó el toldo y volvió a su casa. Antoine se quedó solo, con los brazos colgando, en medio de su salón y preguntándose qué mosca había podido picar a su amigo. Un golpe terrible hizo temblar el muro de separación. Con el segundo golpe de mazo, un agujero de dimensiones considerables permitía ver el rostro alegre de Mathias.

– Welcome home! -gritó Mathias radiante, al tiempo que hacía más grande el agujero de la pared.

– ¡Estás completamente loco! -gritó Antoine-. ¡Los vecinos nos van a denunciar!

– ¡Con el ruido que hay en el jardín, me sorprendería! Ayúdame en lugar de gruñir. Los dos juntos acabaríamos al caer la noche.

– ¿Y después? -gritó Antoine sin dejar de mirar los trozos de pared que caían sobre su parqué.

– Después meteremos los desechos en sacos de basura, los dejaremos en tu trastero y los tiraremos dentro de unas semanas.

Otro trozo de pared acababa de hundirse, y mientras Mathias seguía con su trabajo, Antoine reflexionaba sobre los retoques que serían necesarios para que su salón recuperara un día una apariencia de normalidad.

En la habitación del primer piso, Emily y Louis habían encendido la televisión, convencidos de que los informativos no tardarían en relatar el seísmo que golpeaba el barrio de South Kensington. De noche, decepcionados porque la Tierra no hubiera temblado verdaderamente, pero orgullosos por estar metidos en el ajo, así como contentos por estar levantados tan tarde, ayudaron a llenar los sacos de grava que Antoine llevaba al fondo del jardín. Al día siguiente, McKenzie recibió una llamada de urgencia. Por el tono de Antoine, había comprendido la gravedad de la situación. Obligado por su deber, aceptó reunirse con ellos, aunque fuera domingo, y llegó con la camioneta de la empresa.

Cuando el fin de semana ya acababa, a excepción de algunos retoques de pintura que había que hacer en el techo, Mathias y Antoine se habían mudado oficialmente juntos. Invitaron a todos sus amigos a celebrar el acontecimiento y, cuando McKenzie supo que Yvonne había aceptado salir de su casa para la ocasión, decidió quedarse con ellos.

La primera discusión entre los amigos se debió al tema de la decoración de la casa. Los muebles de Antoine y de Mathias producían un efecto extraño al estar juntos en la misma habitación. En opinión de Mathias, la planta baja era de una sobriedad que rayaba en lo monacal; al contrario, Antoine argumentaba que el sitio era muy acogedor. Todos ayudaron a transportar los muebles. Un velador de Mathias halló su sitio entre dos sillones club de Antoine. Después de una votación que dio como resultado cinco a uno (Mathias fue el único que votó a favor, y Antoine se abstuvo elegantemente), una alfombra de origen persa, algo más bien dudoso para Antoine, fue enrollada, atada y guardada en el trastero del jardín.

Para asegurar la paz en la operación, McKenzie tomó el mando de las restantes operaciones, e Yvonne era la única que podía vetarlo. Ahora bien, en cuanto Yvonne daba su opinión, las mejillas del jefe de agencia tenían una cierta tendencia a volverse rojas, y su vocabulario se reducía a «Tiene usted toda la razón, Yvonne».

Al final de la tarde, la planta baja se había reorganizado totalmente. Sólo quedaba por aclarar la cuestión del primer piso. A Mathias le parecía que su habitación era peor que la de su mejor amigo. Antoine no veía el motivo, pero prometió ocuparse de ello con la mayor rapidez posible.

Capítulo 6

A la euforia del domingo, le sucedió la primera semana de vida en común. Empezó con un desayuno inglés preparado por Antoine. Antes de que la familia al completo bajara, deslizó discretamente una nota bajo la taza de Mathias, se secó las manos en el delantal, y gritó a quienes quisieran escucharlo que los huevos iban a enfriarse.

– ¿Por qué hablas tan alto?

Antoine se sobresaltó, pues no había oído llegar a Mathias.

– Nunca había visto a nadie tan concentrado en la preparación de dos tostadas.

– ¡La próxima vez te las tostarás tú! -le respondió Antoine a la vez que le tendía su plato.

Mathias se levantó para servirse una taza de café y vio la nota de Antoine.

– ¿Qué es esto? -preguntó él.

– Enseguida lo leerás, siéntate y come mientras esté caliente.

Los niños llegaron en tromba y pusieron fin a su conversación. Emily señaló con un dedo acusador el reloj, iban a llegar tarde a la escuela.

Con la boca llena, Mathias se levantó de un bote, se puso el abrigo, cogió a su hija de la mano y la llevó hacia la puerta. Emily apenas tuvo tiempo de coger la barra de cereales que Antoine le lanzó desde la cocina y, cuando se quiso dar cuenta, se vio, con la cintera a la espalda, corriendo por la acera de Clareville Grove.

Mientras atravesaban Oíd Brompton Road, Mathias leyó la nota que se había llevado y se detuvo de golpe. Cogió enseguida su portátil y marcó el número de casa.

– ¿A qué viene esta historia de volver a casa como muy tarde a medianoche?

– Bueno, vuelvo a empezar: regla número 1, nada de canguros; regla número 2, no se pueden llevar mujeres a casa; y regla número 3, podemos quedar en las doce y media de la noche, pero es lo máximo que voy a ceder.

– ¿Acaso tengo cara de Cenicienta?

– Las escaleras crujen, y no tengo ganas de que nos despiertes todas las noches.

– Pues me quitaré los zapatos.

– Bueno, de cualquier forma, preferiría que te los quitases al entrar.

Y Antoine colgó.

– ¿Qué quería? -preguntó Emily, tirándole vigorosamente del brazo.

– Nada -farfulló Mathias-. Y a ti, ¿cómo te prueba la vida en pareja? -preguntó a su hija mientras cruzaban la calle.

El lunes, Mathias fue a buscar a los niños a la escuela. El martes, fue el turno de Antoine. El miércoles, a la hora del desayuno, Mathias cerró la librería para ir, como padre acompañante, con la clase de Emily a visitar el museo de Historia Natural. La niña necesitó la ayuda de dos amigas para sacarlo de la sala donde se exponían las reproducciones a tamaño real de los animales de la era jurásica. Su padre se negaba a moverse hasta que el tiranosaurio mecánico no hubiera soltado al tiranodon que sacudía con sus mandíbulas. A pesar de la oposición de la maestra, Mathias consiguió que cada niño probara con él el simulador de terremotos. Un poco más tarde, como sabía que la señora Wallace se negaría también a que asistieran al nacimiento del universo, proyectado en la bóveda del planetario a las doce y cuarto, se las ingenió para librarse de ella a las doce y once minutos, aprovechando el momento en que se fue al lavabo. Cuando el jefe de seguridad le preguntó cómo había podido perder a veinticuatro niños de golpe, la señora Wallace supo de repente dónde estaban sus alumnos. Al salir del museo, Mathias los invitó a todos a gofres para hacerse perdonar. La maestra de su hija aceptó comer uno, y Mathias le insistió para que se comiera un segundo, cubierto con crema de castañas. El jueves, Antoine se encargaba de las compras, mientras que Mathias lo hacía el viernes. En el supermercado, los tenderos no entendieron ni una palabra de lo que él se esforzaba en pedirles; así, se fue a buscar la ayuda de una cajera que resultó ser española; una clienta quiso echarle una mano, pero debía de ser sueca o danesa, cosa que Mathias no llegó a saber nunca, aunque eso tampoco cambiaba nada su situación. Cuando ya no pudo más, cogió su teléfono móvil y llamó a Sophie en las secciones pares, y a Yvonne en las impares. Finalmente, decidió que la palabra «costillas», apuntada en la lista, podía leerse perfectamente; mientras que s«pollo», después de todo, Antoine podía haberlo escrito mejor.